jueves, 25 de diciembre de 2014

Bermellón

Era el gran día, aquel que determinaba la cola emplumada de los ciclos lunares. Como había siete seductoras damas vestidas cada una del blanco que más le representaba, la sincronía en el espiral de sus faldas era desigual y caóticamente hermosa; había unas cuantas que bailaban con resentimiento ante el aliento bien reposado de siete soles que se habían marchado en el horizonte; había otras que en su baile se trazaban caminos por sobre la piel de la noche, y bajo sus diminutos pasos espirales y giros desatentos enraizaban semillas mitológicas, llenándose el vientre de estrellas cromáticas y pintorescas colonias de radiados y rayas. Además, había unas pocas señoritas, dos para ser exactos, que llevaban entre sus faldas los bailes más curiosos y cadavéricos de todo el ciclo nocturno: eran las damas que llamaban al amanecer. 
Espanta y despierta, acerca y observa, calma y empalma, noventa y sesenta, atenta y contenta, tantos filamentos incrustados en el cráneo blanquecino de cada una de estas dos damiselas, palabras que eran disparadas como flechas por los nativos, aquellos lograban mantenerse aún despiertos en las horas cúlmenes de la noche y las horas más mozas de la mañana. Y si bien sus hermanas más jóvenes tenían rayado todo el manto azul y negro con historias bellas sobre cosmos y peces, estas dos últimas levantaban una historia como dos fresnos que sostienen un bosque; para que los siete soles pudiesen seguir el camino correcto para crear el día, había que trazar una sincera línea de ominosidad distinguible, aquella que es tan espinosa que puede diferenciarse con recíproca facilidad por entre el frondoso contraste que crea el baile de las lunas y camino de los soles. Es por esto que estas dos últimas damas, macabras por sobre todo, bailaban a manera de espiral invertido, y bajo cada acto de percusión sobre la faz del planeta con los infinitos pies, un miriápodo -igual de infinito- era sacrificado; las escamas de la muerte se adosaban al exoesqueleto del insecto y creaba telarañas mandálicas en círculos perfectos, incluyendo en ella un orden místico superior  de personalidades pétreas y almas minerales. Así, un calvario de cienpiés era trazado en medio del amanecer incipiente, y la luz sangrienta manchaba los vértices más extremos de las faldas de las dos blancas brujas, haciéndolas una abstracta unidad más sucia y mundana. Lo que no sabían los soles, es que el camino que seguían estaba hecho originalmente hecho con espirales de muerte; lo que no sabían las lunas es que tras el sendero de sacrificios un murciélago, hijo de otras tierras, iba devorando cada uno de los miriápodos ofrendados, lamiendo en primer lugar los cúmulos de muerte -que a tales alturas de descomposición tomaban forma de quitones-, defecando instantáneamente. De esta manera el murciélago se convertía en un anónimo alquimista capaz de invertir muerte en vida, pues de sus heces brotaban numerosos homúnculos que el vuelo ultrasonoro ahuyentaban las sombras nocturnas, y sus excrementos atraían estampidas de isópodos, los verdaderos guías de los siete soles. Ocurría, entonces, que por efectos del contraste entre baile y caminata, los isópodos parecían ser trilobites, los seres sagrados que expandían el universo por orden de la Lepisma; garrapateando por lo que no existía y concluyendo en la creación, era entonces la labor de los siete señores de luz colonizar con frecuencias sabias las nuevas tierras que cabían dentro de la Razón. 

A pesar de todo este asunto confuso entre soles y lunas, había un sabio ser que se paseaba por los párpados del tiempo sin ser afectado por el día y la noche, un crinoídeo bermellón, quien comprendía por qué estas tierras eran cada día más extensas, a pesar de tener cada día las mismas dimensiones. Todo su ser era una flor.

