viernes, 18 de noviembre de 2016

Ékfrasis

...Amaneciendo, en lo más profundo estallaba una estrella. Reventaba en fulgor, pero también reventaba el silencio y la oscuridad a su alrededor, escurriéndose hábilmente por entre cada uno de los rayos y flechas lumínicas que despedía la muerte del coloso. Aquellas entidades lejanas a la tibieza de un astro se apresuraron para colonizar las nuevas regiones, para proliferar con flora y fauna característica de sus propias materias. El sistema no se volvía más simple, sino que más complejo, puesto que la manera en que estallaban las estrellas, allí en lo más profundo, era la manera en que florecían los extremos más australes de un críptico palpitar... Tan críptico es el palpitar que no se puede comprender bien cuál es su dinámica, su composición, ni hasta
donde llega, ni de dónde viene, ni cuando acaba, ni cuando comienza, ni por qué palpita, ni por qué no se detiene.
...Retomando, allí mismo donde reventó la floración, fue donde la incipiente esporulación de la estrella se hizo presente. Allí mismo, incluso en lo más profundo, había un momento para el templo de los humores, allí mismo, donde la difunta estrella invocaba el incienso de su fertilidad. invocaba también las raíces de su propia mente, dejaba al descubierto toda su fragilidad racional y se entregaba nada más al flujo y dinámica que oponía el críptico palpitar.
...Profundizando, por entre tantas sustancias serpenteando en lo más profundo, por entre tantas voluntades con tan diversas direcciones, se logró establecer una de esas esporas astrales. Halló su lugar entre el precipicio de sí misma y el apego al cambio. La espora oía el palpitar en lo críptico, muy lejos, muy lejos de lo más profundo. Pero también oía el palpitar muy cerca, tan tan cerca que parecía ir más profundo que lo más profundo. No podía ir más allá de lo más profundo, por lo que concluyó que se encontraba en lo más profundo de sí mismo.
...Confusión, confusión al observar dos senderos tan distintos, tan alternos, paralelos y sin intersección alguna. Infinitamente hacia el interior e infinitamente hacia el exterior. Cómo resolver tal situación, cómo abarcar ambas posibilidades al mismo tiempo. Aquel presente de la espora no era un presente realmente, pues tenía su racional raíz dispersa entre el pasado de una estrella y el futuro de un universo.
...Resolución, la espora se determinó a limitar sus cuestionamientos, detuvo el avance pasional de una raíz frágil y emprendió vuelo, entre su follaje y su nueva voluntad: el presente mismo. Nada de si misma cambiaba de lugar, sino que absolutamente todo mutaba a su alrededor. Ya no existía un lugar más profundo, ni tampoco aquel espacio colonizado por el silencio y la oscuridad (ni, lamentablemente, toda la exquisita flora y fauna inherente). Ante esto, sólo había presente. Ya no había espora propiamente tal, había escamas, plumas, viento, agua, respiración y sol.
...Conclusión, desde lo más profundo, brotaba una estrella.

