domingo, 28 de septiembre de 2014

Rigodón del lince

(…) Creyó despertar, entonces, Yehoshua de un pequeño efímero destello minúsculoide-magnificoide de onirificación cristal tornasolar. Tenía aún la mente embotada, vibrando pesadamente mientras cada uno de los valles de su cerebro iba consumiendo el agua que un aluvión de experiencia y conocimiento dejó en absolutamente cada rincón, ladera, quebrada, meseta y cordillera de su cuerpo. Por un instante, creyó sentir que la flor de su pelo había aparecido, saludando aquello que le recibió en el sueño. Se levantó, entró al palacio del Liquen y ahí se hallaba, por primera vez, un Silencio; una serpiente con lecturas imbricadas por toda la piel y los ojos atentos a la vanidad del tiempo. Sin esperar que se le comprendiese, se largó a hablar:
            “Siete soles y siete lunas había sobre mi, cada uno tenía una distancia radial y perfecta desde donde se encontraba mi Voluntad florecida, y aquella distancia era proporcional a la cantidad de conversas trascendentales que he mantenido con cada uno de aquellos cuerpos luminosos en mis días en Omilen antü. Siete civilizaciones lunares que pareciera que nunca conoceré; siete mil tépalos solares cuya sombra pareciera nunca disfrutaré. Sin embargo, trilobites, nautilos, un quelonio, seis helechos de fuego, una araña de vino, estrellas sedentarias y estrellas nómadas, reptiles sin carne y felinos implumes, un hipocampo hipnótico y dos medusas glandulares salieron a mi encuentro. Aquellas dos medusas se alinearon frente a mi flor ventral, y en la transmutación de la luz perfecta, se hizo visible un tercer cnidario que me recitó un poema azul Saturno:
Con tu extremidad más pura,
Extiende el horizonte del ser.
Toca, entonces, el vientre del universo
Justo ahí, en el centro del pececillo;
Aquella entidad cuyos cristales imbricados
Trajeron bajo sus innumerables patas
Los colores de los planetas
Los nombres de los infinitos
Y la consciencia divergente.
Puse mi dedo, de no sé qué mano, en la antera más obvia de la medusa, pero antes de que pudiese tocarle de lleno ella tomó mi brazo y me llevó a recorrer el planeta entero. Me hizo conocer la altura, ésta se encuentra muy por encima de las copas de los árboles nubosos; nos disparó contra una llanura marítima y pronto, recorriendo la carne pétrea, nos encontramos con la pulpa de luz, allí pude apreciar la inmensidad vida cinética hilada con el corazón del planeta; luego, tomó con uno de sus tentáculos un hilo especialmente grueso y pude sentirme dentro de una manada de camélidos corriendo unas praderas desconocidas, que concluían en un bosque de troncos altísimos y dotados de flores anemófilas; sentí, entonces, que observaba la escena desde la copa de una palmera, pero la medusa tomó mis cienes y me hizo girar la vista hasta la costa, donde unos hongos de esponja mineral habían crecido a lo largo de años incontables, permitiendo que la vida tomase lugar en sus sombreros; un ave marina nos miró hacia abajo, y en su ojo despertó el vuelo de esta percepción, recorrimos toda la cordillera de agua; allí donde culminaba la cervical de algo, se encontraba una cuenca eterna, habitada por grandísimas narices, una serie de colores herbáceos potenciados colosalmente donde millonadas de artrópodos se movía entre poro y poro; este último flujo nos hizo recorrer alguna de las cuevas cristalinas que se hallaban escondidas entre aquella selva de patas, donde el agua recorría las paredes como los humores del viento recorría las almas. La oscuridad en aquellos lugares era combatida por el amor líquido, pero pronto unos destellos de piel me hizo percibir una nueva etapa del viaje: las tres medusas y mi consciencia habíanse fundido en un solo animal de cuatro patas. Mirábamos desde abajo como tantísimas civilizaciones se desarrollaban en Omilen antü, pero luego comenzamos a observa un camino de piedras flotantes nos llamaba a recorrerlo; cada piedra tenía su respectiva textura, coloración y humor. El primer paso lo dimos y reventó una luminosa palabra, éramos ahora una lamprea. Un oscilar y éramos ahora un celacanto. Así sucesivamente: una babosa colorida, un seudópodo, una planta hexagonal, el fruto de la tierra y el fuego, un tornado foliar en un desierto, un canto gutural, un polinizador, un guerrero del miedo, y tantas otras cosas que no logro recordar. En el cielo se paseaban cuatro planetas: Urano, Mercurio, Venus y Saturno. Cuando llegamos a ser una medusa por completo, las siete lunas y los siete soles estaban sobre mi nuevamente, pero pestañé y el paisaje de Omlien antü era el mismo, el mismo que logro obtener después de tantísimos filtros racionales.”

            El silencio lo miró con desinterés y le preguntó “¿Quién creó los soles y las lunas?”. 

