martes, 26 de febrero de 2013

Cuántas fogatas para la noche más corta



Estaban apenas reaccionando el hidrógeno y el helio en la protoestrella, se transmutaban, se apareaban en esa inmensidad sin aire. El ser luminoso y caótico había alcanzado una etapa de estabilidad máxima, tanto que logró formar una consciencia en el núcleo. El metabolismo del astro se detuvo y quedó con una variable forma rocosa y fluida, como una mitocondria en viva obra.
Se detuvo de su destino estrellado con el único capricho de no seguir la cultura de una estrella, quería crear su propio destino, idea que termina eternamente reflexionada y deformada en querer crear una propia cultura. Voluntad decidida a todo lo que esto requiera, tomó una forma rectángulas; luego dos extensiones que nacían de dos vértices hermanos; luego las vértices hermanas formaron dos extensiones más, pero con menor largo; por último, en el cateto que unía a las hermanas, se formó un rectángulo más pequeño, justo en el centro. Comenzó una alucinante caminata con sentido al planeta más fértil. A medida que se acercaba a esa gigantesca estructura, ésta ejercía una fuerza mayor, de forma que su velocidad crecía exponencialmente incinerante. Generó una herida en aquel lugar, sin embargo este núcleo no cedió a desaparecer. El planeta, que tenía un destino de decadencia, compartía la idea alterante del astro. El ser luminoso regaló toda la energía posible contenida en su ser, a pesar de que le incluso le comprometiera segmentos de la extensión vital. Lo que fue un radiante tallado de cristales infinitamente luminosos  se redujo a una geométrica figura en flamas. Todo valía en su odisea hacia la cultura propia, valía hacer un esfuerzo más al enterarse de que el planeta fértil también contenía una fértil cultura de ciertos reptiles y los primeros mamíferos. Pidió algún premio por salvar kilómetros de tierra de un destino empolvado, el receptor le permitió la creación de una cultura vegetal en su forma física, en la otra, permanecer en el centro de energía del planeta. El astro, ahora opaco y flameante, eligió uno de los experimentos de la génesis del propio cuerpo terrestre, una higuera. De un principio no se fundió con ella, debido a que quería aprender cómo mantenerle viva y reproducirla a través de tiempo. Cuando tuvo cuatro de ellas cubriendo un trozo del futuro valle de Jordán, se adhirió con la primera de sus higueras. Todos los conocimientos digeridos en la consciencia le dieron la posibilidad de mantenerse al mando en el interior de la energía del vegetal, en vez de seguir ocupándose del mantenimiento de ésta. Buscó en la moldeada hoja en forma de flor, pues el fruto no le daba más que la masificación del sabor. El momento en el que terminó esa perfectamente compleja entidad de origami floriforme, pertenecía al último día de primavera, la noche más corta. Dejó su flor artificial en la copa de su árbol y allí le vio cerrarse. Esto ocurría en cada solsticio de un ciclo de estaciones, siendo éste el canal para adherirse a la cultura del flameante. Apenas un mamífero de la primera especie de éstos y el más adelantado reptil tomaron la flor en aquellas fechas, fueron el principio de la nueva cultura. A pesar de que los dos integrantes, muy simbólicos, se dedicaban a ordenar y organizar, el astro no sentía que había formado una nueva cultura, sino la base de ella. Un hecho inédito le dejó divagando en su pasado, la especie de reptiles súper avanzados fueron secuestrados por otra civilización, proveniente del lejano universo al que una vez perteneció. Imaginó el destino de aquellos troodones robados de su origen, sabía que algún día volverían. Lamentó haber dejado su cuerpo celeste, pues habría incluso tenido la posibilidad de llevar una galaxia entera adelante. Tenía un silencio suave y rugoso en su cultura, pues sus dos integrantes entraron en un estado meditativo que maduraba sus cerebros, para poder apenas acercarse a las capacidades que la flama tenía. El planeta le pidió paciencia, así hasta que un simio, bípedo y lampiño por secciones, se encontró con el ardiente rocoso. El animal sólo tendió sus extremidades superiores, que aferraban unas ramas secas. La mente del mono quedó saturada al instante, una inundación de emociones y recuerdos con colores imposibles. La situación se repitió en otros lugares del mundo y resultó en esperanzas del astro. Tendió su mano en la llamarada para encender el parte de él mismo en las ramas, arduamente recolectadas por los diferentes personajes que se le cruzaban. Ellos, con todo el cuerpo sudando de lo insólito, llevaron la primera llave de civilización a sus manadas.