sábado, 30 de julio de 2016

Al migrar con instinto leñoso

Es cosa de detenerse ante la frugivoría, cuestionarse un momento las propias conductas y replantearse las infinitas posiblidades de adoptar o dejar costumbres. Así, un animalillo se dispuso a bajar de la frondosa arboleda, porque quería percibir los rayos del sol en su aspecto más sincero, sin tener aquella cariñosa y sabia interpretación que proponía constantemente el follaje.  
"Las plantas son más sabias, por ello escuchan y beben del sol mucho antes que cualquier otro ser. A ellas les ha enseñado la piedra, y a éstas les ha enseñado la mismísima existencia", así se dirigía el instinto al animalillo, intentando introducirle aquella semilla de misterio que germinaría, algún día en su vientre, como un profundo deseo de búsqueda y evolución. Y así ocurrió, bastó con que aquel pellejo tapizado de colores cálidos y guerrilleros se dispusiera a comer de un árbol del que pocos animales se alimentaban. Aquel árbol entregaba unos frutos cuya cáscara era gruesa, amarga, astringente y con una especie de recubrimiento pubescente que irritaba los tractos digestivos. Algunos esperaban a que sus frutos calleran y comenzaran a podrirse para vertir en sus entrañas el contenido, otros utilizaban afilados miembros para romper la terquedad del fruto. No obstante, había otros animales que eran lo suficientemente pacientes y lo suficientemente atrevidos, puesto que no iban directamente al fruto, sino que buscaban una instancia de tranquilidad en la base del árbol y le conversaban, le convencían de ser merecedores de aquel trozo de vida. Sólo entonces escalaban por el tronco, por el sendero que el mismo árbol les señalaba, y se dirigían al fruto, que se abría ante ellos. De esta manera, el animalillo en cuestión, guiado por el diálogo de su instinto, fue hasta el cuello de uno de aquellos árboles, muy vigorosos en aquella selva,y comenzó a cabar un poco con la única intención de encontrarse con la piel más sincera del árbol, su mismísimo cerebro. Puso una pata en el primer fragmento de raíz que encontró y se dispuso, sólo entonces, a entonar las canciones de realidad que se encontraban alojadas en su interior. La raíz le reconoció como un hijo más, muy sutilmente comenzó a expeler una fragancia amarga que terminó por descolocar al pequeño cuadrúpedo. La situación fue finalizada cuando uno de los frutos calló sobre él, impactándole en el cráneo, pero afectando únicamente la continuidad del asunto y, a su vez, la continuidad del fruto, que luego se entregó al suelo  maquillado de hojarasca, provocando un gran contraste en colores y presentando de par en par la pulpa, verdosa, brillante y suculenta. No tardó en hundir el hocico en el banquete, en ingerir aquel producto final y refinado, que a su vez era también una responsabilidad. "Lleva mi desendencia a ese lugar en el que deseas recibir la más sincera luz del sol, puesto que allí es donde deseo beber y escuchar del astro. Lleva mi desendencia lejos de esta comodidad, porque allí es donde mi deber es pulir la tierra y ser portal entre vida y muerte, entre lucidez y sueño..." . Así habló el árbol al instinto leñoso, y así habló el instinto leñoso al animalillo. Luego, equivalente a un rápido análisis lógico, el instinto leñoso consideró una mano, una de entre todas las posibles de aquella hidra de raíces,  la mano que apuntaba hacia el más lejano límite de los miedos, allí, precisamente donde se acababa la selva. De esta manera, en cuanto aquel animalillo -un precioso coatí vestido de guerra- se dirigía en la dirección de su instinto, su instinto seguía la dirección de la raíz; a su vez, la raíz del árbol vertía en sí misma la lógica de la piedra digerida y la palabra solar, brutal y burda. Sin saber quién o cuál era consecuencia del otro, el asunto ya estaba así desde el comienzo: quizá un árbol dio comienzo a la selva para que el coatí en cuestión llevase las semillas hacia las vertientes del sol, o bien, el coatí nació como tal después de haber reencarnado con anterioridad en infinitos personajes que, al final de su camino -el que llamamos 'presente-, terminarían por otorgarle un sendero que desde un comienzo estuvo trazado. Es un error limitarse a estas dos opciones, puesto hay una infindad de éstas como senderos en la selva, como pelos en la piel del coatí, como divisiones en el cerebro del árbol. No obstante, fuera una de éstas la verdad o no, el coatí iría por ese sendero de instinto y leña y la selva seguiría su ritmo, no se detendría a observar y alabar al coatí por dirigirse hacia donde le corresponde dirigirse. Y aunque parezca duro desde esta perspectiva, la vida descrita es sólo una cadena de favores, donde si se olvida cuál es el favor original, se olvidará el favor final.
Ante el paso del coatí, mientras se abría cada vez más la selva, mientras la humedad disminuía, mientras los cantos de aves impactaban cada vez menos entre sí, hojas caían tras su andar, cortinas de luz y sombra danzaban con la brisa creciente, cerrando un millón de ciclos, combustionando los otros caminos posibles y probables.

