Cuentan los centinelas astrales
que en los cielos hay dos tipos de estrellas: las estáticas y las cinéticas.
Estas últimas, los niños-estrella o
Yaoxantii (del qudú antiguo), eran paridos por las estrellas estáticas cada vez
que el universo pulsaba por la vida. Las madres, colosales y de movimientos
burdos y pestañeares a largo plazo, contaban a sus hijos la historia de la
diferenciación, de tal manera que fuese en ellos la decisión respecto a la
cinética o a la estática. Así, un grupo menor de estrellas se entregaba al
movimiento, a la libertad desmedida a cambio de ser poseedores de un sistema, a
ser parte del paisaje sideral o formar parte del abecedario de los cielos. Se
movían en tribus por las distintas regiones de todo lo existente, iban jugando
y creando milagros, utilizaban toda la energía que poseían en su interior –
dado que eran en potencia patrones de sistemas planetarios –, trayendo así a la
realidad las consecuencias de la imaginación y la compasión, utilizando como
medio materiales nativos de lo inexistente.
En
los valles de altura que se daban entre los caprichosos pliegues geográficos de
Omilen antü, un planeta rodeado por
siete satélites solares y siete satélites lunares, se dio origen a diversas
culturas que leían los cielos, entre ellas los reconosidísimos Baal-qatsis. Solían leer con belleza,
entendían con maestría las complejas metáforas que se interpretaban de los
‘nudos estelares’ y también disfrutaban ofrendando arte y tiempo. Se comentaba
también, entre todas las culturas restantes, que en tres ocasiones anteriores,
cada una en una respectiva época del planeta, los niños estrella conectaban con
uno de sus integrantes o incluso con los pueblos enteros.
Irys,
una muchacha de la tribu de los valles bajos, estudiaba los cielos y también
otros mundos, como aquel que hay entre los tupidos follajes de diversos
frutales o como aquellos que se esconden entre la cabellera radicular de
especies aromáticas. Anhelaba en silencio la ofrenda del arte, deseaba con
profundidad experimentar los cielos como si fuese su propia carne y respirar
también aquel aire superior al ritmo cardíaco del universo. Así, cada vez que
la noche era sincera y las siete lunas coincidían en el paisaje, susurraba para
sí y para el cielo entero canciones de amor profundo:
“Hubo en la cola del Bennu una
estrella que vino a saludar al pueblo,
Así, les trajo la tierra y las semillas, la música y la danza…
Hubo entre el plumaje del Tentuu una estrella que vino a cantar con un
abuelo,
Así, trajo al mundo la escritura y el papel, el juicio y la poesía…
Hubo una escama del Kayrú que cargaba una estrella,
Así, se acercó a la tierra y enseñó a su gente la siembra de los
muertos…
Hubo en una flor del Fayrú una hermosa estrella,
Una estrella azul…”
En
la época estival las culturas de los valles solían disfrutar en comunidad el
nacimiento de la noche, por lo que familias enteras dejaban sus labores cuando
el crepúsculo se hacía presente con la única intención de saludar con el
corazón la llegada de las estrellas. Una noche temple, Irys dejó atrás a su
pueblo en los valles bajos y caminó apresuradamente río arriba, con el corazón
latiendo fuerte y la garganta palpitante: un augurio le abordaba. Alanzó así,
con el cuerpo acelerado, un monte llano y amable, se escurrió entre la hierba y
se desplomó en la cúspide. Allí, mirando las alturas estelares, se dedicó a
recitar con convicción aquella canción a la que recurría constantemente. Cuando
llegaba por quinta vez al inconcluso final, una mano tomó su mano izquierda, paralizándola
completamente. “¿Y qué pasó con esa
estrella azul?” susurró alguien al oído de la muchacha; ésta, con
brusquedad giró su cabeza y se encontró con un fulgor azul, era un Yaoxantii sentado a su lado, con su
cuerpo brillante y su cabeza de asteroide. La estrella la observaba con amor,
esperaba una respuesta a su pregunta, pero Irys no supo qué responder. El niño
estrella al notar que la mortal se encontraba totalmente pasmada, se recostó a
su lado y comenzó a hablarle de los cielos:
“He recorrido
tanto, he recorrido tanto con mis hermanos… Fuimos a las esquinas del universo
y allí jugamos entre las telas neuronales, dicen que son las arterias del
conocimiento que hay en el universo. También he cruzado numerosos
vórtices…¡Supieras los maravillosos colores que habitan allí!
