Se fueron entregando al pasillo de negra roca, pronto sus
pasos sincronizados perdieron la sombra que generaba la luz del exterior y sólo
el brote rítmico de sus pies les hacía tomar consciencia de dónde se
encontraban: infinitamente lejos de allí e infinitamente lejos de allá. La
presencia del ave y el delicioso sonido que emitían sus plumas al acariciarse
unas contra las otras se fue haciendo cada vez más vigoroso y se iba mezclando
con la negrura del lugar, el pasillo por el que andaban parecía convertido en
un galpón inmerso en repercusión. Yehoshua no se sentía solo, se sentía
completamente acogido por el abrazo lejano del ave y el de un tercer personaje
que sabía jamás haber conocido, las tres vitalidades fluían en tres corazones
distintos que trenzaban sus filamentos de sangre en un nivel perceptivo mucho
más colosal que todo el ominoso sendero que debía cruzar. Una implosión, una
explosión, una tranquilidad diversa.
Yehoshua notó de pronto que delante de él se aproximaba lo
que parecía ser el final de aquel largo pasillo. Corriendo, se apresuró a
cruzar el portal y se encontró en un paraíso hundido en una atmósfera
esmeralda, un vergel habitado por una flora que se le hacía familiar y
desconocida a la vez, algo que dejaba atónita a la experiencia pero entregaba
comodidad a la voluntad. Volteó para entregar una mirada de esperanza al
Tentuu, pero el camino por donde vino ya no estaba, se extendía en su lugar una
de las cuatro paredes correspondientes al interior de la pirámide. Una pena
quiso abordar las sensaciones del viajero, pero la trenza de la vitalidad no se
lo permitió. Los oculares llevaron su atención nuevamente a la curiosa
frondosidad del lugar, luego sus pies se permitieron pasear por entre las
especies rastreras y herbáceas, de tamaño reducido, que crecían sobre un
terroso magenta. Intentó hablar con las nuevas caras que se iban colando por
entre la memoria y en ellas reconoció propiedades.
"Tú eres
vigorizante, tú traes el sueño, tú evocas un olor de abrazo, tú vuelves
concreto lo que se me hace insípido, tú sanas la piel, tú calmas el alma, tú
invocas un fuego..."
Pronto se decidió a levantar la vista y se encontró con
formas arbóreas de lo más petrificantes; unos cuantos eran frutales que
saciarían su hambre, otros cuantos presentaban semillas que le prepararían para
los viajes y la otra gran mayoría expresaba su felicidad florígena: flores por
todos lados, flores en la mente, en el pecho y en el vientre. Fue recolectando
uno a uno los materiales que le servirían y por allí encontró fibras desechadas
por una extraña liana, con las que construyó una parcial vestimenta. Caminaba
despacio, sincero con el suelo, suplicando por el encuentro entre los pliegues
de sus pies y la porosidad de la tierra. Arriba, en lo más alto, se encontraba
la cúspide interior de la pirámide de la que brotaba continuamente una refulgencia
amorosa y oscilante, cubriendo de energía toda la superficie del poco
descubierto bosque.
Yehoshua se olvidó a sí mismo, evento que su instinto
aprovechó para llevarlo a una densa población de hongos más altos que él; las
esporas que se repartían en una agradable brisa iban como contándole una
historia al caminante, de tal manera que en lo alto del paisaje podía ver cómo
se colaba la grandeza de flores arbóreas por entre lo que las hifas no
alcanzaban a esconder de aquel limitado cielo. Una sensación extraña habitaba
el lugar, notó en aquel instante que el silencio que gobernaba el exterior
estaba disminuido aquí y que melodías ornitológicas planeaban por entre la
altura de aquellas flores, sedimentando en los oídos de quien los oye. En ese
preciso sector las flores no se encontraban en la mente, ni en el pecho, ni en
el vientre, sino que en la coronilla. Un colosal animal, nacido de una
coronilla, se presentó ante Yehoshua, quien de primeras sólo alcanzó a ver sus
pezuñas alzándose por encima del sombrero de los hongos. Su vientre se afirmó
contra sí, aquella aparición era de extrema espiritualidad y llevaba su piel a
un terreno hipersensorial. El animal, similar a una de las jirafas del antiguo
mundo, rotó su cráneo desde las alturas y posicionó su ojo izquierdo sobre el
ojo derecho de Yehoshua; entonces púdose apreciar el pelaje lustrado de aquel
coloso, una alfombra de pelo negro y blanco habitada por texturas y patrones de
belleza indescriptible. Algo, que provenía del vientre del gigante cuadrúpedo,
tocó un sector interno del cráneo del viajero y sólo en ese momento se dio
lugar a una charla fugaz:
"Somos la
expresión de la voluntad del Tentuu, has hecho bien al ponerlo en su lugar,
Yehoshua. El Palacio del Líquen es un altar para los hijos de la Lepisma,
aquellos hijos que no dudan y sólo crean. Yo mismo, deidad de la sinceridad y
la confusión, he surgido de su implume vientre y no tengo color. Absolutamente
todo lo que puedas ver es una expresión en extremo de un ápice sensitivo del
Tentuu. Alguna de sus plumas ha germinado en esta anciana tierra, pero otras
tantas deben salir al encuentro con el desierto. Yehoshua, encárgate de crear
el viento que reparte los corimbos en Omilen antü.”