lunes, 15 de febrero de 2016

Pasionaria



             
Cuentan los centinelas astrales que en los cielos hay dos tipos de estrellas: las estáticas y las cinéticas. Estas últimas, los niños-estrella o Yaoxantii (del qudú antiguo), eran paridos por las estrellas estáticas cada vez que el universo pulsaba por la vida. Las madres, colosales y de movimientos burdos y pestañeares a largo plazo, contaban a sus hijos la historia de la diferenciación, de tal manera que fuese en ellos la decisión respecto a la cinética o a la estática. Así, un grupo menor de estrellas se entregaba al movimiento, a la libertad desmedida a cambio de ser poseedores de un sistema, a ser parte del paisaje sideral o formar parte del abecedario de los cielos. Se movían en tribus por las distintas regiones de todo lo existente, iban jugando y creando milagros, utilizaban toda la energía que poseían en su interior – dado que eran en potencia patrones de sistemas planetarios –, trayendo así a la realidad las consecuencias de la imaginación y la compasión, utilizando como medio materiales nativos de lo inexistente.
                En los valles de altura que se daban entre los caprichosos pliegues geográficos de Omilen antü, un planeta rodeado por siete satélites solares y siete satélites lunares, se dio origen a diversas culturas que leían los cielos, entre ellas los reconosidísimos Baal-qatsis. Solían leer con belleza, entendían con maestría las complejas metáforas que se interpretaban de los ‘nudos estelares’ y también disfrutaban ofrendando arte y tiempo. Se comentaba también, entre todas las culturas restantes, que en tres ocasiones anteriores, cada una en una respectiva época del planeta, los niños estrella conectaban con uno de sus integrantes o incluso con los pueblos enteros.
                Irys, una muchacha de la tribu de los valles bajos, estudiaba los cielos y también otros mundos, como aquel que hay entre los tupidos follajes de diversos frutales o como aquellos que se esconden entre la cabellera radicular de especies aromáticas. Anhelaba en silencio la ofrenda del arte, deseaba con profundidad experimentar los cielos como si fuese su propia carne y respirar también aquel aire superior al ritmo cardíaco del universo. Así, cada vez que la noche era sincera y las siete lunas coincidían en el paisaje, susurraba para sí y para el cielo entero canciones de amor profundo:
“Hubo en  la cola del Bennu una estrella que vino a saludar al pueblo,
Así, les trajo la tierra y las semillas, la música y la danza…
Hubo entre el plumaje del Tentuu una estrella que vino a cantar con un abuelo,
Así, trajo al mundo la escritura y el papel, el juicio y la poesía…
Hubo una escama del Kayrú que cargaba una estrella,
Así, se acercó a la tierra y enseñó a su gente la siembra de los muertos…
Hubo en una flor del Fayrú una hermosa estrella,
Una estrella azul…”
                En la época estival las culturas de los valles solían disfrutar en comunidad el nacimiento de la noche, por lo que familias enteras dejaban sus labores cuando el crepúsculo se hacía presente con la única intención de saludar con el corazón la llegada de las estrellas. Una noche temple, Irys dejó atrás a su pueblo en los valles bajos y caminó apresuradamente río arriba, con el corazón latiendo fuerte y la garganta palpitante: un augurio le abordaba. Alanzó así, con el cuerpo acelerado, un monte llano y amable, se escurrió entre la hierba y se desplomó en la cúspide. Allí, mirando las alturas estelares, se dedicó a recitar con convicción aquella canción a la que recurría constantemente. Cuando llegaba por quinta vez al inconcluso final, una mano tomó su mano izquierda, paralizándola completamente. “¿Y qué pasó con esa estrella azul?” susurró alguien al oído de la muchacha; ésta, con brusquedad giró su cabeza y se encontró con un fulgor azul, era un Yaoxantii sentado a su lado, con su cuerpo brillante y su cabeza de asteroide. La estrella la observaba con amor, esperaba una respuesta a su pregunta, pero Irys no supo qué responder. El niño estrella al notar que la mortal se encontraba totalmente pasmada, se recostó a su lado y comenzó a hablarle de los cielos:
                “He recorrido tanto, he recorrido tanto con mis hermanos… Fuimos a las esquinas del universo y allí jugamos entre las telas neuronales, dicen que son las arterias del conocimiento que hay en el universo. También he cruzado numerosos vórtices…¡Supieras los maravillosos colores que habitan allí! ¡Indescriptibles!... He conocido tantos planetas, tantas pieles distintas, tantos organismos equivalentes, la convergencia entre las formas, la lógica de la vida, tanto, tanto…”
                De esta manera relataba el niño estrella a su oyente, que se encantaba a cada momento de aquel lenguaje tan lejano, de aquellos conocimientos tan remotos, de aquel ser completamente cargado de viajes y curiosas experiencias. Se sentía una afortunada de haber sido visitada por un Yaoxantii, pero olvidaba que no era más que una visita.