sábado, 27 de septiembre de 2014

Mercurio sobre cuatro rodillas

(...) Una pluma rojísima, muy bella, llena de sensaciones que irisaban el corazón que alojaba su pecho. Quinientas estrellas cruzaban el manto, por ahí las siete lunas muy dispersas, muy atentas. Quinientos amaneceres se compactaron en uno solo y las visiones de una aurora astral dieron lugar a la germinación de varias meditaciones de grueso calibre en cada una de las células experimentadas de Yehoshua. Cambio, cambio puro; la pulpa del flujo se desarrollaba claramente en el vientre de aquella planta suculenta, aquella Astrophytum que habitaba las praderas volcánicas en la moralidad del viajero. La aridez del cielo, la humedad del alma, la hostilidad del sueño y el manto severo de amor.
Estuvo en la postura de flor de acacia por mucho tiempo, aquella mañana, hasta que se decidió por ir a buscar unas cuantas otras lianas al interior del palacio y bajar nuevamente a la gruta de meditación para encontrarse una vez más con el hombre verde. Los nubarrones en el árbol de nubes anunciaban, quizá, que unos cuantos frutos, aquellos peces vela, faltaban aún por cuajar. Se preguntaba Yehoshua, cómo es que sería la flor de aquellos árboles tan pétreos, tan toscos. La piel de piedra se encontraba en aquel momento más oscura de lo común, y la cueva parecía más tenebrosa que la primera vez. El viajero se balanceó con las lianas y al alcanzar la boca de la cueva no soltó la cuerda, sino que la amarró a una de las protuberancias que nacían del interior. Su paso fue lento, muy pausado, debía recorrer ese camino de fe y algas rojas con mucha cautela para no caer presa de las dolorosas crestas que se repartían por los laterales del camino. A medida que avanzaba, su seguridad se iba derritiendo y su paso se hacía cada vez más curvado, al punto de que se encontró gateando por entre las algas. Se asomó por fin el resplandor pacífico de la gruta, y allí en el centro aparecía la planta hija de un siete mucho más familiar que la vez anterior. Se recostó a la sombra difuminada del arbusto, en un lugar tranquilo entre las semillas y los cristales; pequeñas praderas de colores divididos recorrían el suelo y la arena. Pronto comenzó a sentir cómo es que el hombre herbáceo recorría las cuevas de su mente, hasta llegar al mismo lugar en el que él mismo se encontraba. Una vez más lo tomo en brazos y le dijo:
“Hijo mío, hoy puedes extender tus alas y también tus ojos. Ave de viento, escucha la poesía de tu cuerpo y encuentra en ese mapa de ensueño todas las respuestas que bajo cada pregunta se ha puesto.”
Lo llevó por el alucinante camino de vuelta, por entre la realidad de la cueva, y en la culminación de la oscuridad, le lanzó hacia el follaje nuboso. Un ala índigo, la otra también, un pecho de flujo y los ojos bien abiertos; Yehoshua estaba aprendiendo a volar. Omilen antü crujía, crecía por varios sectores. Primero planeaba, con las alas tensas y planas, obteniendo de esta manera muchas pistas de lo que ocurría. Esta gran altura le proporcionaba una vista lujosa de todo lo que ocurría aquí y allá y más allá y más aquí. Se levantaron más colinas, desafiando a las aguas; se acumularon en archipiélagos de esfuerzo y formaron valles pequeños y valles grandes; otras tantas levantaron un rey de arena y a su alrededor decoraron con un desierto. La vida y la muerte no tardaron en colonizar las nuevas tierras, tampoco tardó Yehoshua en definir éste lugar como primer destino.
Cepas de viento, palabras de aire, plumas con vapores, todo cuanto cruzaba le daba una pequeña instrucción del vuelo, hasta que el infinito calló sobre el vientre del ave y en ella hizo germinar los secretos del aleteo. Lentamente, la caída de Yehoshua se fue degradando y antes de impactar con el mar, se encontraba con que su reflejo viajaba a la par con él, en la misma dirección y con la misma astucia. Un primordio del vuelo le hizo mejorar su consciencia, eludiendo pequeñas olas y disfrutando del agua que saltaba de la superficie para felicitarle, para besarle las mejillas implumes. Tan pronto como su reflejo desapareció, apareció la arena bajo el aleteo. Los cristales en aquella tierra fueron tan sinceros ante la llegada del viajero, que le lanzó cada uno un color imposible para demostrar de esta manera cómo es que se pinta la personalidad del desierto. Tomó mayor altura y desde aquí pudo ver cómo, al igual que cuando en el soñar se hallaba entre dos compañeros, dos aves de viento se agregaban a la trinidad de su voluntad. Sincronía perfecta, hasta los errores y torpezas del principiante eran imitadas por sus dos complementos trascendentales.
Aquel desierto habitado por dunas no estaba vacío de verdor, un pasto poco constante y valiente brotaba esporádicamente de la tierra, sin dejar aún su flor al sol; ocasionalmente aparecía un árbol de mediana estatura, bien erguido, de hojas negras, flores que evocaban la vida y se notaba contento entre la arena; era común ver otro árbol con hojas largas, una inflorescencia dulce y pariendo continuamente una sombra maternal; más común era ver un arbusto de tamaño mediano, unas hojas pequeñitas y flores con coloración amorosa, se repartía por entre los pliegues de aquella clara pliel y le contaba a Yehoshua, cada una de éstas, cuál era su milenaria edad. Hubo dos plantas muy vivas que despertaron una curiosidad inmensa en las tres aves, una planta que siempre era flor, era seria, fuerte, hostil y directa; se repartía con una frecuencia tan baja que parecía milagro ver una y esa única no era un simple retrato de débil carácter, sino que era un palacio inmenso de espadas que cortaban el viento; la otra planta era una palmera centenaria, aparecía en las colinas de las dunas más altas y allí se disponía a saludar al viento, mover sus grandísimas hojas paralelamente al oscilar de los humores aéreos. Aquel lugar, aquellas dunas y toda la personalidad del paisaje trajo a Yehoshua un inmenso sentimiento sobrecogedor, un reencuentro con las raíces de su propia voluntad, la percusión en su pelo y en sus plumas.
Escurriéndose por el valle de las dunas, cruzaba un puñado de elefantes de tierra, quizá con la piel mineralizada; encima de uno de ellos se encontraba Mercurio con todo su esplendor de fuego y en su pelo notábase el resplandor de su belleza. Sobre los otros elefantes iban varios nativos del pueblo hostil, aquel que se escondía en lo obvio de una pradera. Un festival de música exacta se evaporaba de sus intenciones, sonaban flautas y platillos que tenían un efecto reflector sobre los cristales y minerales en la tez de los elefantes, despertando texturas y patrones mortales. A diferencia de los demás nativos, Mercurio no tocaba algún instrumento, sino que esperaba algún punto de llegada para imitar las texturas con su propio cuerpo, pero encima de un paquidermo no podía alcanzar el equilibrio suficiente que sus pies requerían para salir al encuentro de la respuesta artística. El pasto vibraba ante la visita, ante el paso de aquella caravana tenebrosa pero tranquila y contenta. Yehoshua aleteó con la trinidad de sí mismo y esquivó todos los obstáculos dotados de rodillas que infestaban su camino hacia Mercurio. Se posó en la coronilla del elefante, justo enfrente de los ojos de aquel hombre de fuego; disparó Yehoshua con el ojo izquierdo, como objetivo era el ojo derecho de su auditor y para cuando aquella bala hubo cruzado todo un intervalo de aire y auras, la verdadera sonrisa de Mercurio se presentó y en Yehoshua brotó el verdadero color de su plumaje: azul Saturno.