¡Indescriptibles!... He conocido tantos planetas, tantas pieles distintas,
tantos organismos equivalentes, la convergencia entre las formas, la lógica de
la vida, tanto, tanto…”
De esta manera
relataba el niño estrella a su oyente, que se encantaba a cada momento de aquel
lenguaje tan lejano, de aquellos conocimientos tan remotos, de aquel ser
completamente cargado de viajes y curiosas experiencias. Se sentía una afortunada
de haber sido visitada por un Yaoxantii,
pero olvidaba que no era más que una visita.
Cuando
comenzó a amanecer, la muchacha ya había sido saturada de tantas historias
extraterrestres, por lo que el sueño comenzaba a atacarle. Paralelamente, el niño
estrella comenzó a inquietarse por no poder comentar todo cuanto quería, pero
debía marcharse antes de que la noche se acabase. Partió del lado de la
muchacha de un único salto y desapareció en el cielo que aclaraba cada vez más,
cubriendo con sábanas de luz a las demás estrellas que había en el cielo. “Es hora de dormir…” se decía Irys para
si misma, cerrando los ojos y con una inmensa sonrisa en todo el cuerpo.
Varios
días frecuentó Irys aquel monte para encontrarse con el Yaoxantii, mientras que este también se aparecería cada noche y se
retiraba al amanecer. El verano corría rápido cuando se conversaba toda la
noche, de manera que el otoño no tardó en hacerse presente. Los árboles que
rodeaban el monte cerraron sus hojas y cubrieron el suelo de abrigo vegetal;
los frutos que no se entregaron al abismo se secaron en las ramas como
guirnaldas de una festividad tenebrosa. El follaje en los árboles era cada vez
menos evidente, al igual que la presencia de Irys en su pueblo. Todos sus
familiares extrañaban a la muchacha soñadora, extrañaban encontrarla cosechando
frutos o estudiando insectos, extrañaban su presencia en los debates sobre las
interpretaciones de los cielos y también sus cantos. La muchacha pasaba
durmiendo de día, al atardecer se marchaba lejos y no volvía hasta el amanecer.
La
rutina agotaba la vitalidad de Irys, se escapaba de los soles y sólo dejaba que
las lunas recorriesen su piel. La palidez de los astros se adueñó de su piel y
una mirada lejana también le abordó, pero esto no importaba a la muchacha, para
ella todo era justificable entre el conocimiento del niño estrella y el amor
que había criado por él. Sin embargo, el frío del otoño repelía al muchacho,
haciéndole cada vez más ausente por las noches.
Cuando
el invierno tomó su lugar en el presente, intentaba no ser tan crudo para no
despojar de la vida a aquella muchacha que por las noches se recostaba en un
monte. Entristecido, el invierno la veía tiritar y dirigirse rápidamente a la
muerte. “Esta muchacha se está entregando
a los cielos, sin considerar que aún no es un astro…” se decía el invierno,
pero no podía hacer entender a Irys dado que no hablaban el mismo idioma. No
obstante, el invierno (al igual que todas las estaciones) era sabio y piadoso,
por lo que buscó una solución: envió a uno de sus hijos para que le hablase en
qudú.
Irys
retomó aquel crepúsculo su espera profunda, tan solo al separar sus párpados.
