martes, 30 de abril de 2013

Suspiro eslovaco



Erase un joven que nunca tuvo sus partículas bien adheridas, por tramos de vida se deshacían y le hacían más sublime de costumbre. Su origen se basa en las antiguas palmas africanas, donde los membranófonos solían susurrarle al viento cuanta percusión nacía de aquellos rituales característicos del hombre. El solo vibrar de las sensaciones humanas hacía que de ellas despertara una emoción sumamente particular, que se evaporaba desde la cervical. Si bien estos rituales no apuntaban a su creación, tenían como sucedáneo en delicioso sentimiento de inconsciencia, de allí que nació. De las rondas humanas que se disponían alrededor de una fogata hostil, los cuellos tostados de hombres y mujeres dieron el comienzo al ser viscoso.
Aqueópterix se hacía llamar entre los pocos humanos que podían notar de su presencia mientras estaban en trance, bajo el abrigo de la iboga. El muchacho solía pasear por el país en sus primeras etapas de desarrollo vaporoso, frecuentaba los sectores donde la poderosa raíz era consumida para limpiar los cuerpos de los desdichados bípedos que se polucionaban con los vicios mundanos. Se acostumbró a aparecerse en aquellas situaciones caóticas en las que la mente se les excedía y el cráneo dejaba de ser un filtro de hueso. Además de vivir intensamente con los personajes en tránsito, aprendía de los espíritus del bosque: aprendió de un tigre colosal emplumado; aprendió de un impala con piel metálica y huesos de fuego; aprendió del elefante con aura de humo que decidió cruzar una vez el tiempo; aprendió de la salamandra de los sabores; aprendió de los diablos de la carne. De estos últimos adoptó la singular forma de colorear su cuerpo, con pastas blancas y marrones, haciendo de su figura en espectáculo dicromático de patrones y texturas que graficaban lo más explícito de su ser.
En algún momento de su desarrollo, se encontró con un terreno escondido bajo unas cuevas en las cosas de África. Allí se deslumbraba con lo hermoso de pastizales desmedidos al borde de un acantilado menor. Gozaba de los senderos poco recurridos y los árboles de esbelta figura. Las hojas que se esparcían en todo el espacio eran doradas, verdosas en ocasiones. Este era un lugar ameno, perfecto, se podía estar siglos allí sin tener que pensar. Sin embargo, aún había más, de todos los senderos que conectaban al acantilado, había uno que daba lugar a una esquina rocosa. Aquel lugar era la entrada de alguna choza y tenía cercado gran parte de la entrada, era difícil lograr ver parte de la casa se escurría entre las piedras del lugar y las calurosas hojas que dejaban su árbol. Arqueópetix no se conformó con tener el lugar más idílico y se internó en el sendero que conducía  a las cercas de la estructura. Hubo recorrido apenas unos árboles cuando se percató de una jaula que separaba las cercas y en su interior yacía un hermoso pájaro con corazón de almíbar. El joven no se aguantó las moralidades y tomó la jaula, llevándose al ave magmática entre sus viscosas manos. Una serie de canes comenzaron a lanzar sus gritos de guerra y aterraron al ladrón, pero sólo fue cuando apareció la voluminosa figura de una hiena saliendo de la choza que el muchacho se aterró de verdad. El animal, que más que pelos tenía sombras, le ladró una vez, simplemente se detuvo en el borde de la cerca y se sentó para gritarle en una oportunidad. La sensación del estruendo poco tenía que ver con el oído, pues fue un ruido a nivel ocular y corporal. Arqueópetix se sintió desfallecer y la magnífica ave voló elegantemente. Comprendió el mensaje de los simbólicos animales y tomó su destino de rumbo eterno.