                Cuando comenzó a amanecer, la muchacha ya había sido saturada de tantas historias extraterrestres, por lo que el sueño comenzaba a atacarle. Paralelamente, el niño estrella comenzó a inquietarse por no poder comentar todo cuanto quería, pero debía marcharse antes de que la noche se acabase. Partió del lado de la muchacha de un único salto y desapareció en el cielo que aclaraba cada vez más, cubriendo con sábanas de luz a las demás estrellas que había en el cielo. “Es hora de dormir…” se decía Irys para si misma, cerrando los ojos y con una inmensa sonrisa en todo el cuerpo.
                Varios días frecuentó Irys aquel monte para encontrarse con el Yaoxantii, mientras que este también se aparecería cada noche y se retiraba al amanecer. El verano corría rápido cuando se conversaba toda la noche, de manera que el otoño no tardó en hacerse presente. Los árboles que rodeaban el monte cerraron sus hojas y cubrieron el suelo de abrigo vegetal; los frutos que no se entregaron al abismo se secaron en las ramas como guirnaldas de una festividad tenebrosa. El follaje en los árboles era cada vez menos evidente, al igual que la presencia de Irys en su pueblo. Todos sus familiares extrañaban a la muchacha soñadora, extrañaban encontrarla cosechando frutos o estudiando insectos, extrañaban su presencia en los debates sobre las interpretaciones de los cielos y también sus cantos. La muchacha pasaba durmiendo de día, al atardecer se marchaba lejos y no volvía hasta el amanecer.
                La rutina agotaba la vitalidad de Irys, se escapaba de los soles y sólo dejaba que las lunas recorriesen su piel. La palidez de los astros se adueñó de su piel y una mirada lejana también le abordó, pero esto no importaba a la muchacha, para ella todo era justificable entre el conocimiento del niño estrella y el amor que había criado por él. Sin embargo, el frío del otoño repelía al muchacho, haciéndole cada vez más ausente por las noches.
                Cuando el invierno tomó su lugar en el presente, intentaba no ser tan crudo para no despojar de la vida a aquella muchacha que por las noches se recostaba en un monte. Entristecido, el invierno la veía tiritar y dirigirse rápidamente a la muerte. “Esta muchacha se está entregando a los cielos, sin considerar que aún no es un astro…” se decía el invierno, pero no podía hacer entender a Irys dado que no hablaban el mismo idioma. No obstante, el invierno (al igual que todas las estaciones) era sabio y piadoso, por lo que buscó una solución: envió a uno de sus hijos para que le hablase en qudú.
                Irys retomó aquel crepúsculo su espera profunda, tan solo al separar sus párpados. Su cuerpo ya había memorizado a la perfección la rutina: ignorar cualquier otra entidad que no fuera aquel Yaoxantii, ignorar cualquier otra palabra que no sea aquella que proviene de las carnes mismas del estrellado cielo, ignorar cualquier otro estímulo que no fuera aquel estímulo tan deseado por su corazón. La vida se le hacía extensa, llana y pasiva; el arte ya no fluía, pues la muchacha lo estaba ahorrando todo para mostrarle al Yaoxantii su gran obra –ella misma en sus distintas formas-. Así, con este laberíntico régimen ideológico se entregó una vez más a la noche y al cielo estrellado. Hubo de llegar a la cúspide del monte para decepcionarse intensamente: esa noche estaba nublado. La vaporosa familia de agua estaba ahí estancada. “¡Un pantano está cubriendo mi cielo!”, gritaba encolerizada hasta los extremos más caprichosos de sus rizos, lanzaba alaridos a todo el silencioso paisaje, reclamaba hasta ensordecerse a sí misma por lo fuerte de su voz. Aquella tormenta interna, aquella lluvia de emociones desagradables terminó por agotar a Irys, adormeciéndola y dejándola en un repentino espacio propio y solemne. Pudo apreciar cómo, con graciosa lentitud, la familia de nubes se desplazaba hacia el norte; pudo escuchar una leve brisa acariciando las hierbas secas y arrastrando las últimas hojas que aún se aferraban a las ramas durmientes. Sólo entonces, cuando sus ojos se fijaron en el paisaje, notó que la sequía había colonizado todo el valle. Recordó entonces que ya no era verano, sino que era invierno profundo y las lluvias y ventarrones no se habían asomado. Se entristeció, se perdió en el pasado aquellas orquestas ornitogéncias, también se quedaron atrás las noches despejadas y la brisa amable, las flores y los frutos eran un mito en este punto. Luego inhaló y exhaló pausadamente, y notó que no era únicamente el verano lo que se había escapado de sí misma, sino que también el otoño. Ya no podría observar la maduración tardía de algunos frutos, o zambullirse en la lluvia ocre de hojas,  no podría maravillarse con las numerosas especies que migraban hacia el bien. Nada de aquello podría volver a sí, porque ella no estaba fluyendo con el tiempo, ella no estaba migrando. Se entristeció, la lluvia no llegaba y si ella no venía, tampoco vendría la primavera y las flores, no vendría otra oportunidad de ver al Yaoxantii mientras el frío se quedase aquí, mientras la belleza obvia y burda no se hiciese realmente presente.