Al pasar los siglos iba visualizando cómo estas tribus diferían y crecían en medio de los diversos medioambientes. En varias ocasiones se presentaba imponente en sus fogatas, pero ninguno le entendía, no tenían la más mínima noción de la flor, ninguno de ellos tenía una falta de cultura, todas las tribus formadas poseían una gran energía propia, de gran dominación. Una vez más la llama tuvo que esperar a que de estas tribus surgieran cuestionamientos. De la nada llegó otra civilización espacial y se dedicó a sintetizar nuevos bípedos. “Humanos” les llamaron, les obligaban a robar minerales de las montañas. Además de domesticar al humano, se dedicaron a exterminar a las civilizaciones que les pudiesen atormentar. Pocas sobrevivieron a la hecatombe étnica. Los extranjeros dejaron la semilla del humano y partieron, dejaron una cultura falsa y mentirosa. Fue aquel destello de vacío cultural en los bípedos artificiales que le mantuvo atento, al punto de que tuvo que acoger físicamente a dos de ellos: Rómulo y Remo. Cada vez que Luperca era sometida por las noches enamoradas del frío, la llamarada encendía su corriente de temperatura y desde la higuera les abrigaba. Aún así, los pequeños no lograron ver la flor después de varios solsticios vividos. De pronto, los frutos de su árbol se volvieron más atractivos y se fue masificando por varios lugares de lo que, siglos después, llamarían Europa.
Toda la evolución seguía, con ello las enfermedades. Los humanos transportaban algunos trozos de las higueras a lejanos lugares  y el astro aprovechaba para hacerlas fecundar con la tierra, pero en uno de los lugares que crecían, cedió a una de las vidas para seguir un juego inteligentemente armado, que le llevaría al éxito en su empresa: en Jerusalén se paseaba un esquizofrénico fanático con un grupo de inocentes discípulos que juraban que este hombre, Jesús, traía la verdad. Nadie se enteró de su verdadero origen, nadie le vio leyendo la Biblia, su madre no le puso barreras al momento de cambiarse el nombre, prefería al de aquel personaje tantas veces nombrado en el testamento. A pesar de que era un enfermo mental obsesionado con el libro, maldijo a la higuera no por no dar frutos, sino que precisamente porque estaba escrito de esta manera. El astro simplemente extrajo toda el agua de aquella higuera para que, al día siguiente, le vieran muerta y aumentara la fe de los humanos en el mesías. Grande fue su suerte, cuando algunas personas le vieron cuidando de sus higueras, le llamaron Diablo, Demonio, Satán, Satanás, entre otros, pues le confundía con el personaje antagonista de la Biblia. De esta manera, se acrecentó el morbo entre los bípedos y en ocasiones hacían fogatas invocándole mediante sus seudónimos, incluso inventaron una serie de variados rituales auto flagelantes, de sus propios cuerpos, como sus propias culturas, para hacer ofrenda. La gente inventaba historias, muchas cosas que incluso comprometían a la higuera como la residencia del mismísimo señor de las tinieblas. El astro se estremeció al notar que los seres, deseosos de otra realidad diabólica, probaban sus frutos con saña y hacían fogatas con sus maderos durante toda la noche. Por esto, cuando los dos integrantes terminaron su maduración, organizaron un festival que llamara la atención en esa importante noche, distorsionando la realidad con la energía que la mimetizada flor poseía en sus pétalos. Se hubieron creado los instrumentos musicales, cuando un cualquiera se lanzó en las raíces descubiertas de una higuera, bajo los efectos de la obra de Dionisio. El hombre cargaba un mandolín sin saber cómo utilizarlo y le gritaba al vegetal que se hacía llamar Juan. Al día siguiente el bípedo se internó en los suburbios musicales de España, alardeando que el Diablo en persona le