Partió en dirección a Australia, donde saturó sus impresiones con la presencia de las rarezas animales que persistían en el tiempo. Entre tanto desierto que cubría el lugar, las irrealidades de su figura le dirigieron hacia el centro del continente, la razón de éste. Uluru le estremecía colosalmente, la primera piedra de la historia estaba frente a él y le invitaba a escalarla. Arqueópetix tocaba la piedra con un amor inmenso y creyó separarse de toda esa realidad humana que le dio origen, incluso de esa realidad que incluía espíritus y a la hiena que cambió su paradero. Cuando estuvo en el lomo de la gran roca, las percepciones fueron distintas. Se encontraba con que la piedra era una isla en medio de un mar de nubes, un mar lento. El muchacho y la piedra meditaban largamente sobre el mundo que se encontraba allí abajo, la sabia figura rocosa le mostraba sus minerales y el joven le mostraba sus texturas. Los dos viajaban constantemente por las colonias de vapor y dibujaban en sus cráneos, de cristal y seso, los paisajes que lograban divisar desde las cordilleras, los géiseres, los valles, las tormentas.
Uluru y Arqueópetix decidieron ir a pasear por las nubes de los alpes, el muchacho logró fijar su vista en una ausente mujer que paseaba por los bosques eslovacos. La fémina, a pesar de su notable juventud, tenía el cabello blanco y desganado. Increíblemente, ella lo miró. Pupila con pupila se lanzaron unas dolorosas flechas fibrosas, que alcanzaron a convertirse en una señal eléctrica intensa para las humanas neuronas de su ser y un fuerte estruendo de percusión para el muchacho. Lo que sentían era amor. Arqueópetix se bajó del lomo de su rocoso compañero para tomar la mano de la friolenta damisela, fueron al bosque y cenaron infantes, aquellos que no tendrían futuro útil. Con una charla muda, él tomó una flor azul, adornada con espinas y la sostuvo entre las manos de ella, de manera que su sangre tibia pudiese interactuar con la irregular forma del sublime. Ella sintió renacer de un dolor exquisito. Prepararon un brebaje dentro de un almirez y se lo sirvieron en medio del bosque. El ritual inventado por la pareja de mudos despertó en él la idea de crear un hogar eterno para ellos dos, dándole honor a aquél ave que le indicó hacia dónde dirigirse, dónde encontrar a tan infausta figura femenina que podía ser completada con todas las bellezas del mundo aborigen que tenía en su viscosa interioridad. El hogar improvisado resultó ser una choza móvil, que se basaba en las delgadas patas de algún pájaro corredor. No tendrían que pedirle a Uluru que los llevase por las nubes cuando quisieran recorrer las frondosas tierras.
De tanto recorrer los terrenos bajos, encontraron un lugar muy lejano de donde venían. Un lugar que correspondía a una cueva de minerales extravagantemente ordenados, dispuestos de forma helicoidal y dirigidos hacia un centro. En el fondo del pasaje se encontraba una gruta de donde se filtraba agua desde alguna superficie y más allá se podía visualizar otra salida. La pareja, aún sin hablar, se sumergió en el estanque y notó como cada parte de sus cuerpos se hacía concretamente irreal. Para ella era todo nuevo, sin embargo para Arqueópetix todo esto fue un reencuentro con alguna sensación anterior.  Se encontraban al interior de la choza que una vez alcanzó a divisar desde lejos, a través de una cerca. Notó aquello en el preciso momento que la hiena se mostró justo por encima del estanque. Esta vez no hubo ladrido, sino que el animal lanzó un aullido ofuscado y con algo de dolor. Él tomó la mano de su bella y le regaló recuerdos de toda la variedad de maravillas que faltaba por vivir juntos. Se escapó del agua y caminó al lado de la hiena con su sombrío pelaje.
Baba Yaga se hizo llamar, porque fue lo único que pudo pronunciar a su amado antes de separarse incoherentemente de él. Cayó en pánico y decidió esconderse en los frondosos bosques rusos para buscar los ingredientes del potente brebaje, para encontrar una vez más el lugar al que llegaron y del que robó agua de vida y muerte. Ella se desplazaba tanto en su casa con extremidades propias, como dentro del almirez que utilizaron una vez. Siempre que comenzaba a olvidar la imagen de su eterno Arqueópterix se cenaba a un inútil infante, de manera que la sabia y macabra decisión gastronómica de sublime le trajera reiteradamente a la mente los recuerdos que le fueron otorgados mediante la sangre roja, los pétalos azules y las amarillas percusiones. Baba Yaga envejecía en medio de un bosque que le prometía convertirla en leyenda, mito y mentira, tal como eternamente lo era su amado hombre.



