sábado, 14 de febrero de 2015

El arévalo

He despertado en la cuna de las nubes bajo la cual brotan corales del recuerdo, invocando las especies del destino, toda la flora del tiempo y orquestando cardúmenes sensitivos, temperamentales y también los racionales. Se mueven al ritmo del cielo todos los seres, germinan al mismo tiempo las piedras y luego revientan en pétreos huevos que vulcanizan toda la llana tierra; de ahí que puedo respirar claramente la exhalación de las piedras y percibir el aleteo granate de numerosos pájaros, los acuáticos y los aéreos, que desde aquí emprenden un vuelo más allá de Venus, más allá de Mercurio, más allá de Urano y sus dos cabezas, se posan en Marte para respirar antes de lanzarse al portal de la justicia divina. Sólo entonces, en el instante fecundo modulado, cuando el destello de siete soles y siete lunas se ve reflejado en la córnea marítima del ave más sincera, que se levantan por el desierto numerosas y frondosas pirámides verdes, parpadeando al despertar y haciendo vibrar la tierra para acomodar la serpiente cervical. Una vez que toda la orogénesis culminó y las caprichosas cordilleras dibujan astros a su manera, el arévalo vuelve al desierto con el mar en su cola, oscilando, disfrutando, viviendo y muriendo, con sangre y espíritu en el aliento.