Su cuerpo ya había memorizado a la perfección la rutina: ignorar cualquier otra
entidad que no fuera aquel Yaoxantii,
ignorar cualquier otra palabra que no sea aquella que proviene de las carnes
mismas del estrellado cielo, ignorar cualquier otro estímulo que no fuera aquel
estímulo tan deseado por su corazón. La vida se le hacía extensa, llana y
pasiva; el arte ya no fluía, pues la muchacha lo estaba ahorrando todo para
mostrarle al Yaoxantii su gran obra
–ella misma en sus distintas formas-. Así, con este laberíntico régimen
ideológico se entregó una vez más a la noche y al cielo estrellado. Hubo de
llegar a la cúspide del monte para decepcionarse intensamente: esa noche estaba
nublado. La vaporosa familia de agua estaba ahí estancada. “¡Un pantano está cubriendo mi cielo!”, gritaba encolerizada hasta
los extremos más caprichosos de sus rizos, lanzaba alaridos a todo el
silencioso paisaje, reclamaba hasta ensordecerse a sí misma por lo fuerte de su
voz. Aquella tormenta interna, aquella lluvia de emociones desagradables
terminó por agotar a Irys, adormeciéndola y dejándola en un repentino espacio
propio y solemne. Pudo apreciar cómo, con graciosa lentitud, la familia de
nubes se desplazaba hacia el norte; pudo escuchar una leve brisa acariciando
las hierbas secas y arrastrando las últimas hojas que aún se aferraban a las
ramas durmientes. Sólo entonces, cuando sus ojos se fijaron en el paisaje, notó
que la sequía había colonizado todo el valle. Recordó entonces que ya no era
verano, sino que era invierno profundo y las lluvias y ventarrones no se habían
asomado. Se entristeció, se perdió en el pasado aquellas orquestas ornitogéncias,
también se quedaron atrás las noches despejadas y la brisa amable, las flores y
los frutos eran un mito en este punto. Luego inhaló y exhaló pausadamente, y
notó que no era únicamente el verano lo que se había escapado de sí misma, sino
que también el otoño. Ya no podría observar la maduración tardía de algunos
frutos, o zambullirse en la lluvia ocre de hojas, no podría maravillarse con las numerosas
especies que migraban hacia el bien. Nada de aquello podría volver a sí, porque
ella no estaba fluyendo con el tiempo, ella no estaba migrando. Se entristeció,
la lluvia no llegaba y si ella no venía, tampoco vendría la primavera y las
flores, no vendría otra oportunidad de ver al Yaoxantii mientras el frío se quedase aquí, mientras la belleza obvia
y burda no se hiciese realmente presente.
“Irys, te has quedado demasiado tiempo en el
recuerdo del Yaoxantii. Estás olvidando el disfrute propio. ¿Qué ha pasado con
tu arte? ¿Dónde está tu danza?... El verano entero estuvo esperando por tus
movimientos, por tu metáfora corporal. El cielo entero esperó hasta el otoño
para enorgullecerse de tenerte como hija, como una postulante al cargo de Sol.
Incluso el mismísimo otoño te preparó senderos foliares para que los
recorrieses aprendiendo, descubriendo, disfrutando con cuanto se te cruzase.
Así como descubrías mundos y sentías goce, los mundos confluían en tu vida para
sentir goce de ser descubiertos… Irys, no estás permitiendo que el flujo fluya.
Eres agua, eres emoción, no puedes estancarte, no puedes anular la sensación.
Has tenido que enfrentar el invierno para poder abrir tus ojos, pero ya es
suficiente. Los demás también necesitamos el invierno. Anda, ve y pídete
perdón, perdónate y trae la primavera, para ti el invierno también ya ha sido
suficiente…”
Toda aquella
suave meditación ocurrió de un instante a otro. Cuando la última palabra fue
dicha, la muchacha notó que tenía la cabeza entre las rodillas, y también que
estaba en cuclillas. Levantó sus ojos y miró hacia el frente, veía como se
extendía a lo lejos el valle y cómo unas grises nubes comenzaban a brotar de
agua. La lluvia se acercaba desde lo más lejano, intensa y profunda,
pronunciando siempre una vocal grave y trasparente. Sonreía, pero no con
totalidad. “Bueno, ahora ve hacia el
perdón” escuchó desde su lado izquierdo, giró la cabeza y observó que allí estaba
el hijo del invierno, diciéndole lo que ella –desde una profundidad dispar a la
pasión con el astro- realmente quería oír. Irys se sintió atacada, sintió que
algo en ella moría, pero así debía ser; ahora le tocaba renacer, dirigirse
hacia el perdón. Se levantó, abrazó al hijo del invierno y se dirigió río
arriba. Las nubes le seguían con cierta distancia, pues el trabajo de traer la
lluvia las enlentecía cada vez más.