había enseñado a agitar los dedos. Lo ocurrido fue que el flameante le acompañó esa corta noche de fin de primavera y le enseñaría a tocar su valioso instrumento a cambio de que difundiera la leyenda de que la higuera traía efectos milagrosos. De a poco los humanos se acercaban a las vegetaciones de la flama justo en esas noches cortas para fijar sus deseos en cosas que les pudiesen favorecer. Los primeros dos integrantes comenzaron por iluminar tesoros escondidos, el astro se dedicó a enamorar parejas de humanos. Mientras más humanos se acercaban a éste árbol, más a la luz dejaba su flor, que solo los más decididos se atrevían a quitar de la copa, se llevaban la flor y la dejaban en algún lugar: los favorecidos, eran aceptados en la nueva cultura y unas semanas más tarde eran robados de la realidad; los no tan suertudos, recibían fortuna y felicidad, motivando un nuevo intento. Pronto la cantidad de integrantes fe tal, que se dedicaban a jugar con la gente y sus supersticiones culturales, pues los hacían esconder tres papas bajo la cama para probar suerte de destinos futuros; los hacían beber agua bendecida, les hacían manchar un papel de tinta y doblarlo dos veces, las figuras que se formaban al abrirlo les causaban una millonada de interpretaciones y centenas de incertidumbres personales; se aparecían entre las fogatas, avivando sus flamas. Aquellos elegidos para la cultura, cuando eran secuestrados, realizaban los rituales de iniciación, donde les hacían caminar tiempo atrás, en que la noche es cortísima por el amor que tiene el Sol de la Tierra, les hacían tomar nuevamente la flor que se llevaron y encender una colosal fogata dentro de ella. Todo esto hacía que la noche más corta pareciera ser la más larga.
Fogueiras de São João, Jonsok, Sankthans, Midsommar, Jhannus, Jaonipäer, Midsumer, noche de San Juan. Así lo escucha el flameante mientras se dedica a plantar los esquejes de su primera higuera, su Ficus Carica, árbol doméstico que, a pesar de ello, crece con sus raíces respirando la superficie, que decide vivir en lugares rocosos y difíciles, incluso tan fuerte como para destruir el piso, el esquema natural del piso.

miércoles, 13 de febrero de 2013

El origen del sacrificio



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Las milésimas de segundo antes de ser despojada de su órgano vital, ella creyó que su alma se dirigía hacia el sol. Apenas pudo sentir dolor, pues el deleite de regalarle un amanecer más a su pueblo, la sumergía en un mar de sensaciones placenteras. Sin embargo, en un abrir y cerrad de ojos, el paisaje cambió rabiosamente: ya no veía a los personajes que le ofrendaban al sol, mirándole una  a la cara y el otro a pecho, sino que se precipitaba a la vista un rudo desierto. Allá, muy lejos, se encontraba y diferenciaba de todo el paisaje una pared de pura arena grumosa. Justo al frente de donde la muchacha se encontraba, se posicionaba una estructura de metal oxidado, como una puerta, casi enterrada en la ladera del murallón de tierra. Vaciló un poco su decisión de avanzar, mas se volteó para buscar alguna respuesta o explicación a su paradero tan inesperado. Sólo había un resplandor blanco ensordecedor, un abismo de luz que terminaba justo donde comenzaban sus pies, donde empezaba esa arenilla amarillenta y sutil. Por alguna razón, sus cuestionamientos se calmaron y sus miembros se dirigían hacia la lejana cordillera. No se cansaba al caminar, tampoco le quemaba su morena piel el hecho de que todos los soles posibles se encontraban viajando por el cielo que le cubría, como la humilde e inofensiva cipsela. Los harapos que vestía se desplazaban en ese espacio, como si caminara tranquilamente en el fondo de un lago. Su pelo se despedía del resplandor que le empujaba a un futuro fuera de tiempo.

