viernes, 11 de abril de 2014

El origen de los fósiles



 
Entre los tépalos del sol se aloja una sombra incalculable, allí se encuentra el envés de la vida que se nutre de los reflejos del universo. Cuarenta y ocho diminutas estrellas caminaron por cada uno de las ominosa quebradas y fueron entre la opaca tierra fueron escupiendo esporas por cada una de sus azules risitas, cada una de estas dichas se entregaba a la gravedad de la incandescente flor y proliferaba en forma de un negro hongo por donde aquel desfiladero le permitiese, formando frondosos bosques de elegante sentimiento. Mientras los infantes corrían por toda la cañada, partículas de sus rocosos huesos caían y una vez en el suelo se declaraban sembradas; el cultivo de piedras en los tépalos del sol correspondía a la nueva generación de planetas de dicha galaxia, abrigados por el conocimiento del padre y germinando cada eclipse con las caricias lunares de la madre. Por encima de piedras y hongos se pasean nubarrones de marcada personalidad, nubes que todos los días rinden honor a los trilobites que, en rechazo del ruido, abandonaron la tercera galaxia; las vaporosas imitaciones fingen garrapatear por encima de las magnas piedras haciéndolas parecer apenas guijarros, y los densos bosques fúngicos hacen del paisaje un agradable susurro con aires de musgo. De hongos y  piedras se compone este infierno negro, pero luego se descubre que las quebradas con ponzoñosos caminos desembocan en el aliento primo de esta curiosa sociedad. Allí donde se extienden la raíz de cada tépalos del sol se encuentra una meseta en inversa y en el más profundo de los escalones yace el mar seco, y el corazón del mar seco aloja el corazón magmático del sol, condimentado con las turquesas aguas madres de todo el espiral planetario y las esmeraldas aguas padres de los soles pasados. En la costa de esta curiosa laguna se levantan monolitos de arena y en cada uno de ellos la esperanza de cada niño estrella, llegaron muy tarde para vigorizar el canto que los trilobites remotos siguieron hace cinco millones de años. ‘Cruzamos el espejo después del ruido, nuestra vida requiere de música’ escriben en su paso aquellas nubes imitando la última frase de los colonizadores fractales, motivando a la nostalgia del espiral entero porque no descubrieron el minuciosamente armónico detalle que tejieron detrás del sol, entre sus melódicos témpanos. Por su parte, los niños estrella dibujaron trilobites en la tierra, se pintaron de pena y de amargo, porque no pudieron escuchar las metálicas disonancias de una gloriosa batalla.
Cada mañana, cuando el sol abre sus ojos, el espiral también despierta y el tiempo vuelve a correr. La flor se abre y de cada tépalo nace un Bennu  que extiende sus infinitas alas para emprender el vuelo, llevando a luz a todos los rincones por si encuentra rastro de algún trilobites, o bien, cantando los doce nombres del sol para que hasta los sordos escuchen la súplica y emprendan viaje a la búsqueda, la única condición para realmente vivir. Y el sol no sabe, curiosamente que los añorados señores gustan de la música intensa pero opaca, aquella que no se vende a la luz de los ojos, aquella que germina con las caricias de la luna, aquella que crece entre las quebradas, aquella tan intensa que hace un mar entero algo seco, aquella que garrapatea entre los guijarros y huele a musgo; el sol se ha olvidado que es en el desierto, tan insolado, yacen las notas minerales que con la sombra y el envés de la vida hacen vibrar los armónicos corazones del instinto de los trilobites.