Un ave angosta despertó al viajero de su recorrido con un canto gutural atemporal. Aquel pájaro estaba, al igual que Yehoshua, muy instalado en la terraza exterior del palacio. Desconcertado, el bípedo se sentó en el borde del sector y con sus piernas colgando se dedicó a observar los cambios ocurridos en el paisaje del planeta y, a pesar de la lejanía y todos los intermediarios nubosos, pudo divisar cómo a lo lejos nacían las dunas vivas y entre ellas aquella caravana tenebrosa. Se estiró, dio gracias al cuarto sol y cerró sus ojos para seguir la educación que el canto del ave le proporcionaba. Mediodía en Omilen antü, fueron fertilizadas las últimas flores de vapor, con aire culminante, y el viento ofrendaba semillas al cielo. 

miércoles, 17 de septiembre de 2014

La escolopendra

(…) Aquel día, despertó más allá del atardecer, había ya dos lunas cruzando el cielo y bien pendientes de que en su trayectoria no impactasen con la millonada de semillas celestes que brillaban por ahí, tanto lejos, tanto cerca. Se puso de pie, le pesaban las cienes, tenía hambre en el vientre. Entró al palacio y ahí ya estaba germinando la flora ominosa; se le hizo un poco difícil pasar por los pequeños claros que se formaban entre la frondosa selva, dado que los primordios de pasto salían al aire con una esperanza pulida, tanto que dañaba la piel parda de los pies. Se las arregló de alguna manera para cubrirse la base; primero tomó hojas anchas de la flora no-ominosa y se las amarró con varios segmentos de liana. Recorría silenciosamente los pasillos de las crecientes paredes negras, veía como se ahogaba también el verdor de las especies perennes, al menos perennes respecto a un día completo. Su instinto lo tenía hipnotizado en un paseo de contrastes, pues sólo podía percibir las hojas de sombra al compararlas con las paredes interiores de palacio, un tanto más claras. Un pie tras otro, una luna tras otra.}
 Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, Yehoshua, ocho… ¿Ocho? Una luna calipso acaba de nacer en el horizonte, se dejaba ver por entre el portal que daba a la terraza exterior del palacio, sin embargo, su luz era aún más intrusa y se hizo lugar entre la hierba ominosa y las otras leñosas; un seco resplandor indicaba a Yehoshua que le siguiese. Volvió entonces el bípedo al portal y desde allí siguió, temblando, el sendero resplandeciente que la octava luna tejía para él. El bosque se veía distinto, todo lo que estuviese fuera del camino, tanto sombra como leña y hojas, tenía una realidad vibratoria muy curiosa, muy inestable, pero Yehoshua no se podía detener a observar cómo las cosas fluían en si mismas, debía continuar su paso por la tierra calipso. Hubo recorrido bastante, cuando comenzó a cuestionarse las dimensiones del interior del palacio y también la densidad de la frondosa selva, partida por un rayo, también le pareció extrañísimo que, a pesar de las grandes zancadas temporales pasasen por su experiencia sin problema, la luna octava seguía allí, desfigurada, geometrizada, aterradora, apaciguadora, contenta, silenciosa, atenta, concreta, invariable. La lluvia de preguntas disipó sus nubarrones con la aparición de una hierba, la única verdosa en esa celeste noche. Sus hojas, pista de ser semillas de un cinco, lo saludaban, lo llamaban. Púsose entonces de frente al sendero, mirando a la luna, en la posición de la flor de acacia y con la planta interceptando el trayecto lumínico entre la octava y él; un suceso maravilloso de combustión instantánea dio lugar a un fuego ferroso y aquel humo, liberado de la forma poco variante de las hojas, comenzó a dibujar… Bucles, espirales, fractales, patrones, texturas, todo sobre un fondo negrísimo, el palacio ya no estaba más allá del bosque y el bosque tampoco estaba. Estaba la luna frente a Yehoshua, estaba la planta muy dentro de Yehoshua, estaba aquel vapor voluntarioso habitando el hambre de su vientre, pero convirtiéndolo en devoción.
“Mi querido, ahora somos amigos nuevamente. Te amo tanto como tú me amas, y de la manera en que nosotros nos amamos, el Tentuu nos amará.”
Un miriápodo, para ser exactos, una escolopendra, se formó claramente de aquellos dibujos de planta chamuscada. Su cara de serpiente trajo un recuerdo muy recóndito y muy ajeno a la mente de Yehoshua: las quimeras. La escolopendra osciló sobre si mismo, se torció y entre la rendija de su cuerpo se invocó un ojo. Para entonces, el viajero ya comprendía que la planta quemada volvía a germinar, pero ahora ya no tenía sus raíces en la tierra, sino en el viento; además aquella serpiente dotada de patas infinitas le relataría visualmente lo que sensorialmente la planta no podría, pero todo era uno, todo era lo mismo a cada momento y, paralelamente, nada tenía solidez. Una peculiar serie de frutos se fue dando lugar en el camino del humo, primero nacía un ápice distinto del tallo de la historia, luego presentaba una flor y más tarde, ante la comprensión perfecto, la flor era fertilizada y el fruto quedábase allí, un planeta.