domingo, 1 de febrero de 2015

Un viaje a la cascada de magma cardíaco

-Abuela Shanti...¿esta receta, de dónde la sacó?
-Bueno, todo comienza con un problema, luego una pregunta, luego la respuesta, luego la búsqueda, le sigue la cosecha, la limpieza, la preparación y, por último, se vierte el agua bendecida e hirviendo... Y entonces los vahos comenzarán a modular el origen de esta receta...
Tomó el cuenco de greda con el agua hirviendo en su interior; vertió el contenido encima de otro cuenco, pero éste estaba hecho de una piedra pálida y pulida, y en su interior se acurrucaba el cabello de tres plantas distintas. El primer espiral del caos reventó con las hojas en el impacto, y luego se ordenó todo, permitiendo a las sinceras palabras del agua que contasen la historia:
Voüsh era un anciano que habitaba Omilen antü, había tenido una vida con diversas densidades y, por lo general, las cosas parecían complicadas. Antes de comenzar una nueva vida en este planeta, pertenecía a Nibiru y formaba parte de las numerosas tropas colonizadoras de tal civilización. Habiendo llevado por este camino su vida, desde muy temprano, fue cultivando cosas gruesas en su interior, cosas que en determinado punto del desarrollo vital le fueron arrastrando hasta el límite del umbral que alcanza la luz; afortunadamente fue la muerte misma la que se le apareció en sueños y le dictó su destino más pronto, con la única intención de que el monótono historial de Voüsh tuviese algunas curvas más allá de la colonización de planetas. 
Entre toda la baraja de opciones que le presentaba el presente, marcharse a una tierra lejana le pareció lo más útil. Tomó a su familia y se retiró a los valles más altos de Nibiru, para poder apreciar las estrellas con máximo esplendor. La séptima noche fue a caminar muy solo por entre las lomas y el frondoso cielo; allí halló una paz densa, muy contrastante con su sangrienta labor, y toda la culpa recayó sobre su cuerpo. Se desplomó sobre el sendero y se ahogaba, parecía que sus acciones le rompían los huesos y disolvían el líquido medular por entre todos sus demás órganos. En vez de estallar en rugidos y lamentaciones, experimentó la caricia de la justicia y se entregó a esta situación, murmullaba oraciones desconocidas para él, pero lograba entender desde el fondo de su vientre que correspondían a peticiones de perdón, también evocaba en su mente cada una de las almas que despojó del cuerpo y en su última agonía divisó el destello de un grupo de constelaciones. Con una velocidad inmensa, una serie de imágenes y diálogos cruzaron de oreja a oreja y terminó por concluir que aquel cúmulo de estrellas era una comunidad celeste que Nibiru jamás pudo alcanzar, incluso decían que los ancestros las habían titulado como "la perdición del tirano". Sus ojos se cerraron, guardó en su pecho el amor más grande para despedir a su familia y con esto se pudrió sobre el suelo. El día llegó nuevamente. 
Creyéndose muerto, Voüsh desplegó lentamente sus párpados para poder apreciar el mundo paralelo y complementario que había armado la muerte. Para su sorpresa, se encontró con un cielo con más de un sol y paisajes de extrema belleza y novedad; se puso de pie y todos sus malestares habían cesado, incluso la vejez... Observó su cuerpo joven y la piel tostada que le cubría, tomó consciencia del lugar en el que se encontraba y pudo distinguir una frondosa selva que se levantaba por entre mesetas a su derecha y unas densas llanuras a su izquierda. No tenía idea de lo que ocurría, su vientre estaba lleno de cuestionamientos, pero había una paz en el aire que no permitía el flujo de la preocupación por sus ríos internos.
Por primera vez en toda su existencia, sintió la presencia del instinto: un hilo dorado que partía desde una región bajo su ombligo y que se extendía a lo infinito. Siguió este sendero de delgada luz, que le llevó a rodear gran parte de esas mesetas verdes para hallar unas cuevas y quebradas que viajaban hasta menores alturas. Se podía discernir desde donde se encontraba, que la altura que alcanzaban las mesetas, y esa inmensa montaña en medio de todo, iba disminuyendo gradualmente hasta la costa. Hubo de esforzarse grandemente, luchar contra el sueño, el hambre y el frío ocasional que le impedían el descenso. Aquella hazaña estaba atestada de grandiosas aves de colores, lagartos que reflejaban oraciones de cada uno de los soles, formaciones rocosas de lo más curiosas y una vegetación exuberante e imponente, la vida botánica no hacía reparos en la expresión de su grandeza y sabiduría. Como si la brisa marina le hubiese susurrado al pecho, en la mente de Voüsh se alojó una respuesta: esto es Omilen antü. 
Antes de encontrarse directamente con el mar, la noche lo había alcanzado y el manto celeste se acurrucó de estrellas y, hasta ese momento, se adornó con las dos primeras lunas. Un acantilado de mediana estatura le impedía bajar para tocar la arena, y siendo nuevamente un niño sus habilidades eran limitadas. Se sentó a la orilla del acantilado y descansó, respiró y comenzó a reordenar sus ideas. Miraba atentamente las formaciones celestes y las distinguía; había desperdiciado tanto su vida en la colonización de planetas y la búsqueda de riquezas externas que había olvidado que todo su interior era una llanura plana, sedienta de belleza, amor y paz. Pudo ver a lo lejos distintas galaxias, distintas colonias, pudo observar que se encontraba muy cerca de lo que era una "pata de la Lepisma", explicado de esta manera por los jeroglíficos inmersos en los fósiles encontrados en su planeta natal. Antes de que pudiese encontrar la ubicación exacta de su origen, se interrumpió su búsqueda con un extenso escalofrío que subía desde su base energética hasta la última flor de su cervical; un león estuvo sentado en su lado izquierdo en todas estas horas.
"Vamos, cuéntamelo todo. Ha sido todo muy entretenido."
"El Bennu", pensó el muchacho.
"Cuéntame sobre tu planeta. Quiero ir a conocerle."