domingo, 14 de abril de 2013

Miscelánea


Yanartaş no es más que una humilde muestra, ocultada en el Olimpo, del alucinante origen de las quimeras. Las scheffleras que es posible encontrar en la vívida piel de América son la leve ilustración de las que habitan en el nido de las quimeras. El río Tinto y el río Aqueronte imitan, cada uno por su parte, lo que hidrata y meteoriza ese llamativo y burbujeante mundo de las quimeras.
En el comienzo, un astro con calidad de infante fue asustado por una corrosiva lluvia de rocas. El polvo cósmico provocó la titubeante atmósfera en la flameante existencia, dejando en su superficie una gruesa capa de tierra habitable. Pronto, el potente centro gravitacional del planetoide fue interviniendo con el futuro de la vida, de manera que cada forma de vida que residía y evolucionaba en este lugar era finamente seleccionada. El astro curaba sus miedos haciendo de su superficie un espectáculo de diseño y textura: sólo había un continente, primitivamente estratificado por las primeras vidas que trabajaban en el mar y sobre la tierra del lugar; el estromatolito de tamaño continental estaba rodeado por un océano dicromático, intervalos de agua sumamente mineralizada para el versátil terracota y agua mundanamente espiritualizada para el gris verdoso (de allí que el río Tinto y el río Aqueronte sacaron ideas para su existir, este último no explicó a los hombres la función de llevar las almas de los muertos a un posible espeluznante inframundo); sobre la capa estromatolítica del continente se encontraba una variedad abrumadora de las scheffleras, que partían abrazando la porosidad del suelo y luego levantaban sus raíces con carácter helicoidal, finalmente y a gran altura sus elegantes troncos y hojas adornaban la atmósfera con pigmentos tornasolares; las raíces de los árboles daban al terreno una imagen sucedánea de manglar, pero luego son visibles aquellas rocas flameantes,  Yanartaş mil veces potenciado, terrenos intermedios que hacían de la oscuridad nocturna un silencioso foro de piedras locuaces, lumínicamente  hablando.
De todas las cadenas evolutivas posibles en toda la grandeza del universo, el astro eligió una que concluía con las quimeras. Estos estrafalarios animales, maravillosamente combinados en el azar cromosómico, se alimentaban de las otras formas de vida, voluntariamente entregadas como ofrenda a tanta belleza; incluso las scheffelas se alteraron al punto de dar bayas, con la única misión de dar un sabroso ofrecimiento al espectáculo visual y tetrápodo. Ellas, por su parte, se reproducían y dejaban sus huevos en las piedras flameantes mientras organizaban una millonada de espectáculos para el momento en que los recién nacidos derrumban el cascarón. Entre todas ellas organizaban un código del bienestar, cantaban a todos las demás expresiones de vida cada molécula vibrante de conocimiento. Siempre que la variable órbita (que hacía del astro un cuerpo celeste enamorado del arte náutico) se acercaba a una colonia de asteroides, el canto de las quimeras armaba al planetoide de una envergadura irreal, una atmósfera hostil defendía al planeta de cualquier colisión, todo en el astro se inspiraba para proteger al hogar.
De allí que las quimeras tienen formas físicas tan extravagantes, para acompañar estilísticamente el experimental canto moral, armadura oscilante y esférica de la estrella frustrada.