“Uno. El planeta de las quimeras cultivó en sus vientres un canto de moralidad; la música, tal como fuego, purifica  a quienes no pertenecen directamente a la tribu roja. Un magnífico animal, un león mineral, vino desde el Cero y tomó la más joven de las quimeras.
Dos. Nibiru era un planeta infestado de vicios, pero nadie sabía que hacían mal. Sus habitantes colonizaban los archipiélagos celestes y extraían la más pura vitalidad de los planetas, cortando desde raíz lo que el universo con tanto esfuerzo demoró en hacer germinar.
Tres. El león y la quimera llegaron al planeta, infundieron un amor tan grande y una moral tan basta que la mayoría de la población en Nibiru se suicidó de pura culpabilidad. Un verdadero aluvión de almas fue ofrendado al cielo. Una parte sobreviviente de la población escapó a un planeta muy fértil; la otra escapó a uno muy erosionado.
Cuatro. La civilización de la luna, que cuidaba la vida en el planeta fértil, tuvo contacto con la piel de la nada, hablaron con ella, compartieron con sus células y la amistad floreció con creces. Un huevo tóxico nació de allí, pero los componentes para su eclosión estaban inmensamente repartidos por lo que habita debajo de las patas y el vientre de la Lepisma. Cuando los colonizadores de Nibiru llegaron al planeta fértil, éste comenzó una lenta degrades, pero sabían los Lunares que de allí surgiría uno de los componentes necesarios para la eclosión del huevo, de tal manera que tanto el planeta fértil como la civilización de la luna se dieron el lujo de  permitirse un gran desafío de restauración, una vez que el virus antropomórfico fuese pulverizado.
Cinco. La parte de la población que llegó al planeta erosionado, logró comprender que alguien más había construido ese pequeño magnífico, muy hostil sobre todo. Una civilización ausente había pulido en su interior la magnífica consciencia. Yehoshua, una civilización como aquella es la que debe existir en la faz de todo planeta. Fundieron su propio ser con la inmensa tierra y todas sus piedras. El huevo tóxico, tú y el tercer factor están haciendo de Omilen antü un ápice de ello, siguen sus pasos sin saber que lo hacen. Así es como funciona.
Seis. El planeta erosionado encontró una conexión con uno de sus habitantes. Se dio lugar al estudio de la neurología planetaria y un viaje por todo el universo comenzó a existir en la experiencia de aquella civilización que logró sobrevivir de la hecatombe moral. El trabajo que los primeros hicieron, renació en varias generaciones. Aquel planeta era más viejo de lo que parecía, y hubo tenido más vida de la aparente.”
Siete…”
Todo ese conocimiento ingresó por toda la existencia de Yehoshua, el plutonismo apareció en todo su ser y el conocimiento apareció. Sedimentaba en la parte más baja de la consciencia y estas piedras se mantenían allí un momento, criaban alas y se lanzaban a volar, a nadar, a planear, a cortar. Viento, mucho viento corría por allí.
El miriápodo se difuminó, también los dibujos de la planta, el fondo oscuro también lo hizo y por fin, por entre lo negro, apareció una montaña. Muy distinta a la geografía de Omilen antü, ésta se parecía más a las antiguas edificaciones naturales que había construido la mismísima orogénesis en su maravillosa obra, el planeta -(y antes de que se supiese su nombre, un tropezón alteró el flujo de la historia, pues Yehoshua se decidió a subir las laderas un poco imprudente). Cuestas, quebradas, árboles de follaje blanco, pájaros de follaje pétreo, pastizales, rocas y piedras que en esa mañana respiraban el aire fresco, el rocío de un día, las flores que despertaban sus colores para que los grandes forjadores de la vida completasen sus historias de amor. Seis frutos había ya en la planta, caminaba Yehoshua con una pluma del Tentuu en la mano, una que tenía un color desconocido, pero imitado de su vientre. Una manada de (caballos) apareció en el pedúnculo que daría lugar a la séptima flor. Ojos, muchos ojos, la sinceridad era la batalla. Los árboles se quedaron callados, las piedras y los pájaros también. Yehoshua trató de tranquilizarse y puso la pluma en su boca, para hablar con la mayor sinceridad que podía; poco a poco la manada fue fluyendo por el terreno hasta que cuatro Reyes le rodearon. Ocho ojos contra uno, pues el bípedo estaba atento con el ocular izquierdo. Un recital de amor aparecía por la boca del viajero, enredaderas con hojas tan curiosas que mantenían atento a los caballos, esto ponía en duda a Yehoshua sobre si lo miraban con hostilidad o con esa duda respectiva. La distración, con la forma de dos humanos, apareció a lo lejos y tan solo un brote muerto de miedo tuvo lugar en el vientre de Yehoshua, dio un paso atrás y los caballos se marcharon impactados. La séptima flor no tuvo lugar, tampoco la octava. Con impotencia y rabia corrió, corrió para alcanzar la cumbre de la montaña, pero se iba difuminando todo: la planta, la vegetación, sus pies en la tierra, los otros dos humanos, la manada de caballos, el amor, la vitalidad de su cuerpo y pronto se difuminó la luna octava. La noche era la misma, en Omilen antü.