Lentamente se venía acercando el infinito murallón, de igual manera se acercaba esa estructura paralelepípeda oxidada entre el gris, el negro, el terracota y el cromo. La muchacha respiraba, sus pistachos miraban cómo cuarenta y ocho pequeñas figuras custodiaban la falda de la geometría. Cuando estuvo muy cerca, cuando tenía que elevar el mentor para poder divisar los bordes del metal, logró definir bien lo que eran esas cuarenta y ocho entidades, pequeños hombrecitos hechos de sombra, le llegaban apenas más arriba de la rodilla. Sólo eran siluetas humanas muy básicas, parecían sacadas de jeroglíficos africanos, como si una espátula de tierra las hubiera despegado de la roca. La miraron sin ojos, la escucharon sin oídos, aunque ella ni siquiera separó sus labios. A ellos no es causaba extrañeza que al joven se encontrara ahí, sus cabezas le apuntaban. Se sentó en frente de ellos y les observaba, de vez en cuando miraba ese agradable cielo de soles en la náutica para cruzar el murallón. Se preguntó qué había del otro lado. Se despedían uno a uno los cuerpos resplandecientes, una luz residual se acomodaba en lo más alto de la pared y luego, sin estrella alguna, apareció la noche muy impía, devorándose todo bocadillo luminoso, pero se olvidó de la sensación de luz que hacía apenas visible el lugar terrestre. Ahora sí, ahora los hombrecitos se veían inquietos, se voltearon los unos a los otros y entre cuatro, dos por cado lado, llevaron a la muchacha en dirección a la cima de la muralla. Giró su cabeza hacia atrás, cuando ellos la llevaban subiendo casi perpendicular al suelo, y se dio cuenta cómo de la arena se desplegaban millones de otros hombrecillos, mujercillas y muchachillos, todos se paraban, se sacudían y subían la pared. Parecían ser hojas de papel recortándose del piso, para ser sombras una vez más. Después de cierto tiempo, la mujer logró llegar a la cúspide, del otro lada no había resplandor, sino que seguía extendíendose el desierto; por otro lado, la cordillera se extendía infinitamente en los dos únicos sentidos que tenía. La gente de sombra se agrupaba de a cinco o seis, formaban un círculo y cavaban en el centro, juntaban sus manos y a los pocos segundos la sombra de algún cactus, árbol, arbusto o hierba surgía de la tierra, creciendo intensamente. Los cuatro hombrecillos la invitaron a cavar el agüero, pues jalaron sus manos hasta que tocó la arena. Ella lo hizo, puso sus manos como cubriendo un huevo del frío, sus compañeros pusieron las suyas sobre las de ella. De allí surgió un árbol, no muy alto, un poco frondoso. Debido a que no tenían coloraciones más que la tonalidad del negro, no pudo identificar qué árbol era. Unos instantes después, se fijó que los demás vegetales florecía: de las sombras de cactus nacían flores blancas muy brillantes, llegaban a su mejor etapa y se separaban de su origen para flotar en la inmensidad del desierto; de los árboles, las flores y los frutos reventaban como burbujas y dejaban nadando en todo lo oscuro un montón de semillas, adornándolo todo mientras existían flotando. Cuando el árbol que ella generó comenzó a dar frutos, se dio cuenta que era el árbol de la sangre, el granado. Reventaba sus frutos con una esencia rojiza y luego crecían más del mismo lugar. Tomó conciencia de la verdadera inacabable extensión de la cordillera, pues de los dos lados nacían rastros luminosos más allá de donde su vista alcanzaba a digerir. La gente comenzó a cantar de rara forma, los pequeños y los grandes pronunciaban repetidamente “uolololo kl, uolololo phu, pokololo uo, sesiongh”. La joven se estremeció completamente ante tan hermoso ritual. Cuando cesaron las frutas y las flores, las vegetaciones se deshicieron y masivamente las sombras volvieron a la superficie interior para tomar sus respectivos lugares. Hasta entonces no había notado que el piso arenoso y plano estaba conformado ordenadamente por toda esa gente, de manera que la única que verdadera extensión de tierra era la peculiar cordillera y el desierto escondido detrás de ella. Sólo podían dejar su lugar cuando el negro les hubiera devuelto la tonalidad. Bajaron nuevamente los cuatro hombrecillos de la mano de la joven. Se posicionaron los cuarenta y ocho en sus lugares y el resplandor venía desde con la muchacha provenía, los soles viajaban una vez más para cruzar la muralla.