                “Irys, te has quedado demasiado tiempo en el recuerdo del Yaoxantii. Estás olvidando el disfrute propio. ¿Qué ha pasado con tu arte? ¿Dónde está tu danza?... El verano entero estuvo esperando por tus movimientos, por tu metáfora corporal. El cielo entero esperó hasta el otoño para enorgullecerse de tenerte como hija, como una postulante al cargo de Sol. Incluso el mismísimo otoño te preparó senderos foliares para que los recorrieses aprendiendo, descubriendo, disfrutando con cuanto se te cruzase. Así como descubrías mundos y sentías goce, los mundos confluían en tu vida para sentir goce de ser descubiertos… Irys, no estás permitiendo que el flujo fluya. Eres agua, eres emoción, no puedes estancarte, no puedes anular la sensación. Has tenido que enfrentar el invierno para poder abrir tus ojos, pero ya es suficiente. Los demás también necesitamos el invierno. Anda, ve y pídete perdón, perdónate y trae la primavera, para ti el invierno también ya ha sido suficiente…”
                Toda aquella suave meditación ocurrió de un instante a otro. Cuando la última palabra fue dicha, la muchacha notó que tenía la cabeza entre las rodillas, y también que estaba en cuclillas. Levantó sus ojos y miró hacia el frente, veía como se extendía a lo lejos el valle y cómo unas grises nubes comenzaban a brotar de agua. La lluvia se acercaba desde lo más lejano, intensa y profunda, pronunciando siempre una vocal grave y trasparente. Sonreía, pero no con totalidad. “Bueno, ahora ve hacia el perdón” escuchó desde su lado izquierdo, giró la cabeza y observó que allí estaba el hijo del invierno, diciéndole lo que ella –desde una profundidad dispar a la pasión con el astro- realmente quería oír. Irys se sintió atacada, sintió que algo en ella moría, pero así debía ser; ahora le tocaba renacer, dirigirse hacia el perdón. Se levantó, abrazó al hijo del invierno y se dirigió río arriba. Las nubes le seguían con cierta distancia, pues el trabajo de traer la lluvia las enlentecía cada vez más.
                “¡Al fin! ¡Al fin! Hija nuestra, hermana nuestra, al fin has vuelto a observar. Ahora que tienes los ojos bien abiertos puedes ver nuevos cielos…” Así se dirigía el viento, los troncos pálidos y los frutos secos, las escasas aves invernales y los nubarrones de la época. La muchacha se había marchado, el agua en sí misma comenzaba a fluir de nuevo, permitiendo que la lluvia se internara en los valles y quebradas.
                Sin saber precisamente a dónde se dirigía, lo hacía con total convicción, con paso firme y apresurado y también con buen ánimo. En frente había algo que la esperaba, había un asunto pendiente que resolver. Así, rozó con su presencia numerosos pueblos que se escabullían entre sus madrigueras para eludir el crudo invierno. Finalmente, alcanzó tal altura que llegó a la cuenca que daba origen al río. Once riachuelos en total componían el alma de aquel grandioso río que le dio la vida, pero de esas once semillas de agua había una en especial que la llamaba. Dirigió sus pies hacia el origen lejano, allí donde ya no había hierba y solo rocas cubrían el paisaje. La altura le permitía observar todo su largo camino, también cómo es que con toda su encrucijada logró traer el invierno a todo el valle. “He sido perdonada, me he perdonado.” Se decía en voz baja, mas un palpitar le comunicó que tan solo un par de pasos darían fin a su ritual, por lo que siguió escalando hasta arribar la cúspide y encontró. Su sorpresa fue enorme: un inmenso lago era la corona de aquella gran montaña que la llamaba; allí ya no había nubes y el inmenso cielo se reflejaba en el agua. Irys no lo pensó dos veces: se despojó de sus prendas y se entregó a la piel del agua para ofrendar su arte, su danza. Puso su pie izquierdo sobre aquel espejo y no se hundió, luego puso el otro y seguía aún en la superficie. Su confianza se extendió por todo su cuerpo y entonces danzó ahí, le danzó a los astros, le danzó a aquellos conocimientos lejanos, danzó para todos los invisibles ojos que había en todos los lugares, danzó para aquel inmenso organismo que todo lo contiene. Danzó y danzó y con cada postura más se convencía de que ya era una estrella, de que estaba entregando a la totalidad algo que ni la mismísima totalidad tenía: su propia esencia trenzada con su arte, toda su historia. No la tenía porque este era el momento en que ella misma la estaba construyendo.
                Se extendieron tallos volubles y también zarcillos caulomáticos. Se extendieron raíces y raicillas, y cuando la fortaleza fue perfecta, aparecieron hojas. Así, la pasionaria extendió toda su alma hacia el cielo y hacia la tierra, tejió perfectamente todos los polos, unificándolos y recombinándolos. Una vez que el universo entero era parte del tejido, brotaron desde los lugares menos esperados exageradas flores con indescriptibles colores, brotaba la vida, brotaba sobre la tumba del agua.
                El cielo giró cinco veces sobre Irys y se detuvo, así también se detuvo la muchacha exhausta. De su piel brotaban cascadas de esfuerzo y terminó por desplomarse sobre el espejo de agua. Observaba con amor aquel cielo y su gozo fue mayor. Un último palpitar le llevó a levantar la cabeza y vio que al otro lado del lago había alguien esperándole. En primera instancia pensó que era el niño estrella, que la venía a buscar para llevarla al cielo, pero su cuerpo dijo ‘no’. Se levantó son sutileza, se acercó con paz y allí tendió su alma para recibir la del que tenía en frente: un hijo de la Luna.

