(…)
Aquel día, despertó más allá del atardecer, había ya dos lunas cruzando el
cielo y bien pendientes de que en su trayectoria no impactasen con la millonada
de semillas celestes que brillaban por ahí, tanto lejos, tanto cerca. Se puso
de pie, le pesaban las cienes, tenía hambre en el vientre. Entró al palacio y
ahí ya estaba germinando la flora ominosa; se le hizo un poco difícil pasar por
los pequeños claros que se formaban entre la frondosa selva, dado que los
primordios de pasto salían al aire con una esperanza pulida, tanto que dañaba
la piel parda de los pies. Se las arregló de alguna manera para cubrirse la
base; primero tomó hojas anchas de la flora no-ominosa y se las amarró con
varios segmentos de liana. Recorría silenciosamente los pasillos de las
crecientes paredes negras, veía como se ahogaba también el verdor de las
especies perennes, al menos perennes respecto a un día completo. Su instinto lo
tenía hipnotizado en un paseo de contrastes, pues sólo podía percibir las hojas
de sombra al compararlas con las paredes interiores de palacio, un tanto más
claras. Un pie tras otro, una luna tras otra.}
Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, Yehoshua,
ocho… ¿Ocho? Una luna calipso acaba de nacer en el horizonte, se dejaba ver por
entre el portal que daba a la terraza exterior del palacio, sin embargo, su luz
era aún más intrusa y se hizo lugar entre la hierba ominosa y las otras
leñosas; un seco resplandor indicaba a Yehoshua que le siguiese. Volvió
entonces el bípedo al portal y desde allí siguió, temblando, el sendero
resplandeciente que la octava luna tejía para él. El bosque se veía distinto,
todo lo que estuviese fuera del camino, tanto sombra como leña y hojas, tenía
una realidad vibratoria muy curiosa, muy inestable, pero Yehoshua no se podía
detener a observar cómo las cosas fluían en si mismas, debía continuar su paso
por la tierra calipso. Hubo recorrido bastante, cuando comenzó a cuestionarse
las dimensiones del interior del palacio y también la densidad de la frondosa
selva, partida por un rayo, también le pareció extrañísimo que, a pesar de las
grandes zancadas temporales pasasen por su experiencia sin problema, la luna
octava seguía allí, desfigurada, geometrizada, aterradora, apaciguadora,
contenta, silenciosa, atenta, concreta, invariable. La lluvia de preguntas
disipó sus nubarrones con la aparición de una hierba, la única verdosa en esa
celeste noche. Sus hojas, pista de ser semillas de un cinco, lo saludaban, lo
llamaban. Púsose entonces de frente al sendero, mirando a la luna, en la
posición de la flor de acacia y con la planta interceptando el trayecto
lumínico entre la octava y él; un suceso maravilloso de combustión instantánea
dio lugar a un fuego ferroso y aquel humo, liberado de la forma poco variante
de las hojas, comenzó a dibujar… Bucles, espirales, fractales, patrones,
texturas, todo sobre un fondo negrísimo, el palacio ya no estaba más allá del
bosque y el bosque tampoco estaba. Estaba la luna frente a Yehoshua, estaba la
planta muy dentro de Yehoshua, estaba aquel vapor voluntarioso habitando el
hambre de su vientre, pero convirtiéndolo en devoción.
“Mi querido,
ahora somos amigos nuevamente. Te amo tanto como tú me amas, y de la manera en que
nosotros nos amamos, el Tentuu nos amará.”
Un
miriápodo, para ser exactos, una escolopendra, se formó claramente de aquellos
dibujos de planta chamuscada. Su cara de serpiente trajo un recuerdo muy
recóndito y muy ajeno a la mente de Yehoshua: las quimeras. La escolopendra
osciló sobre si mismo, se torció y entre la rendija de su cuerpo se invocó un
ojo. Para entonces, el viajero ya comprendía que la planta quemada volvía a
germinar, pero ahora ya no tenía sus raíces en la tierra, sino en el viento;
además aquella serpiente dotada de patas infinitas le relataría visualmente lo
que sensorialmente la planta no podría, pero todo era uno, todo era lo mismo a
cada momento y, paralelamente, nada tenía solidez. Una peculiar serie de frutos
se fue dando lugar en el camino del humo, primero nacía un ápice distinto del
tallo de la historia, luego presentaba una flor y más tarde, ante la
comprensión perfecto, la flor era fertilizada y el fruto quedábase allí, un
planeta.
“Uno. El planeta
de las quimeras cultivó en sus vientres un canto de moralidad; la música, tal
como fuego, purifica a quienes no
pertenecen directamente a la tribu roja. Un magnífico animal, un león mineral,
vino desde el Cero y tomó la más joven de las quimeras.
Dos. Nibiru era
un planeta infestado de vicios, pero nadie sabía que hacían mal. Sus habitantes
colonizaban los archipiélagos celestes y extraían la más pura vitalidad de los
planetas, cortando desde raíz lo que el universo con tanto esfuerzo demoró en
hacer germinar.