Jamás había llegado tan lejos en sí mismo, pero el error le hacía olvidar su progreso. Pensaba en Venus, pensaba en Mercurio. Luego, con remordimiento por el orden de importancia, pensaba en el Tentuu. Recordó que en aquella extraña situación, llevaba una pluma en la mano, notó en ese preciso instante, que aún la llevaba.

lunes, 15 de septiembre de 2014

Bajo el humo

Un sol. El vestido que traía puesto el manto, en esa precisa mañana, era más que particular; el tinte cosmético oscilaba entre lo absurdo y lo olvidado, pero jamás dejaba de ser bellísimo. Mirar mucho tiempo aquel amanecer podría ser causa de muerte, hay almas que embisten las paredes de su cuerpo para escapar y viajar eternamente con el amanecer; Yehoshua se sentía un poco así. Venus seguía durmiendo, las lianas seguían creciendo, la trenza cada vez más cerca del suelo. Una mañana particular, tal como el color que poseía, y flujos de ponzoña dulce recorrían las cienes del viajero. Algo ocurría, la sed de su boca no se saciaba con aquellas vertientes tan puras en el interior del palacio; el frío en la espalda no se cubría con la luz de siete soles; la flor no se abría con la brisa de siete lunas…
            Dos soles. Recorriendo entre la flora al interior del palacio, notó Yehoshua que la escalera de fibras que arduamente iba trenzando ya poseía una longitud considerable; decidido a hacer una prueba de su utilidad, amarró un extremo a un grueso tórax arbóreo y lo extendió hasta la terraza exterior y aún continuaba con una gran extensión. Lanzó el otro extremo al vacío y la punta se logró perder entre las nubes foliadas más superficiales del grandioso árbol que sostenía el palacio. Gruesos nudos habían sido dispuestos a lo largo de las lianas, de tal manera que los débiles pies del viajero no resbalasen con facilidad. Cubrió el envés de sus manos con hojas frescas y bajó lentamente, siguiendo el camino de su curiosidad. La corteza del árbol de nubes correspondía a una serie miscelánea de cristales y minerales dispuestos en láminas gruesas y verticales. “Un río grotesco”, pensó. En su trayectoria vertical sentía más sensible la brisa, aunque ruidosa, y ésta se iba atenuando conforme se acercaba a las primeras nubosidades de la rama más alta. Un calor exquisito, una humedad alterna, una visión muy difusa y, de pronto, por entre la fluida tez del árbol, se hizo visible la boca de una caverna, justo al lado izquierdo de su trayectoria y tan solo a unos cuantos nudos del extremo final de las lianas. En vez de volver a la seguridad de la terreza, Yehoshua se balanceó hasta conseguir poner un pie en el suelo de la caverna y con grave error, soltó su única conexión con el palacio. Meditó un poco, se entristeció y luego se acuclilló para llorar un rato, con la barriga llena, con la voluntad fofa, con la esperanza babosa. Un desfiladero de insultos recorrían las quebradas de su cráneo, luego el Tentuu se paseaba muy animado por las laderas, con sus llamativas plumas (que cambiaban su color según el antojo de la luz) y más atrás caminaba Venus, con las escamas de sus piernas reluciendo un verdor pantanoso. Las lágrimas secaron luego, su vientre te tragó todo el berrinche y, de mala gana, se puso de pie para recorrer la cueva.
            Tres soles. La luz del tercer sol iluminó en primera instancia el camino que Yehoshua debía recorrer. El punto del horizonte por el cual emergía aseguraba un par de horas de luz, pero nada de seguridad. Muchísimas crestas estaban dispuestas de lado a lado, pero ni arriba ni abajo había púas que hicieran hostil aquel paseo, algo realmente reconfortante. Brotaba del piso, no obstante, un magnífico césped de rojísimas algas. El camino era bastante bello, el paseo se hacía cada vez más absorbente y a ratos Yehoshua olvidaba estar perdido para siempre; creía, en su lugar, que quizá en aquella cueva podría alimentarse y crecer, incluso llegó a creer en la posibilidad de que la cueva diese lugar a los pies de árbol y entonces se encontraría con la piel de Omilen antü. Divagaba inocentemente, y su paso se vio interrumpido por la oscuridad incipiente, ya había pasado el tiempo en que el tercer sol pasaba por los puntos benéficos, y la luz del camino se difuminaba por entre sus córneas. Comenzó a correr y a llorar nuevamente, los recuerdos estallaron en rubia lluvia en su cabeza. Se tropezó y uno de sus dedos chilló dolorosamente; Yehoshua, volviendo un poco en sí, le pidió perdón y en medio de la oscuridad su perdón germinó: más allá se hallaba un resplandor magenta, que hacía de las algas y las espinas pétreas un vago preludio para lo que estaba por venir. Con la vida coja, llegó torpemente ante el susurro de la luz: una cúpula por dentro, un santuario de mármol, una gruta de meditación. Un arbusto entre rojo y verde poseía turgente sus hojas, todas miraban al viajero con siete venas en la palma; sólo una sensación de amor y respeto brotó del vientre del bípedo, quien lentamente se acercó a la falda del arbusto y en ella notó que lo que parecía arena cubriendo el suelo, en realidad era una macedonia de cristales y semillas.
“Come siete, hijo mío. Intenta no rechazar tus entrañas y entonces conocerás… Sólo entonces conocerás…”
  Una transición desagradable brotó de cada poro en el lomo de Yehoshua, una cueva estaba siendo recorrida en la mente del viajero. Parecía como si una metáfora antropomórfica de aquella planta hubiese surgido desde el interior desde el origen de la luz y le hubiese abrazado, antes de entrar por la cavidad presente en el entrecejo; y mientras aquel hombre-planta caminaba por los senderos de la experiencia, en las extremidades de Yehoshua se iban dibujando siluetas lineales, se iban encogiendo y pronto resultó que su tamaño se había disminuido a un tercio.
“Ya está, ahora eres un ave. Un ave de viento. Anda, cántale a tu materia.”
  El hombre herbáceo tomó cuidadosamente a Yehoshua, hecho pájaro, entre sus cariñosos brazos, lo llevó por donde vino. El trayecto, a pesar de ser el mismo, lo percibía diferente, las algas no eran pequeñas, sino magníficas, y las púas no eran púas, sino escrituras de inmensa sabiduría plasmadas en los huesos de la caverna. La luz del día se acercaba y Yehoshua comenzó a desesperarse, algo de improviso se venía con mucha rapidez. El hombre dejó a nuestro pájaro sólo entre sus herbáceas manos y sin inmutarse lo lanzó más allá del follaje nuboso. Yehoshua primero vio las hojas de vahos, luego la piel pétrea del árbol, luego un ojo en cada uno de los tres soles, luego la lejana imagen de otros tantos árboles de nubes, luego la superficie marina. Comenzaba a caer, en espiral hacia el extremo suelo. La desesperación soltó carcajadas y sus alas dibujadas se extendieron humildemente, nada más que eso hizo y la grandeza del vuelo abordó los ojos del viajero: recorría Omilen antü desde arriba y podía ver cómo una de sus sombras se iba proyectando, remota e irregular, entre el oleaje ínfero. Las instrucciones del vuelo eran cariñosas palabras del viento, las corrientes de aire hacían que virara en uno y otro sentido, pero jamás aleteaba. Era un descenso dulce y paulatino, marcado por el ritmo del frecuento reflejo de la luz solar impactando el agua. “Excelso”, únicamente aquello se le venía a la difusa mente, “excelso…”.
           