Aquella deidad, hija de los dos extremos de una misma
verdad, se retiró silenciosa como estuvo en todo momento. Las texturas de su
pelaje variaban conforme el ritmo de sus pasos y pronto Yehoshua se quedó
hundido entre el cantar de aquellas aves que no podía discernir por la fuerte
luz venida de la cúspide. Un canto sobrevoló las cienes del viajero y éste se
decidió por buscar alguna salida del interior de la pirámide; se armó de
reservas de alimento y con más filamentos vegetales montó una serie de telas
burdas que le abrigarían y le servirían de sostén, por último confeccionó un
par de babuchas por si en el camino se le presentaban dificultades al andar.
Recorrió la ladera más cercana del interior y con ella se
fue guiando para ir conociendo el bosque, aunque desde afuera. Había sectores
pantanosos, donde un el esmeralda del cielo se intensificaba en el agua; había
riachuelos que brotaban de árboles cortados, cosa que aprovechó para saciar su
olvidada sed; habían praderas, claros, quebradas; había toda una paleta de
relieves distribuidos con un orden definido, pero complejo. La luz de la
cúspide comenzó a degradar su intensidad y pronto se elevó el atardecer;
Yehoshua comprendía que era el momento en que había exactamente tres soles y
tres lunas en el cielo del desierto. La sombra creció por entre las hierbas,
formando vastos campos de cereales ominosos, cubriendo toda la belleza que
dejaba ver la luz. La nueva selva de largos tallos parecía ser aún más
confidente que toda la flora de día. Un sueño atacó gravemente a Yehoshua, por
efecto de las melodías ornitológicas, que iban variando según el horario, y
terminó por caer rendido entre esa miscelánea recopilación de tonos negros y
grises que cubrieron el terroso magenta. El silencio abordó la cavidad interior
del viajero, aquel sector que la deidad de sinceridad y confusión tocó pronto
comenzó a fructificar, vibraciones circulatorias y cardiacas despertaron a
Yehoshua, se levantó de donde estaba y comenzó a correr. Sin siquiera tropezar,
se movía con agilidad y belleza por entre el bosque y la flora ominosa, sus
pies no parecían despegarse del suelo, sino que se turnaban para mantenerse
conectados con éste y posicionarse en los puntos exactos de luz celeste que
armaron un camino. Ni cansancio ni sueño había en toda la pirámide, sólo había
una planta que destellaba colores tóxicos y verdad hiriente por las pupilas de
sus hojas. Aquella planta trajo de rodillas a Yehoshua y cuando éste llegó, dos
peces antagónicos y complementarios surgieron de las destapadas radículas del
vegetal. Cada uno de aquellos peces nadaba en el bajo cielo y se retorcía
alrededor de la visión del arrodillado; hacían que en sus pensamientos brotaran
tentaciones, recuerdos dolorosos e ideas de destrucción. Yehoshua sufría,
estaba experimentando una tortura, los peces se movían por entre el relieve de
su cerebro y con las escamas raspaban las paredes más inestables, generando un
sinnúmero de sangrientos derrumbes. La hostilidad de sus huesos, la composición
física de sus pieles eran imbricadas escamas ponzoñosas, teñidas con curiosas
situaciones de peligrosa vitalidad y estaban ahora infectando las tierras
morales de Yehoshua, colonizando un paisaje apenas explorado de extremo
endemismo. Un ápice de oportunidad jamás sería derrotado, pues en lo más
profundo del propio ser siempre se encuentra el equilibrio y la paz, como si
nuestros cuerpos y la totalidad de nuestros seres no fuese más que una testa
efímera que se degrada en cada vida y luego viene otra.
