jueves, 6 de noviembre de 2014

El cambio

(...) Yehoshua despertó un día más allí, en la cima de aquel árbol nuboso. Ansiaba tanto poder correr por los bellísimos valles soñados de todo el planeta, recorrer las llanuras, los médanos. Había algo en su interior que le decía que habían regiones pantanosas y otras muy tropicales, que toda la diversidad del planeta estaba llegando a la madurez de de colores y las formas más hábilmente diseñadas. Cada una de las rojas plumas del Tentuu habían de llevar a su punto correcto, expresando exageradamente una partícula de la voluntad de aquel ave, nacido de un huevo de sombra. La espalda, no obstante los siete soles, seguía fría, cada día, cada noche, cada amanecer y cada atardecer. La sensación tan densa de aquella mañana le hizo recorrer toda la historia que tenía pendiente en si mismo, desde las plantas de sus pies se extendían infinitos hilos de seda, cada uno unido al origen del viaje; un hilo dorado que cruzó todo un universo para llegar desde el planeta anterior a Omilen antü, por el mismísimo sendero que une al cielo y la tierra; pero más atrás se encontraba Egipto, se encontraban los Jardines de Babilonia, los condimentos, los colores, y entre las acacias de una playa, Venus. 
Sus ojos sedimentaron, se voletó y el norte de su cara estaba ahora dirigido hacia la cúspide de la pirámide, el Palacio del Líquen. Extrañas sensaciones le causaba que Venus, su amor aparente, le tuviese encerrado en la altura del todo. Las nubes son hermanas, los soles y las lunas son padres y madres, pero los pies debían recorrer la tierra, el pelo recorrer el viento, los ojos recorrer los senderos, desde aquí sólo podía conocerse bien el ciclo del éter. Tapó las lágrimas de plomo con una de las hojas que utilizaba como almohada; las amarró a su pecho y se cansó de reaccionar. Recorrió el exterior del palacio y se las arregló para escalarlo, algo que jamás en todo el tiempo en potencia decidió hacer. Rompió, casualmente, algunos líquenes, escaló por los helechos, luego se aferró a la piedra negra y finalmente llegó a la cúspide: un pequeñísimo altar. Se sentó y meditó.

"La piel de Yehoshua se hizo primero escamosa, luego se hizo líquida y se derramó por todo el palacio. A manera de lubricante, las cuatro paredes de la pirámide resbalaron, se abrieron y cayeron desde la cúspide del árbol; aquella maravillosa flora onírica alojada en el interior estaba ahora expuesta a los caprichos de siete soles, pero aquellas lágrimas de plomo guardaron el alma de cada una de las plantas, serían entonces las plantas sagradas de Omilen antü. 
Inmensas medusas vinieron desde la cueva en la que se alojaba el hombre planta y tomaron en sus coronillas cada una de las joyas. Se entregaron a las oraciones del viento. Una última medusa se quedó en el lugar, rezando, despidiendo esta etapa del planeta, en la cual finalizaba el reinado de Venus y comenzaba otro..."

Una sabia Anaconda, hecha completamente de piedra, se estrelló contra los pastizales de agua; venía de muy lejano, cerca de la esquina del universo, donde se sintetizan nuevos soles. Se varó en los estromatolitos angulares, abrió su boca y dentro de ella dormían plácidamente Wadi-Rum y Q-atz que, ante el recibimiento del sol, despertaron con tibieza. Encontraron primero sus ojos, uno turqueza y otro mostaza; luego sus manos, una de ceniza y la otra de grava. El Tentuu, esta vez con un magnífico follaje rojo, estaba en las afueras de la Anaconda y extendió sus alas para dar sombra a los durmientes. Un larguísimo viaje les esperaba, había tantos árboles que saludar...

"Aquella última medusa, culminó sus rezos. Tomó su propio cuerpo, lo dividió en tres y se marchó a repartir el amor que se había cultivado a lo largo de su meditación. En todo este viaje, el viento había puesto la primera semilla en su coronilla, ésta germinó rápidamente y un diminuto sol germinó. Ahora, sea de día o de noche, el camino poseía una luz propia, que no alteraba los colores de la realidad, que no despertaba a las hojas, que no ahuyentaba a los chacales ni a los caimanes."