Creyendo que sería un eterno estado de equilibrio, su voluntad tomó riendas del vuelo y sus alas aletearon en honor al infinito, aunque pocas veces; en tan solo un instante Yehoshua se encontró pisando la arena con sus pies de ave. Estaba en una isla pequeña, a lo lejos pudo divisar el grandísimo árbol de nubes en el cual estaba varado el Palacio del Liquen, también logró divisar el árbol en el cual vio a Venus, durmiendo dentro de una geoda. En esta pequeña isla no había mucho que recorrer, había unas raras inscripciones en la arena, que marcaban la diferencia con las otras coloraciones por notarse un poco más oscura y fina que sus hermanas meteorizadas. La pequeña isla comenzó a vibrar, poco a poco los deliciosos poemas que recitaba la marea fueron disminuyendo su volumen y para cuando Yehoshua logró llegar al borde de la isla tomó consciencia de que se elevaba; concluyó, naturalmente, que aquello que creyó era una isla era en realidad una de esas medusas fertilizadas por los sembradores. Siguió recorriendo la isla, con un torpe paso. Su instinto le decía que había algo más que tan solo la medusa y él. Germinaron tres plantas en la cúspide de la isla, luego Yehoshua se decidió ir allí, esperando por una mejor vista y un mejor entendimiento de la situación, y se encontró con otro pájaro, un pájaro de fuego. Éste estaba comiendo de algunas semillas negruzcas muy cercanas a las plántulas, Yehoshua pensó que sería algún habitante de ese malicioso pueblo, pero en cuanto en la consciencia del ave de fuego brotó la presencia del viajero, sus ojos se encontraron, una vertiente de familiaridad llenó en pecho de las dos aves y un reencuentro espiritual dio fin a la escena. El viajero despertó muy helado en la terraza del palacio, ya era el atardecer.
            Queriendo buscar explicación a aquello que se retorcía en su vientre, quiso sentarse a meditar y evocar la situación. Las lianas estaban allí a su lado, aun colgando, pero su coraje estaba anulado. Trajo hasta su existencia el bellísimo ojo del ave de fuego y creyó ver a Venus, a un Venus, pero Venus es único y además no tiene fuego… ¿Entonces qué sería? Cómo saberlo, las dudas eran tan grandes que iban rompiendo la vida en su vientre. Optó por no maltratarse y echarse a dormir ahí mismo. Se quedó mirando el horizonte, viendo cómo nacía la primera luna y en su contraste se hizo presente la imagen de la mismísima medusa en la que estuvo aquella mañana.
“Éste no es Venus, éste es Mercurio. Te he extrañado, Mercurio.”

Mercurio a lo lejos, quizá dónde, no pudo evitar mostrarse sincero ante la propuesta de Yehoshua. Calló un momento y ocultó su sonrisa absurda haciéndole cariño a su cabellera, tratando de ordenar sus creencias. Volteó y caminó hacia el pequeño pueblo, allí se perdió.

jueves, 11 de septiembre de 2014

Un nimbar


(…) Si bien el Palacio del Líquen y todo su paradisiaco vientre era inmenso, Yehoshua no tardaría mucho tiempo en recorrerlo por completo, la incipiente necesidad de recorrer la piel de Omilen antü ya estaba sembrada en los plantes del bípedo. Sin embargo, bajar del árbol de nubes era una hazaña casi imposible de realizar, sin perder la consciencia en el intento; la altura a la cual se encontraba desde la base del árbol era cien veces la altura del palacio. Venus no se encontraba en esta cúspide, sino que se encontraba por allí, o por allá, recorriendo esos senderos cardiacos y cruzando las cuevas alucinatorias, todo lo repartido por el manto de tierra intermitentemente fértil.
            Yehoshua iba sembrando ideas en su cráneo, para que alguna de ellas diera frutos en algún momento, un fruto que sostendría el proceso de llevar a cabo la práctica de aquella táctica escapatoria. Recolectando varias bayas de colores exóticos, recogiendo nueces amargas y ácidas, adornándose con bellas hojas, alegrándose con perfumes silvestres, todo para mantenerse ocupado y nutrido hasta que abordase la noche y los pastizales ominosos le permitieran extender su soñar por las tierras bajas. Lianas y fibras irían armando una escalera de esfuerzo que le permitiría bajar cien veces la altura del palacio y poder, finalmente, entregar su cuerpo a las amorosas aguas que reventaban contra las bases de los árboles de nubes y que también daban lugar a exquisitas playas en las mejillas de las dos colinas sembradas. Cuatro, cinco, seis y siete, los soles fueron derritiéndose en el horizonte. Brotaron las estrellas primas y a lo lejos se veía la retirada de un pequeño grupo de sembradores. La vista era hermosa, un atardecer potenciado por la rivalidad sensual de siete lunas y siete soles. Yehoshua, muy exhausto, salió del paraíso piramidal y de cara al atardecer elevó sus brazos, la palma de sus manos acariciaban aquella peculiar luz que no pertenecía ni al día ni a la noche, sino a otro lugar del universo que aprovechaba las transiciones diarias para hacer promoción de su propia existencia, un guiño de realidad y expansión etérea.