sábado, 23 de enero de 2016

Bitácora

"Qué bella, qué inmensa es tu piel ominosa y estrellada..." exhalaba aquel hijo del Sol, quien en su vientre traía una semilla mineral, mientras deleitaba sus ojos con un lejano cielo que solía esconderse entre los vahos de polución. La urbe poseía centinelas en cada uno de sus irregulares rincones, los había burdos y los había sutiles; mas, por entre las columnares colmenas humanas solía brotar nuevamente la consciencia dentro de entidades antropomórficas para quienes la lucha por mantenerse despierto se extiende más allá del pensamiento, alcanzando las fronteras de la acción y extendiéndose por los cilios de la influencia, la radiación aural.
"Cada cual tiene su propia forma de combustionar, los hay quienes germinan, los hay quienes cristalizan, los hay quienes nacen y quienes paren, los hay quienes eclosionan, los hay quienes queman."  así se dirigía semilla mineral a un hijo de la Luna, aquel quien en su vientre traía una semilla geométrica azul. "Y quien prende su fogata, quien combustiona su propia esencia debe enfrentarse al mundo e iluminado, mientras defiende su fuego... Para algunos el mundo es un túnel profundo, para otros una densa selva, para otros un gélido bosque, y tantas otras variadas especies de oscuridad que acompañan a cada consciencia. Aquella oscuridad, aquella falta de luz es también un apoyo." respondíole el lunar, mirándolo por entre el iris y descubriendo, mimetizados entre los laberínticos tonos de negro propios del vientre de la pupila, algunos de los 'mundos' en los que el solar instintivamente llevaba su fuego.
Aquella noche, un pulso visceral resonó en semilla mineral, y, dada su naturaleza, recibió aquel suceso como una batalla que rendir, una misión que cumplir, una orden venida de las autoridades del universo. "Las estrellas me han hablado y me han pedido que valla."  le comentaba el solar al lunar, con una invitación inherente e invisible. Semilla geométrica retuvo las palabras entre sus habilidosas falanges e inquietos metacarpos, resultando en una propuesta como respuesta: irían dónde las estrellas indicaron. Decidieron entonces eclipsar y al amanecer partirían, pondrían sus pies en el camino, estrellado como el cielo, y se encontrarían con alguna profecía no nombrada.
Se levantaba el fulgor solar por encima de la cordillera y progresivamente se recogía la alfombra de sombra desde sus extremos más lejanos, permitiendo a la luz inundar la cuenca, el nido de la tosca urbe. Aquella mañana el aliento de la ciudad era más tóxico de lo común, dificultando el goce de los pulmones y también intimidado el pestañear de la nariz. Semilla geométrica y Semilla mineral dirigieron sus pasos hacia el lugar indicado: las vísceras del matorral, por lo que tuvieron que recorrer respirando pausadamente por entre los troncos muertos de la sociedad, escapando de los núcleos comerciales y también luchando con la fuerza de un peculiar magnetismo llamado pereza. Así, tras cruzar algunas cepas que componen la totalidad de un día, llegaron finalmente a los pies del matorral. Se internaron entre los interrumpidos parches vegetales y sentían claramente la presión de numerosos ojos.
