jueves, 23 de octubre de 2014

Una fábula

Dijo:
Hace seis milenios, entre las llanuras pardas del Mediterráneo Cardíaco, los caprichos del planeta dieron lugar a una hermosa meseta que luego fue rodeada por un cordón montañoso; cinco montañas muy vigorosas protegían aquel pequeño paraíso de los vientos hostiles que corrían al exterior. Similar a un cráter, en la sinceridad de esta tierra santa se desarrolló una serie inmensa de formas de vida, permitiendo así que se originaran civilizaciones:

   "En el resto del planeta, una paleta de paisajes pintó una vez al bípedo, a los pies de un hermoso árbol, bajo la sombra de una frondosa selva. Aún siendo tosco, el instinto de las primeras tribus les desafió a superarse y entonces decidieron repartirse por los demás colores que pintaban la cara del planeta. De esta manera, una fracción valiente de estas tribus, cruzó las extensas llanuras, los infinitos médanos, y creyendo a esta mejilla tan lisa como papel de agua, fueron sorprendidos cuando entre sus ojos surgió la impactante figura de las cinco montañas protegiendo el diminuto paraíso. Wannah, le llamaron."

Desde allí, las chozas gozaban del absoluto cielo, de la inmensa noche, la longitud de lo eterno, los colores de lo que no se acaba. Aquel cráter era un ojo potenciado, conectando los nervios eléctricos desde lo más recóndito del corazón del planeta hasta lo más remoto de la coronilla universal, en la mismísima frente de la Lepisma. 
Por un milenio, crecieron y se desarrollaron perfectamente, pero las profecías tribales anunciaban un encuentro entre todas las subdivisiones del mismo ser bípedo; correspondía que se encontrasen todos, en lo que dura un abrazo, para compartir y crecer; las experiencias y los desafíos de la evolución irían a ser revelados bajo el mismo árbol, bajo la misma selva. 
En Wannah, los habitantes no eran muchos, pero habían conocido bastante sobre lo que es la vida, comprendido los complejos sistemas de armado de cuerpos, la disposición de los huesos, la numerología del pensamiento, las personalidades de los siete soles y las siete lunas, la palabra que había en el pecho del planeta...Todo lo habían comprendido, a excepción de que ellos mismos eran parte de un organismo que se desarrollaba al interior de este cráter:

"En las laderas interiores sólo crecían árboles hermosos, enredaderas planetarias, arbustos bizarros, toda una flora valiente. La fauna era un fractal de los frutos, del follaje, de las semillas y las raíces. Sin embargo, al exterior de este santuario de vida no crecían más que unas curiosas plantas, la amapola negra. Cuentan las leyendas, que esta hermosísima y extrañísima planta era la mismísima personalidad de Güanduur, que ante la presión de mil demonios, separó todas sus células y las esparció por el planeta... Sólo germinaron aquellas que le permitían ver lo muy lejano y tener cerca lo muy cercano."

Un anciano, un bebé y una mujer de frente clara fueron seleccionados democráticamente para representar a la pequeña tribu; el anciano por su conocimiento, el bebé por ser el fruto de toda la cultura, la mujer por ser el pilar de la vida, Annemonae. 
Los tres seres fueron bendecidos, despedidos por toda la tribu y dotados de los útiles más prácticos para sobrevivir en el viaje: una choza tejida con amor, semillas recogidas con el alma, agua guardada en una vasija del vientre, voluntad condimentada con la piel de toda una cultura. Bailes, cantos, colores y llantos, todo para entregar a los tres viajeros al mismo camino por el que los ancestros tomaron, pero en reversa. Fue necesario, entonces, escalar la montaña más alta y alcanzando su cúspide, lograron apreciar la inmensidad de las llanuras, los médanos extensos e infinitos, la flora sumida en lo pardo y el cielo descansando sobre toda la tierra, la inmensa tierra. Cuando fueron bajando la ladera, el anciano encontró el fruto de la flor de amapola negra; sabiendo lo que se acercaba a sus vidas, tomó la mano izquierda de Annemonae y le entregó seis de estos frutos, otros seis los fue masticando y los cinco restantes los puso en la capucha del bebé. 
El desenso fue magnífico, una introducción completa al paisaje que se encontrarían la mujer y el bebé fue relatada por el sabio y cuando por fin llegaron a los pies de la montaña más alta, el anciano murió. Annemonae, desesperada se lanzó al llanto, pero su mano izquiera limpió sus lágrimas rápidamente y un fruto de la amapola se escabulló entre sus labios:

"El principio de todo es el cambio. Habeis estado un milenio entero estabilizados, es hora de levantarse y marchar, querida mía. Llevas a tu espalda a tu cultura entera, aliméntala y quiérela. Si no dudas y cumples con todo lo que el cielo y la tierra te pidan, este imposible camino por entre los cuchillos de viento se te hará posible y despertarás en tí y en el bebé la naturaleza que ha madurado en las alturas del cráter. Hijos míos, hijos del viento y el conocimiento..."
Dos frutos más se entregaron a la garganta de la mujer. El primero trajo un miedo; el día se hizo noche y el frío se hizo material. Por entre las llanuras corrían seres de cristal que intentaban asustar a la mujer y al crío, pero el amor en el vientre fue mayor y el pánico se transformó en una pobre decisión. Los pies avanzaban, las sandalias fueron haciéndose delgadas. El segundo fruto trajo a la mujer los recuerdos de antiguos amores, aquellas plantas humanas que marcaron el útero con asfixiantes raíces, pero el llanto esta vez fue un aliado y el plumaje del esfuerzo brotó por entre los hombros de esta mujer, ahuyentados fueron todos estos carroñeros de falso amor que apenas alcanzaron robar trozos de un inmenso corazón, que se recuperaba a la velocidad de cualquiera de los afilados vientos. 
Los efectos de la planta fueron disminuyendo, cayó el día y los siete soles sobre la paz de la mujer, aterrándola y derritiendo su voluntad. Queriendo buscar alojo bajo la sombra de los matorrales, fue asaltada por los ancestros de su raza y sacando fuerzas desde la planta de los pies, se levantó y se volteó para apreciar todo el camino recorrido. Gran error, o perfecto hecho:
"Cuentan aquellas pinturas, que cuando Annemonae puso sus ojos sobre el lejano Wannah, las cinco montañas se levantaron y comenzaron a caminar lentamente hacia ella. Bajo el cráter, el paraíso de su cultura, yacían los más hostiles vientos, millones de ellos, todos fueron desatados y las tormentas de cielo se repartieron por el firmamento. La palidez en la cara de la mujer se deshizo una vez que agitó sus pies en busca de alguna salida. Los mil demonios azotaban a Güanduur parecían haberse convertido en dolorosos vientos y se acercaban para partir su piel, y la del niño."
Annemonae corrió y corrió, alcanzando velocidades inmensanes, comprendió entonces el mensaje de la planta sobre su origen ancestral, sobre ser una hija del viento. MIentras corría, puso los últimos tres frutos entre sus dientes y con mucho amor los masticó. Comenzó a cantar como un gran huracán lo hace y las montañas escucharon sus plegarias; se tomaron de las manos y los animales en las cienes de la mujer la rodearon en su persecusión por la vida. Las llanuras concluyeron en un acantilado, más allá sólo había mar. Ni los ancestros ni los relatos cantados hablaban sobre esta limitancia, sólo el viento podría cruzar el mar. Tomó al bebé en sus brazos y lo soltó al aire, cantando y empapada de conocimiento, y éste, como si hubiese nacido en un arrollo de sal, siguió una dulce trayectoria hacia la lejana vida, hacia aquel encuentro tribal.
"Annemonae se quedó plantada en la tierra, meditando, cantándole al sol. Las montañas permitieron que el pequeño, al ser el fruto de su cultura, se llevase a si mismo como una semilla entregada al viento. Los animales que se escurrieron por las cienes de la fémina, de un salto se escabulleron en la cienes del crío, poniéndole un número en el vientre y un nombre en la base de su cervical: Medusae."