La muchacha se sentó en frente de los guardianes que protegían el rectángulo metálico. Pronto se ordenaron del lado derecho de la estructura, en fila. Ella miró hacia atrás, venía un sombrero de trapo; del mismo tamaño que su cuerpo; con tres plumas negras y una blanca, del lado derecho de la visera; del lado izquierdo, una bolsa de tela amarrada con algo; la corona formaba una mano negra; a la altura de la frente de joven, se encontraba la abertura que dejaba a la vista los amarillos ojos de quien venía dentro, pero no eran más que dos brillantes esferas. Se detuvo frente a ella un momento, se apartó y se dirigió al metal. Sin esfuerzo alguno, la mano del sombrero le reveló que aquello era un gran portón en el momento que era abierto, del otro lado se encontraba un pasillo del que se notaban destellos azul utramarinos. El ahora portero, entró. Se volteó para mirarla, hasta que lo siguió. Caminaron por largo rato, las paredes se hacían cada vez más altas, el techo era el universo explícito, razón del exquisito resplandor. Los pistachos lograron divisar un límite, una pared que detenía su caminata. Bajo ésta, un roquerío de piedras redondezcas, con diversos tamaños y siempre ovaladas. El portero se detuvo cerca de una piedra, tomó la bolsa de tela y la abrió, todo con la extensión de mano. Dejó el objeto en el piso y de él salió un ajolote. El anfibio tenía seis patas que se escapaban de los seis agujeros oculares del cráneo que residía, tenía una inscripción cromosómica en la parte correspondiente a la frente. Caminó y luego se subió a la piedra cercana. En consecuencia, las demás rocas vibraron y reptaron, formando dos grandes estructuras: la primera, en la pared que marcaba el fin del camino, la cabeza de una serpiente con ojos de ámbar; la segunda, una inmensa mano de cinco dedos y cinco uñas, justo en el lado izquierdo de la cabeza. Sin siquiera mover los labios rocosos-reptilosos, la colosal figura extendió la mano y dirigió la boca hacia la chica para decirle “Fuiste descorazonada como ofrenda al sol. Deposita tu cuerpo en mi mano y posiciona tu alma en mi boca”. La joven se percató que cargaba con su propio cadáver, se quedó pasmada, aferrada al presente. “Responderé todas las preguntas que quieres formular. Estás aquí porque eres un sacrificio, tu muerte es diferente a las demás. Tu separación de la realidad tiene dirección. Tu cuerpo lo depositaré en la tierra que te envió. Tu alma y conciencia me pertenecen, con una de ellas puedo procrear estrellas. Todo esto es un juego bien armado; inventé el mito de los sacrificios para ponerlo en la mente de quienes promulgarían tal cosa con la fe de sus dioses, mitos también. Soy quien hace rotar la energía y la materia en el universo, mas los sacrificios son mi combustible. En este preciso instante te encuentras en mi tumba, descubierta por el universo. Una vez que te entregues a la eternidad, tu consciencia será diluida en todo, por ello es que cada uno de los seres pensantes cargan recuerdos que no les pertenecen”. La indígena sentía que su vida y creencias no habían sido más que mentiras. Dejó su cadáver en la palma rocosa y luego se puso en la boca de piedras. Dejó de existir. El ajolote entró en la bolsa, la estructura colosal se desmoronó y el portero retornó el camino, llevándose el anfibio. Cuando salió de aquel lugar sin lugar, se fijó si entre los soles que se decidían a cruzar la pared se encontraba aquel naciente. El piso se desintegró, pues toda la gente de sombra se paró, siendo aún amarillentos, para cantar y bailar el nacimiento del nuevo sol, la nueva flor. Satisfecho, el portero volvió de la luminosidad con otra hazaña en los ojos, él si tiene claro el origen de los sacrificios.