 Voüsh sabía que el Bennu no era más que un ser mitológico, el origen de aquellas antiguas historias que hablaban sobre la supuesta culminación de la tiranía de la civilización de Nibiru. Temblando y con mucho miedo, bajó la mirada para hallar un escape. Pensó en lanzarse hacia la playa, pero observó que bajo el manto lumínico de cuatro lunas reposaban cinco grandes felinos distintos y perfectos. Tragó su saliva descompuesta, miró una vez más a su planeta de origen como para pedir ayuda y en tan solo una fracción de segundo notó su error. El Bennu ya sabía dónde se hallaba Nibiru y le iría a dar fin. Pensó en su familia y en todo el ambicioso sueño de los gobernadores.
El Bennu le observó con amor, puso todos sus ojos sobre el entrecejo del pequeño Voüsh y luego puso su lengua. Le lamió la cara y evocó el cariño de todas las madres de todas las vidas que aquella alma hubo tenido. "Te voy a pedir una última cosa...", fue la frase que rebotó en su interior y, antes de que el muchacho pudiese abrir su boca para formular una pregunta, el león saltó muy alto, se ubicó por encima del aura del mar y siguió saltando y corriendo por el aire, en dirección a Nibiru. Voüsh observó esto con atención y, al mismo tiempo, con desconcierto. Se quedó en espera de la respuesta, dispuesto a cumplir la misión que aquel magnífico y misericordioso león le había tendido, pero únicamente los susurros del mar cubrieron aquel silencio grande que se iba extendiendo entre el trayecto del león y la redonda cara del niño. Al querer levantarse, se tropezó y cayó sobre la arena. Los cinco grandes felinos notaron esto y se levantaron para examinar a la presa. Voüsh corrió hacia un roquerío y allí se metió en las aguas cristalinas, con tal de evitar a las bestias. El hilo dorado que era su instinto estaba amarrado a algo dentro de la marea, y cuando el oleaje lo permitió, Voüs pudo distinguir entre la espuma un pequeño y precioso pez que contenía los colores del sol y de la noche. Con una habilidad irracional se lanzó para tomarlo y luego lo lanzó al felino terracota, cuya posición era la más cercana a su joven cuerpo. Los otros cuatro felinos, en vez de hambrientos, quedaron atónitos. Aquel felino terracota, a pesar de seguir con una mirada hostil, se acercó a Voüsh para olerle y luego, de un salto enérgico, se marchó de aquella playa. Con una esperanza nerviosa continuó esta tarea con los cuatro felinos restantes; con el pardo, con el plateado, con el ominoso y con el pelirrojo. Al cabo de unas horas se echó a descansar en la arena y los cuatro felinos estaban con él, exigiendo caricias. 
La noche se iba acabando, y antes de que la séptima luna acabase su recorrido, del acantilado se desplomó una roca de mediana estatura y mediano grosor. Afortunadamente no calló encima del muchacho y de los animales, pero la cercanía del impacto les aturdió. Todos escaparon a excepción de Voüsh. El muchacho tocaba con curiosidad aquella roca, que tenía un vívido color azul y, de cuando en cuando, unas pintas blancuzcas que recordaban al cielo estrellado. Cerró sus ojos para acariciar la piel pétrea y con los ojos de su tacto pudo observar hermosos paisajes, arena brillante, pájaros extendiendo sus plumas por entre las capas de aire, quinientos soles levantándose en el horizonte de quinientos desiertos distintos, la orogénesis a la velocidad de la eclosión, la espuma del mar alcanzando sus propios pies como si fueran manos líquidas tocando la raíz de su cuerpo, hojas verdes y pardas estirándose hasta alcanzar el techo del cielo y allí reventar en floraciones coloridas y con aliento a éter, luego formando frutos dehiscentes que criaban alas para escabullirse entre las rendijas de la atmósfera y viajar tan alto que podía distinguirse la colosal figura de la Lepisma, caminando con un ritmo sabio por entre la frondosa nada, un ritmo que contenía todos los ritmos, evocando una emoción que contenía todas las emociones, era una acumulación de vitalidad extensa que en determinado momento concluía en tres figuras peculiares, eran tres medusas oníricas que se habían desplazado con un paso oscilante desde las tres terminales en la cola de la Lepisma hasta la superficie de Omilen antü y, desde la cresta de la montaña más alta, llevaron una piedra más azul que el grandioso coral hasta el paradero de Voüsh... Con esta tremenda liberación, Voüsh abrió sus ojos, se encontró tiritando, jadeando, sudando, muy cansado y a la vez muy feliz, pero con un peso en su interior. Aquel peso eran las últimas cosas gruesas que aún no dejaban su cuerpo. Recordó que estuvo acariciando la piedra, pero en su lugar encontró un sexto felino, un lince muy azul que le miraba con unos ojos color secreto. Se fue caminando lentamente por un sendero lateral por entre las rocas, Voüsh le siguió y siguieron camino arriba hasta la meseta verde. El día llegó nuevamente.
-Yo había tenido esa misma noche un encuentro con el Bennu. Y tenía planeado volver a mi hogar después del largo viaje hasta las mesetas verdes. Entonces, cuando llegué al inicio de las llanuras, noté que había un muchacho mirándome con paz. Me enrojecí y pretendía marcharme, pero resonó en mis oídos la sinceridad de su hablar, sin conocerme en absoluto me dijo "Shanti, te amo". Al voltear, le hallé frente a mi y nos fuimos juntos caminando hasta las montañas en las que nací. Me contó que aquella mañana estuvo recolectando tres plantas de la selva, siguiendo la receta que un lince azul le hubo contado al oído antes de marcharse. 
"Al viajar días y noches, llegamos finalmente a mi hogar. Allí mi madre nos recibió con amor y con felicidad, pues su hija traía su complemento perfecto. Iniciamos entonces nuestra vida y la sellamos aquel día, pues compartimos junto con todo el pueblo aquel brebaje y compartimos aquellas historias gruesas que se hubieron quedado en nuestro vientre, por lo gruesas que eran... No era tanto el usar aquellas tres plantas - la baobha, la merza, la pueia-, sino la combinación entre el poder de la verdad y el poder del amor cuando nos encontrábamos acompañados de ellas... Así es como conseguí esta receta.