Arribó la noche, una, dos lunas y Yehoshua ya estaba tendido en la terraza natural del palacio; crecía entonces el frondoso matorral de sombra, las praderas oscuras y los árboles ominosos germinaron por primera vez, una noche prometedora. Con las palmas hacia el cielo, con el pecho hacia el infinito, con los pies hacia el origen, con la frente hacia la Lepisma y con los ojos hacia sí mismo. El preludio correspondía a la cascada racional en el valle del silencio. La transición fue la erupción volcánica por encima del embalse de pensamientos, el miedo solía brotar por encima de la lava… El intermezzo es siempre fugaz, pero trascendental; la golondrina vuela cerca de la cara, pero no se debe atrapar. La ligereza era diferente, el equilibrio ahora estaba sostenido por cuatro patas y abrigado por un curioso pelaje canino. Yehoshua se encontraba inmerso en su soñar y acompañado de otros dos perros de luz. Ágiles, veloces, atentos, contentos, corrían por entre las hierbas, por encima de la tenue marea, saltaban por encima de los ápices pétreos de aquellas colinas que despertaban paulatinamente de sus aposentos marinos. El onironauta no comprendía hacia dónde se dirigían, de seguro Venus no se encontraba entre ellos, Venus seguía durmiendo dentro de la geoda. Dieciséis palmadas, dieciséis pasos percutiendo contra el agua, todos en la misma dirección, en el mismo sentido y con la misma intención: llegar.
            La frondosa selva de oscuridad se difuminó, se abrió un claro inmenso y encima de él se encontraba la noche estrellada. Las siete lunas estaban ordenadas y la imperiosa luz cargaba los manchones en el pelaje de los tres canes, Yehoshua en ese momento sintió como una energía potente y abrigada recorría las venas azules del animal en el que se manifestaba.  Todo era ahora más claro, un flujo manganeso y fluorescente a ratos se repartía por las líneas de la pradera; un rocío de igual color, pero esparcido en el aire, se entregaba a las corrientes de viento que cortaban las aguas. Oscilaban las mareas, oscilaban los pastizales, pero los perros se mantenían estables en su lugar, enfrentando el oleaje esporádico con destellos de luz, destellos de amor. De pronto, los dos perros desconocidos se detuvieron de golpe; Yehoshua se esforzó por hacer lo mismo. Bajaron sus cabezas, rectaron sus orejas y el olfato dirigido hacia el llegar. Un amanecer de extrañísimas aves estruendosas reventó en el lugar. Las vibraciones provocaron un aumento considerable en ese flujo luminoso en los pastizales y aquella dolorosa luz se levantó enfrente de ellos, descubriendo un pequeño pueblo. Grotescas imágenes se presentaron ahí mismo, unas edificaciones aparentemente fúngicas, tan solo el contraste de éstas ante los ojos de los tres perros y por detrás de ellos las ondas mezclándose con el cielo, al igual que los pájaros entregados a su vuelo, escapando de aquello. El vientre de Yehoshua se retorcía, un sudor frío y la agudeza de los oídos; entidades hablando en idiomas extraños, bailando alrededor de fuegos verdes, ojos, bocas, pelo y serpientes. Qué sensación más amarga, qué ganas de volver en sí, qué ganas de abrazar a Venus y olvidar lo que presenciaba, olvidar que en Omilen antü se estaba desarrollando una patógena civilización, pero oriunda del lugar. Un desafío más anotado en la lista de la voluntad.
            Los perros fueron descubiertos por los oculares de uno de los pueblerinos, luego una fémina sollozaba con sus cabellos y una bruja apareció en la esquina de la pradera. Fuego, miedo, silencio, ruido, cantos, bailes, saltos, praderas, sombras, barrancos, senderos, dunas, médanos, terrazas marinas, árboles de nubes, algunas acacias, un oniscídeo y reventó la paciencia de los tres perros que escapaban del lugar sin querer intervenir; sus vientres se alzaron y con la oración más pura de compasión comenzaron a disparar amor a sus casi-captores. Algunos quedaron embotados por las balas de consciencia, pero otros siguieron persiguiendo a los intrusos más allá de los límites del claro. Una vez en aquella frondosa selva de sombras, el miedo sembrado en la cervical del manifiesto de Yehoshua se tranquilizó y varias semillas se mezclaron con la agitada marea que sostenía la persecución, muchísimos cardos tóxicos germinaban y crecían tras el paso de los perros, una barrera que los persecutores no pudieron superar, aterrados de la realidad.
            Despertó empapado en miedo, con el corazón bailando y el segundo sol mirándole de frente. Había acabado. Un pequeño pueblo había por ahí, por lo que había de tener cuidado ¿Qué sería de Venus andando por la faz del planeta? ¿Sabría acaso él de la existencia de estos violentos seres? Aunque Venus pudiese escuchar las súplicas de Yehoshua a lo lejos, éste seguiría durmiendo.
“Resiste, aún estoy muy cansado.”