"¡Asómbrate, querido lunar! Aquí mismo crecen los pilares de la vida, los pulmones de la tierra, el iris del Sol " decía con un entusiasmo terracota el solar y como para educarse a sí mismo comenzó a nombrar tcon cariño el nombre por convenio que los antropocentristas pusieron  sobre cada especie: "Una Acacia caven...¡Hermosa!... Una Quillaja saponaria, una Lithraea caustica, un Baccharis no-se-qué...linearis tal vez...¡oh! Un Ailanthus altisima, exótico lamentablemente...¡oh! ¡Citronella mucronata! Pensé que ya no se aparecerían, están enojadas con estos tiempos...". El bosque esclerófilo miraba con atención a los dos viajeros, pero semilla geométrica poco disfrutaba e esto, pues las pequeñas entidades que tienen la costumbre de llevar los huesos por fuera estaban saturados de curiosidad ante la lógica lunar, llenándole de visitas fugaces y adornándole con delicadas costuras aracnoideas. Semilla mineral cuestionaba la actitud de semilla geométrica, pero éste le respondió con sabiduría: "He venido al matorral contigo porque contigo tengo que enfrentar este miedo. He venido porque así los árboles y los bichitos me mostrarán que no son mis enemigos. Estoy en tu selva, estoy en tu medio, pero también hemos venido juntos porque a ti también te corresponde cruzar una selva.". El solar no comprendió completamente, y fue entonces cuando el lunar comenzó a hablar sobre la defensa del fuego. "Has invertido todo tu tiempo en decorar tu vida, has cubierto las paredes de tu burbuja con religiosidad y mucho arte, pero afuera sigue siendo un pantano. No puedes quedarte en silencio, no puedes eludir aquellos razonamientos que cuestionan el equilibrio de tu burbuja. De lo contrario, querido solar, llegará un momento en que tu cosmogonía, cierta y útil, se aleje tanto de la realidad del pantano que jamás podrá reflejar en el lodo y en las húmedas cortezas la realidad que quieres. No construyas un mundo con materiales que no existen.". Semilla mineral cerró los ojos, había sido derribado por un miedo social del que escapaba hace ya varios años. "Esto lo has logrado por venir como una flor en la mano izquierda del amor..." se dijo. Lunar continuó: "No puedes llegar al mundo anunciándote como utópico. Tu palabra es tan concreta como concreta sea tu determinación. Comenzar diciendo que eres una fantasía automáticamente te elimina como elemento de la realidad. Tienes deberes, deberes reales y debes llevarlos a cabo con acciones reales...". 
La conversación fue interrumpida cuando se toparon con un agradable santuario en el bosque: las gramíneas y brásicas, ambas con sus esqueletos secos y con la progenie bajo un profundo sueño llamado dormancia, decoraban irregulares pasillos entre los pilares perennifolios que, valientemente, enfrentaban el verano con rústicas flores. En ese punto, el lunar, observando el efecto de uno de sus grandes poderes sobre el solar, uno al que le llama 'de-construcción', le ofreció un retiro neuronal después de tan densa verdad: sacó de su equipaje algunas flores secas del 'Sueño de Moloch', a lo que el otro reaccionó y desenvainó algunas hojas secas de la misma planta. "Es hora de la combustión", se dijeron con la mirada. Una ofrenda musical de parte del Murchunga dio comienzo al ritual y entonces entraron al sueño de la hiperconección. En este camino, semilla mineral comenzó a recitar el nombre de los otros habitantes de aquel templo vegetal: Milvago chimango recita estruendosas oraciones, Sturnella loyca canta con sabiduría, Troglodytes chilensis se pasea con elegancia por entre sábanas de aire... Y yo aquí ofrendo mi sangre a los hematófagos para que mi alma forme parte de las venas de este bosque."