“Si quieres seguir
siendo parte de esta semilla, no dejes que el clima te erosione, Yehoshua.”
“La sinceridad y la
confusión son lo mismo, en distinto orden.”
Allá a lo lejos del paisaje moral se alzaba un volcán, aquel
ápice más próximo a lo inmenso del ser interior, y toda la caótica situación
gatilló la erupción del cambio. Una sonrisa maliciosa reventó y el magma sufría
la constante metamorfosis al unirse con el aire; todo el paisaje de Yehoshua
estaba siendo cubierto por una capa de lava que eliminaba absolutamente toda la
flora y la fauna propensa a las enfermedades morales que los dos peces
sembraban. Esto ocurrió únicamente porque el viajero lo permitió, al decidir ya
no temerle al cambio. Las brisas aumentaron y aquella obsidiana que se extendía
como rayado suelo se calmó, Yehoshua volvió en sí, volvió a hallarse dentro del
Palacio del Líquen y ese frondoso bosque de cereales, incluso estaban allí en
frente los dos peces que tanto dolor le levantaron. Muchos años tendrían que
pasar y duro debería trabajar para que aquella tierra de vidrio, la de su
interior, diera lugar a una nueva vida.
“Has hecho bien Yehoshua;
has puesto al Tentuu en su lugar y también te has puesto a ti mismo en tu
lugar. Bienvenido seas a Omilen antü.”
Los dos peces giraban amablemente en sí mismos, simulando
cada uno la espiral de la vida y la espiral de la muerte, un uróboro de lo absoluto
ante los tres oculares del viajero; así siguió el espectáculo de bucles hasta
el amanecer, cuando las siete lunas ya hubiesen caminado tímidamente por todo
el sendero de estrellas que surcaba el cielo. La mañana indicó a Yehoshua que
debía moverse, y en cuando la flora ominosa comenzó a desintegrarse por la luz,
el viajero se vio su cuerpo recostado en medio del bosque. Dudas brotaban de un
vientre hirviendo, pero pestañó y se encontró recostado en el suelo. La
dualidad de su ser le había empapado de cuestionamientos y, entre la numerosa
variedad de cosas desconocidas que debía responder, halló dos escamas
brillantes entre sus manos, una azul y otra roja. Caminó buscando aquella
planta que vio en su soñar y cuando
el paisaje se le hizo familiar, aquel lugar donde tuvo el encuentro con los dos
peces hostiles, plantó la dos escamas sin salir victorioso de su propia
búsqueda.
El bucle hecho por los peces simulaba una sensación menor en
el pecho de Yehoshua, la cantidad de dudas que abordaban su mente era tal que
se sentía embotado a cada instante; su paso era denso y torpe, como una brisa
viciada. De pronto, una corriente de aire lleva esta brisa a una salida, donde
la sensación de vida era fresca y fluida. Yehoshua notó estar frente a una de
las paredes de la pirámide y a cierta distancia de la tierra magenta se hallaba
una tosca ventana. Subió con dificultad y el aliento del exterior hizo que sus
ojos se cerrasen antes de apreciar la escena, pero sus manos y sus pies se
sostenían con amor a la negra piedra de la pirámide; con total seguridad
respiró y recitó su predicción:
“En la cúspide, en la
copa de un árbol de nubes se halla varado el Palacio del Líquen. Un polinizador
atento ha traído la fertilidad a la forma arbórea más extensa de todo Omilen
antü, con tal prontitud que jamás alcancé a ver sus flores, pero hoy puedo
sentir sus frutos…”
La altura a la que encontraba era desproporcionada. Primero,
un follaje de vapores y luego el tronco pétreo. Por entre las nubes nacían los
frutos, inmensos peces vela de escamas rojas y azules, eclosionaban desde el
tallo y luego se lanzaban al cielo para impactar contra el suelo, un destello
de amor en su misión rompía la lógica y reventaban un trocito de mar. Charcos,
esteros, lagunas, lagos, todos unidos fueron hidratando los sectores cercanos a
este árbol de nubes, empero pronto germinaron otras piedras pulidas y nuevos
árboles crecieron para dar lugar al mar, al inmenso mar. El oleaje asustó al
silencio impío que habitaba hasta entonces el desierto.
“En la cúspide, en la
copa de un árbol de nubes se halla varado el Palacio del Líquen. Más allá, dos,
tres, cuatro, cinco árboles más crecen. Seis, siete; otros tantos formarán un
círculo siguiendo el camino del alma, donde yace dormido el hijo del Nilo,
Venus. Desde aquí lo veo…”