Por entre las auroras del horizonte, embestía la melodía de varias cuerdas…

viernes, 5 de septiembre de 2014

Acacia trébol


(...) Las escamas de agua fuéronse imbricando delicadamente, las crestas pétreas que se levantaban más allá de lo que el mar alcanzaba a abrigar se mantuvieron erectas, para poder observar con mucha esperanza en la piel el regreso de la vida a Omilen antü. Los peces vela no paraban de dispararse ante la superficie terrestre y los demás árboles de nubes, que crecían a distancias considerables, germinaban y se armaban con una rapidez vivaz.  Pronto, muy ponto, la tez más sincera del planeta se tiñó de verde esmeralda y el reflejo de los cuatro soles restantes, precedente a la llegada de las siete lunas, se expandía como acuarelas de sudor.
Yehoshua se encontraba impactado, estaba presenciando el parto de la vida a una magnitud jamás comparable, un mecanismo biológico y espiritual estaba dando rienda suelta a sus engranajes de luz, nubes y tierra; sin embargo, el viento se quizo hacer presente en la frondosa consciencia del viajero y grandiosas ráfagas entregó a las alturas arbóreas de donde se encontraba. Los mares armaron mareas y la marea se adornó de oleaje: el silencio se escapaba aún más y La Nada volvió a tomar su forma respectiva, un tamaño no tan extenso. La Vida y La Muerte, con sus dos instrumentos de creación, estaban repartiendo el plumaje del Tentuu por donde su recíproco se lo permitiese. El globo estaba siendo puesto en marcha y con esto varios otros hijos directos de la Lepisma comenzaron a abordar la atmósfera del lugar. En el prefacio, Venus y el Mar ausente; tiempo después, Yehoshua y el Tentuu; luego de la ofrenda de los dos instrumentos, La Vida y La Muerte. A pesar de esto, y de que todos los personajes nombrados se le hacían familiar a Yehoshua (incluso su propio ser), aquella vida detenida en el tiempo, la flora y la fauna oriunda de Omilen antü, eran expresiones fuertes de oscilaciones silvestres de la región ventral del auditor y, más aún, venidas de regiones totalmente dispersas y desconocidas de toda la experiencia que, al menos en esta vida, Yehoshua pudo acatar.
Las tres vitalidades vibraban en frecuencias distintas y en ritmos confusos, pero la trenza no se desnaturalizaba y se hacía compleja. 
En el cielo comenzó a hacerse notorio un rubor grisáceo, una colmena de entidades triangulares se acercaba a gran velocidad. Cuando el viajero pudo discernir mejor cada una de las figuras que, como todo en Omilen antü, poseían dimensiones exageradas; las geometrías que surcaban los cielos eran planas, muy negras y en la punta llevaban un círculo blanco con extrañas figuras en su interior: Los sembradores. Viajaban ágilmente, mucho más arriba de las cúspides arbóreas, se movían sincronizadamente hasta que comenzaron a dividirse en en grupos exactos, dos, cuatro, ocho. Seis grupos se marcharon más allá de lo que los oculares de Yehoshua alcanzaban a digerir, pero los dos restantes se posicionaron encima de las dos colinas más gruesas que no fueron cubiertas por el manto marino. La disposición de vuelo permutó a una señalización directa hacia el suelo, giraron perfectamente y de cara al auditor que desde lejos apenas podía comprender el curioso comportamiento. Aún desde mucha altura, comenzó la lluvia de siembra; las dos colinas madres fueron fertilizadas caóticamente por los triángulos. Uno a uno, los círculos rayados fueron puestos en la piel pétrea y aceptados, posteriormente, por la colina. Un recivimiento, claramente quien creó aquellas semillas utilizó como vector la perfecta entidad de los triángulos, y quien creó aquellas colinas decidió perfectamente hacerlas el mejor vientre de gestación para aquello que se aproximaba desde abajo. Las plumas del Tentuu comenzarían a ser expresadas, en parte, por estas semillas circulares.
Desde el nuboso follaje de los árboles de nubes, bajaban onsicídeos hijos del bermellón. Cada uno, del tamaño de una duna, llevaba en su coronilla una estatua femenina. Cuando el camino del tronco rocoso culminaba en la superficie marina, estos caminaban sobre ella con sus numerosas patas sin inmutarse, sin hundirse. La densidad de sus almas era tal, que podían competir con el mar. Pululaban por entre las mareas, las olas, las colinas, los árboles de nubes, y por sobre todo, por entre la presencia de Yehoshua y su frondosa consciencia. El árbol de nubes en el que se encontraba el viajero no soltó ni siquiera un oniscídeo bermellón, dio lugar a uno colosal que estaba teñido del mismo color del mar y en sus numerosas crestas llevaba numerosos acacias. Cada acacia tenía espinas de cristal, flores de estrella y sus hojas trifoliadas saludaban al mar y al cielo. Al mar y al cielo.
La fertilidad despertaba en Omilen antü, en cuanto este último onscídeo de belleza excepcional se hizo presente encima del agua. Las estatuas de mujeres comenzaron eclosionar y de cada una surgió una de carne y hueso. Yehoshua cerró los ojos y comenzó a sentir, así como pudo comprender a las herbáceas del interior del Palacio del Líquen, comprendió el alma de cada una de estas mujeres:
"Hay varias mujeres, tantas como cualidades de la vida...Una mujer maternal, Kalypthos, bajo la luz del parto; una mujer observadora, Hybisqha, en la brisa del sol; una mujer pasional, Pethunna, en el umbrío día; una mujer devocional, Feerraqta; en el suspiro de una flor; una mujer interpretativa, Simbolia, en la terracota piel; una mujer que danza, Hwarkia, en la blanca arena; una mujer que canta, Rubossa, en la frase del conocimiento; una mujer que esculpe, Khayel, en la parda piel; una mujer que se expone, Annattus, en la luz de más allá; una mujer que siente, Güanduur, en el agua del arrollo; una mujer que predice, Plumbeia, bajo la luz del futuro púrpura; una mujer que otorga esperanza, Biyanqah, en el cielo de un viaje."
En cuanto cada mujer nació de sí misma, Biyanqah se acercó a la base del árbol de nubes en el que se encontraba Yehoshua y allí dejó un recipiente. Se marcharon los oniscídeos, con sus respectivas féminas, anunciando la fertilidad a los otros sectores del planeta. El oniscídeo colosal, que no tenía mujer alguna en su lomo, se sumergió en el mar. Un silencio de impacto abordó el horizonte, pronto colonizaron las Siete Lunas el manto, las estrellas salieron al encuentro de las dificultades y un aire de cansancio brotó de las cienes del viajero. Parecía que se alcanzaba un equilibrio después de tanto magno cambio, pero aún faltaban eventos por ocurrir en la faz de la visión; aquel oniscídeo se hundió en las aguas profundas para encontrar una cerradura en la ominosa altura inversa de la consciencia de Yehoshua, bastó de un pulso de amor para que se diera lugar a la germinación. En cada colina que se alzaba por entre las sábanas de agua, aquellas dos del principio, el rocío de la metáfora se hizo concreto y un pólipo aéreo se hizo de la piedra dormida, la cuna de tantas semillas puestas por los sembradores. Una medusa brotó primero, y luego una radícula que se extendía desde la semilla hasta el corazón. Uno, dos, tres, cuatro cotiledones abrían sus orígenes hacia la no tan lejana Lepisma, para luego entregarse a la oscilación de la noche. Las medusas se iban despegando intermitentemente de la tierra, dejando un orificio en su lugar, lanzándose a la calma de la sombra y la luz de las Siete Lunas. Tantas especies vegetales curiosas que se iban esparciendo por el aire. En un espectáculo de belleza como este, Yehoshua se quedó dormido. El follaje ominoso sobrevivió y se las arregló para hallar el aire cubierto de mar, praderas de negrura en todo el lugar, matorrales de negro y aves cnidarios.
Su soñar se desplegó un momento eterno; ya no era un hombre, sino un extraño perro. Estaba entonces a los pies del primer árbol de nubes y en lo lejano, en los pies de otro árbol, se hallaba el soñar de Venus. Cuatro patas se movían intensamente por encima del agua y por las hierbas de sombra, rebotando, percutiendo, expandiendo un ritmo de amor por alcanzar al hijo del Nilo. El mar, las colinas, las medusas y sus plántulas, las praderas negras, nada se le hacía novedoso en su soñar; sin embargo, al llegar a los pies de este otro árbol, brotó una sorpresa de su vientre, Venus no era como le había visto en su profundo ojo derecho, sino que también era un extraño perro que dormía dentro de una geoda partida en dos. La sorpresa fue tal que despertó a Yehoshua, pero ya era de día. A pesar de que el paisaje era indescriptiblemente hermoso, una única imagen permanecía en toda la extensión de la frondosa consciencia: Venus hecho perro, dentro de la geoda, acariciado por verdes cristales, en esa isla nacida de un árbol y bajo el follaje verde de otro, una acacia trébol. Las medusas continuaban su tranquila expansión, así, así. Así lo hacían, de esta manera. Voltearon todas la vista hacia el cielo, también lo hizo Yehoshua con una deliciosa sensación de que su pregunta había sido respondida.