Tres. El león y
la quimera llegaron al planeta, infundieron un amor tan grande y una moral tan
basta que la mayoría de la población en Nibiru se suicidó de pura culpabilidad.
Un verdadero aluvión de almas fue ofrendado al cielo. Una parte sobreviviente
de la población escapó a un planeta muy fértil; la otra escapó a uno muy
erosionado.
Cuatro. La
civilización de la luna, que cuidaba la vida en el planeta fértil, tuvo
contacto con la piel de la nada, hablaron con ella, compartieron con sus
células y la amistad floreció con creces. Un huevo tóxico nació de allí, pero
los componentes para su eclosión estaban inmensamente repartidos por lo que
habita debajo de las patas y el vientre de la Lepisma. Cuando los colonizadores
de Nibiru llegaron al planeta fértil, éste comenzó una lenta degrades, pero
sabían los Lunares que de allí surgiría uno de los componentes necesarios para
la eclosión del huevo, de tal manera que tanto el planeta fértil como la
civilización de la luna se dieron el lujo de
permitirse un gran desafío de restauración, una vez que el virus
antropomórfico fuese pulverizado.
Cinco. La parte
de la población que llegó al planeta erosionado, logró comprender que alguien
más había construido ese pequeño magnífico, muy hostil sobre todo. Una
civilización ausente había pulido en su interior la magnífica consciencia.
Yehoshua, una civilización como aquella es la que debe existir en la faz de
todo planeta. Fundieron su propio ser con la inmensa tierra y todas sus
piedras. El huevo tóxico, tú y el tercer factor están haciendo de Omilen antü
un ápice de ello, siguen sus pasos sin saber que lo hacen. Así es como
funciona.
Seis. El planeta
erosionado encontró una conexión con uno de sus habitantes. Se dio lugar al
estudio de la neurología planetaria y un viaje por todo el universo comenzó a
existir en la experiencia de aquella civilización que logró sobrevivir de la
hecatombe moral. El trabajo que los primeros hicieron, renació en varias
generaciones. Aquel planeta era más viejo de lo que parecía, y hubo tenido más
vida de la aparente.”
Siete…”
Todo
ese conocimiento ingresó por toda la existencia de Yehoshua, el plutonismo
apareció en todo su ser y el conocimiento apareció. Sedimentaba en la parte más
baja de la consciencia y estas piedras se mantenían allí un momento, criaban
alas y se lanzaban a volar, a nadar, a planear, a cortar. Viento, mucho viento
corría por allí.
El
miriápodo se difuminó, también los dibujos de la planta, el fondo oscuro
también lo hizo y por fin, por entre lo negro, apareció una montaña. Muy
distinta a la geografía de Omilen antü, ésta se parecía más a las antiguas edificaciones
naturales que había construido la mismísima orogénesis en su maravillosa obra,
el planeta -(y antes de que se supiese su nombre, un tropezón alteró el flujo
de la historia, pues Yehoshua se decidió a subir las laderas un poco
imprudente). Cuestas, quebradas, árboles de follaje blanco, pájaros de follaje
pétreo, pastizales, rocas y piedras que en esa mañana respiraban el aire
fresco, el rocío de un día, las flores que despertaban sus colores para que los
grandes forjadores de la vida completasen sus historias de amor. Seis frutos
había ya en la planta, caminaba Yehoshua con una pluma del Tentuu en la mano,
una que tenía un color desconocido, pero imitado de su vientre. Una manada de
(caballos) apareció en el pedúnculo que daría lugar a la séptima flor. Ojos,
muchos ojos, la sinceridad era la batalla. Los árboles se quedaron callados,
las piedras y los pájaros también. Yehoshua trató de tranquilizarse y puso la
pluma en su boca, para hablar con la mayor sinceridad que podía; poco a poco la
manada fue fluyendo por el terreno hasta que cuatro Reyes le rodearon. Ocho
ojos contra uno, pues el bípedo estaba atento con el ocular izquierdo. Un
recital de amor aparecía por la boca del viajero, enredaderas con hojas tan
curiosas que mantenían atento a los caballos, esto ponía en duda a Yehoshua
sobre si lo miraban con hostilidad o con esa duda respectiva. La distración,
con la forma de dos humanos, apareció a lo lejos y tan solo un brote muerto de
miedo tuvo lugar en el vientre de Yehoshua, dio un paso atrás y los caballos se
marcharon impactados. La séptima flor no tuvo lugar, tampoco la octava. Con
impotencia y rabia corrió, corrió para alcanzar la cumbre de la montaña, pero
se iba difuminando todo: la planta, la vegetación, sus pies en la tierra, los
otros dos humanos, la manada de caballos, el amor, la vitalidad de su cuerpo y
pronto se difuminó la luna octava. La noche era la misma, en Omilen antü.
Jamás
había llegado tan lejos en sí mismo, pero el error le hacía olvidar su
progreso. Pensaba en Venus, pensaba en Mercurio. Luego, con remordimiento por
el orden de importancia, pensaba en el Tentuu. Recordó que en aquella extraña
situación, llevaba una pluma en la mano, notó en ese preciso instante, que aún
la llevaba.
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