“¡Al fin! ¡Al fin! Hija nuestra, hermana
nuestra, al fin has vuelto a observar. Ahora que tienes los ojos bien abiertos
puedes ver nuevos cielos…” Así se dirigía el viento, los troncos pálidos y
los frutos secos, las escasas aves invernales y los nubarrones de la época. La
muchacha se había marchado, el agua en sí misma comenzaba a fluir de nuevo,
permitiendo que la lluvia se internara en los valles y quebradas.
Sin
saber precisamente a dónde se dirigía, lo hacía con total convicción, con paso
firme y apresurado y también con buen ánimo. En frente había algo que la
esperaba, había un asunto pendiente que resolver. Así, rozó con su presencia
numerosos pueblos que se escabullían entre sus madrigueras para eludir el crudo
invierno. Finalmente, alcanzó tal altura que llegó a la cuenca que daba origen
al río. Once riachuelos en total componían el alma de aquel grandioso río que
le dio la vida, pero de esas once semillas de agua había una en especial que la
llamaba. Dirigió sus pies hacia el origen lejano, allí donde ya no había hierba
y solo rocas cubrían el paisaje. La altura le permitía observar todo su largo
camino, también cómo es que con toda su encrucijada logró traer el invierno a
todo el valle. “He sido perdonada, me he
perdonado.” Se decía en voz baja, mas un palpitar le comunicó que tan solo
un par de pasos darían fin a su ritual, por lo que siguió escalando hasta
arribar la cúspide y encontró. Su sorpresa fue enorme: un inmenso lago era la
corona de aquella gran montaña que la llamaba; allí ya no había nubes y el
inmenso cielo se reflejaba en el agua. Irys no lo pensó dos veces: se despojó
de sus prendas y se entregó a la piel del agua para ofrendar su arte, su danza.
Puso su pie izquierdo sobre aquel espejo y no se hundió, luego puso el otro y
seguía aún en la superficie. Su confianza se extendió por todo su cuerpo y
entonces danzó ahí, le danzó a los astros, le danzó a aquellos conocimientos
lejanos, danzó para todos los invisibles ojos que había en todos los lugares,
danzó para aquel inmenso organismo que todo lo contiene. Danzó y danzó y con
cada postura más se convencía de que ya era una estrella, de que estaba
entregando a la totalidad algo que ni la mismísima totalidad tenía: su propia
esencia trenzada con su arte, toda su historia. No la tenía porque este era el
momento en que ella misma la estaba construyendo.
Se extendieron
tallos volubles y también zarcillos caulomáticos. Se extendieron raíces y
raicillas, y cuando la fortaleza fue perfecta, aparecieron hojas. Así, la
pasionaria extendió toda su alma hacia el cielo y hacia la tierra, tejió
perfectamente todos los polos, unificándolos y recombinándolos. Una vez que el
universo entero era parte del tejido, brotaron desde los lugares menos
esperados exageradas flores con indescriptibles colores, brotaba la vida,
brotaba sobre la tumba del agua.
El
cielo giró cinco veces sobre Irys y se detuvo, así también se detuvo la
muchacha exhausta. De su piel brotaban cascadas de esfuerzo y terminó por
desplomarse sobre el espejo de agua. Observaba con amor aquel cielo y su gozo
fue mayor. Un último palpitar le llevó a levantar la cabeza y vio que al otro
lado del lago había alguien esperándole. En primera instancia pensó que era el
niño estrella, que la venía a buscar para llevarla al cielo, pero su cuerpo dijo
‘no’. Se levantó son sutileza, se acercó con paz y allí tendió su alma para
recibir la del que tenía en frente: un hijo de la Luna.