sábado, 2 de enero de 2016

Rechaka



 Era de noche, en un comienzo. “Este no es el verdadero comienzo, yo te hablaré del verdadero comienzo”, dijo aquel maravilloso árbol a un Yao-xantii, un niño estrella. Aquella noche, el firmamento estaba tranquilamente sostenido por sí mismo; aquella noche la totalidad del organismo se encontraba en paz, en silencio, pero meditaba sobre cuánto había avanzado en desarrollarse a sí mismo. Aquella noche había una tranquilidad total, un receso en el caos.
Soles, lunas, asteroides, nebulosas y estrellas estáticas respiraban colosal y profundamente, incluso las demás estrellas, las cinéticas o Yao-xantii, descansaban en sus lechos de plasma. No obstante, hubo un Yao-xantii que se encontraba inquieto a pesar del efímero receso universal. Es por ello que bajó de su lugar en el firmamento y dirigió su cinética hacia tierra firme, en algún planeta, o Hydeass, de todo el abanico de posibilidades que tenía. Llegó entonces a un desierto, que estando alumbrado por la luz de la Luna, Tzolo, irradiaba un hálito azul onírico. Supo entonces aquel niño estrella que al entregarse al azar había llegado hasta un destino que deseaba, pero no conocía; había llegado al desierto en el que diversos acontecimientos dieron origen a los sueños.
“Te saludo divinamente, hermana Luna. Te saludo divinamente, madre Tierra, queridísima Omilen antü.” Recitó aquel Yao-xantii con dos de sus extremidades conectadas al pecho, cuando hubo impactado dulcemente con la superficie terrestre. Se encontraba inmensamente feliz, le gustaba el contraste entre su energía interna tan activa y el pequeño receso universal que lo tenía todo en quietud absoluta. Rebosaba de emoción y curiosidad, se hallaba a sí mismo en aquel templo de los sueños. Entonces separó las manos de su pecho y dirigió su voluntad y determinación a un acto de creación. “Milagros” le llaman los espectadores a las increíbles hazañas que llevan a cabo los Yao-xantii, quienes frecuentemente se pasean por el universo creando realidades inviables ‘naturalmente’, llevaban a cabo la creación a micro-escala, imitando al creador original. Así, siguiendo su propia conducta natural, este Yao-xantii levantó una pierna, y luego de un salto se unió la otra; con su respiración lumínica y asteroidal fue invocando una serie de sonidos que, en tan solo un momento, se ajustaron a un determinado ritmo, el ritmo de su corazón. Tanto piernas como brazos se movían maravillosamente bajo la luz de Tzolo y sobre la piel de Omilen antü, aquellos movimientos despertaban ráfagas sonoras y éstas despertaban a su vez un delicado rubor sobre la tierra. Fueron levantándose así columnas de polvo, columnas salomónicas. “¡Un culto a la existencia, un culto a la creación!” se decía para sí, multiplicando y canalizando su cinética felicidad en aquel detenido universo.
La danza del Yao-xantii tuvo una magnitud visceral tal, que fue despojando del sosiego a todo su alrededor. Despertaron primero las rocas y observaron con asombro aquel palacio de polvo que levantaba con la danza, el ritmo y el amor; luego germinaron los cristales, metabolizando la confusa energía contenida al interior de las rocas y observaron con maravilla la escena. Una serie de seres minerales, magnéticos y atemporales fueron acercándose, se reunían ante aquella fogata de música y movimiento que había despertado el corazón de la estrella. Hubo un momento en que un salto de aquel inquieto ser fue dirigido por una exagerada inhalación, seguida de una retención sagrada –donde la consciencia se aturdía- y al descender nuevamente exhaló. Exhaló con tal potencia que cascadas de aliento se despojaron del interior del Yao-xantii, desmoronando el palacio, pero levantando con el mismo polvo, en su lejano norte, una figura arbórea que extendía su ramaje y follaje hasta el alto cielo. Se extendía la exhalación, se extendía el meristema de arcilla y arena hacia las alturas cósmicas más relevantes, se extendía con tal fuerza que alcanzó a tocar algún órgano del universo, lo cual derivó en una exhalación aún mayor. Aquel tiempo de receso había acabo, la totalidad volvía a fluir.
Las estrellas lejanas volvieron a palpitar, los sistemas continuaron con la infinita espiral, las nubes y nebulosas fluían nuevamente con el andar de las distintas especies y variedades de viento. Así, absolutamente todas las formas que tomaba el gran organismo continuaron con su caos y su orden. El Yao-xantii quedó maravillado ante la sincronía de lo ocurrido. Observaba cómo, poco a poco, el susurro de aire que volvía a correr en ese azul desierto despojaba de su forma al árbol de polvo. Mas la totalidad del árbol no fue podada, hubo ocho ramas y el grueso fuste que permanecían a pesar del viento. La estrella no lo comprendió, se acercó hasta aquel lejano norte que tenía enfrente y una sorpresa le salió al encuentro. Sin quererlo, alguna intención se escabulló entre su cuerpo y utilizó aquel increíble poder que poseía el niño estrella para concretarse a sí mismo. El resultado fue este árbol de ocho ramas y gran envergadura.
“¿Dónde están tus raíces? ¿De dónde has venido?”
“Mis raíces están en todos lados, de modo que he venido de todos los lugares.”
“Hm… entonces ¿cuál es tu comienzo?”
“Mi comienzo, burdamente, podría ser el extremo final de tu aliento, aquel punto en el que tu aire estrellado se convierte en mi extremadamente longeva corteza. Sin embargo, querido mío, este no es el verdadero comienzo, yo te hablaré del verdadero comienzo…”

El Yao-xantii se sentó ante aquel hermoso árbol. Mucho antes de que aquel diálogo interno continuara, la estrella sabía que el milagro no había ocurrido por su propia obra, sino que el milagro lo había acogido en sí, de modo que debía agradecer las circunstancias que dieron lugar a este evento. Al sentarse meditó brevemente, y desde la totalidad de su cuerpo se elevó una paloma cuya materia era la antípoda de una plegaria. El Yao-xantii tenía fe que aquel pequeño ave alcanzara la mayor altura del universo, pues en cuanto aquel árbol le relevase el verdadero comienzo, la paloma podría llevar hasta el destino final aquel verdadero agradecimiento.