En el planeta
de los Sabios Pilares habitaba un sinnúmero de minerales y cristales
de diferentes especies que proliferaban como monolitos en toda la piel de la
esfera. Este lugar correspondía a una de las tantas partículas de cultivo en la
zona del Imaginarium de la misma Lepisma, y en esta exclusiva parte del
universo se daba lugar a los primordios inorgánicos, potentes precedentes de
todas las formas posibles de vida que se vieron abiertas a existir en toda la
historia del vivir. El Silencio, rey
y guardián de los cristales y minerales, era el encargado de mantener un
equilibrio magnético y emocional entre las especies, además de regularizar la
entrada y salida de los variados creadores, quienes osaban a cruzar la línea
del universo para llegar al Imaginarium
y elegir un exquisito surtido de elementos para dar orígenes a formas derivadas
de vida y bajo sus propias condiciones de creación. Un sistema perfectamente
armado y retenido de cualquier degradación que El Tiempo podría aportar ante sus ojos.
En determinado
punto de la trayectoria del planeta, El
Silencio se encontraba algo despistado y no notó que desde lo lejos se
aproximaba un humilde viajero, longevo y colosal, casi del porte de un
monolito. El gigante barbudo se
apresuraba para ingresar en el aura del planeta en busca de un sitio para
refugiarse y recuperar fuerzas luego de varias hazañas por eludir los ataques
de la polilla. En su cansancio, el
vejestorio no emitió ruido alguno al aterrizar; tan solo al poner sus pies
llenos de partículas estelares, el planeta emitió un mensaje de advertencia y
amor, el gigante se encontraba en peligro. Si bien los conocimientos de este
personaje eran inmensos, sus energías estaban ya bastante agotadas y una lucha
con El Silencio le sería imposible,
sin embargo poseía un apoyo anónimo de la
Lepisma, que iba siguiendo sus pasos desde su cuna, pues la historia que se
venía trenzando le parecía inmensamente entretenida y diferente en comparación
con la de otros tantos creadores y dioses del existir. En cuanto el gigante
encontró un silencioso refugio, una deliciosa gruta de cuarzo ruborizado, una
pata de la Lepisma se estiró desde lo
más lejano e impactó con una pradera de cobre. El impacto fue tal, que todos
los creadores que estaban cosechando minerales se desmayaron del susto, mientras
que El Silencio se estremeció hasta
perder la noción de tiempo y espacio. El gigante, sin entender mucho, se había
levantado de su lugar mucho antes del evento, pues ya poseía un extraordinario
instinto para reaccionar ante cualquier aparición que la Lepisma podía hacer en su minúscula vida; al ver la infinita
pata del insecto corrió hasta el lugar que apuntaba la extremidad e hizo un
esfuerzo por esquivar los agudos proyectiles de cobre que salieron disparados
del lugar. De pronto, entre todo este caos terracota, el vejete pudo observar
con claridad cómo es que la pata de la Lepisma
había agarrado algo desde una profundidad perturbadora y comenzaba a jalarlo
con ligereza desconcertante; la escena, que en un momento fue una catástrofe
cualquiera, se convirtió en una espectacular lluvia de agujas de cobre y, desde
el ápice de la pata, se aproximaba un bosque de dendritas que terminó por
cubrir todo el radio visible del gigante. Él no se limitó a reprimir sus
sensaciones ante la increíble transición montada por aquel ser superior, y
entonces notó su error al romper el silencio que El Silencio cuidaba; este guardián volvió en sí y, aun
desconociendo aquel novedoso y lejano bosque de curiosas piedras, se internó en
él con tal de suprimir al intruso. Una persecución muda se reía de los torpes
movimientos de los dos jugadores en el frondoso lecho de piedras dibujadas, las
formas arbóreas bailaban ante las sordas percusiones de los estelares pies del
viejo y los pesados bostezos de los mil pies de El Silencio. Paredes, quebradas, ríos de oro, acantilados, cascadas
de bromo, pilares hierro y unos cuantos lagos de mercurio fueron tan solo parte
de las pistas que llevaron a la presunta presa hacia su destino: un monolito de
ónix. Siguiendo su instinto, el gigante se sentó frente a la grandiosa y
ominosa figura y comprendió el catastrófico silencio que tenía tal mineral en
su corazón. Su boca se abrió y las frecuencias se dignaron a desfilar en
conjunto con una compleja modulación, sílabas ancestrales e historias de antaño
fueron el único recurso que restaba para el gigante, además de su poderosa
retención de los nervios ante el posible final que se acercaba a sus espaldas. El Silencio finalmente encontró a su
presa por obra y gracia de los maravillosos y sentimentales cantos que emitía,
pero justo antes de concluir con su ruidosa vida, el monolito de ónix extendió
veinticuatro extremidades y se dividió en tres ovaladas arañas de pulida
presencia, estos preciosos arácnidos envenenaron al predador muy ágilmente y le
devoraron en un mismo instante. El silencio fue pagado con silencio, los
metálicos octópodos terminaron con una urticante tradición que mantenía limpia
la raza mineral y cristal de todas las impactantes historias que venían por detrás
de algún creador y su ambiciosa empresa por crear vida y un mundo entero bajo
sus yemas.