viernes, 12 de diciembre de 2014

Iris

"Hay ocho ojos en el cuerpo, cada uno concibe al mundo de una forma distinta, pero todas son necesarias: Un espiral contínuo y lleno de escamas magnificamente imbricadas; la vida relatada;  aquella sincronía perfecta de vocales y llena de colores;la pulpa del desierto; la cúspide de la selva; el fondo de una montaña; la pureza del mar; la solidez del aire. Olvidar tan bellos detalles porque una espina se nos ha enganchado a la piel sólo nos traerá dolor, dado que la vida únicamente nos pide vivir."
En el comienzo, la Lepisma dispuso infinitas partículas divinas incrustadas en las telarañas invisibles que se tejen bajo sus patas, eran el rocío de la vida. Mientras su paso por la nada era infinito, había que llenarlo de creación y, de esta manera, dejar un rastro de recuerdo por los pasajes y senderos que jamás antes habían existido. Esta es la caminata pionera, una caminata que emprendía cada una de las voluntades evolutivas que surgen por simple sincronía de emociones, sentimientos y contrastes. 
Cada una de aquellas partículas divinas formó un espiral en sí misma, repartiendo la vida a manera de fractales y de las más infinitas y originales formas, donde ningún color se repetía y ningún patrón era similar a otro; la diversificación iba a pasos agigantados desde ínfimos suspiros hasta colosales gritos. Luego llegó el polvo y lo húmedo se hizo viscozo, el paso por lo gélido de lo absoluto terminó por solidificar la piel más externa de estas entidades y la Lepisma les llamó Hydeass (planetas). La personalidad cromática que carcaterizaba a cada Hydeass estaba determinada por la cercanía con el vientre de la lepisma, formando de esta manera un arcoiris onírico. 
Allí, por donde los colores de viento comienzan a ser notorios, germinó un Hydeass que se encontraba especialmente asociado a la pata más izquierda de la Lepisma; en ese mismo lugar se daría origen al Bennu, la expresión máxima de las partículas guerreras que componían la existencia de la Lepisma. El Bennu fue, en un principio, un león con bellísimos filamentos que ahuyaban "melanismo" por cada brisa se le topaba, y por cada ventarrón salpicaba versos de sombra, y por cada tormenta nacía de su mismo pelaje una monstruosa versión de la involución, pero por cada huracán que se le ponía en frente un ojo devorador aparecía en algún lugar de la invisible telaraña, devorando cualquier primordio de vitalidad. A pesar de su magno poder, el león Bennu rehusaba de acometerse contra su padre directo y prefería llenarse de conocimiento. Omilen antü fue el nombre que dio a aquella tierra ventosa y desértica que le dio lugar, una vez que recorrió las cavernas cardiacas que concluían en el corazón del planeta, una vez que conversase mil años con aquella personalidad esférica, magmática y pétrea. Subió entonces la montaña más árida y alta de su tierra y plantó allí una semilla ventral, por la que comenzarían a fluir extensas y finas raicillas que conectarían cada una de las articulaciones, musculatura y huesos del planeta a su propia voluntad. Decidió, entonces, ir recorriendo la telaraña invisible para llenar su oscuro pelaje con los colores más sinceros, los mismos que iban componiendo la existencia de la Lepisma, pero en una expresión más burda y física. Comenzó por recorrer los senderos cósmicos, una vez que aprendió a observar los distintos niveles de la materia; luego se paseaba por las regiones etarias, porque se enamoró con el tiempo, y se correspondieron. En uno de sus viajes llegó a toparse con la cola de la Lepisma, en el sector más imposible y onírico de toda la existencia, la creación y la inversión (aunque no existía cosa alguna que pudiese superar lo que había más allá de lo existente, sólo la Lepisma podía concebir en su experiencia las grotescas vivencias en la Nada); y en esa zona descomunal se volvió estudiante de las hermanas Turritopsis: Nutrícula y Dohrnii, concluyendo en la magnífica capacidad de nacer y renacer, la trenza perfecta para ir por siempre con su amado eterno, el mismísimo Tiempo, y sin hacerle actuar como hipócrita ante su labor, dictada por la Lepisma.

Con el tiempo, el león Bennu llenó su ominoso pelaje con minerales hexagonales, la púlpa cristalizada de geodas recóndicas, hermosas arcillas, y su pelaje fue hecho con plumas ofrendadas por numerosas aves paradisiacas que se repartían por todo lo recorrido. Uno a uno fue recolectando los fragmentos de su personalidad y una vez que se sintió completo, decidió comenzar sus labores divinas en el planeta del que provenía; al llegar, muy cansado del eterno conocimiento, descubrió que por las tierras desérticas habían aparecido mares, ríos, lagos, una variedad intensa de personalidades botánicas y sobre ellas una variedad aún más intensa de personalidades evolutivas cinéticas. Por entre algunas acumulaciones de amor y seguridad geográficas, se discernían bípedos que se contaban entre ellos mismos la llegada de un antiguo dios, aquel que cuya furia fue a encarar. Desde entonces, cuando el Bennu descendió sobre la montaña más alta de Omilen antü, un altar de vida le vino al encuentro, y una fuente de espiritual revivió la personalidad implume de su melena, evocando en aquella cuna todas y cada una de las aves que componían su follaje cervical.
"Allí mismo le vi bajar, poniendo sus bellísimas patas sobre la piel verde de la selva, sentí entonces cómo se levantaba la tierra ante su encuentro. Se separaron varios árboles, pero un palmar dio lugar al lecho de nuestro dios Bennu. Me acerqué temblorosa y me dijo "Shanti, darás a luz a Kumo, mi único hijo, y le enviarás con la voluntad del viento". Desde ese momento que llevo una semilla en mi pecho, esperando mi muerte para crecer sobre mi tumba, aquel Kumo que quiere nacer en la cordillera de la que vengo...Con ocho ojos quiere observar las ocho montañas, y con ocho colores primos dira sus primeras ocho palabras."

miércoles, 10 de diciembre de 2014

Otrora fábula

Habían ya germinado mil años desde el nacimiento del Bennu, y éste aún seguía en su cuna de aves respondiendo las dudas que yacían en los cráneos de los vivos, al existir una fuente directa de respuestas, todos aquellos curiosos se convirtieron en peregrinos y emprendían viajes desde donde fuese hasta Omilen antü, con tal de concebir una conversación sincera y ventral con el hijo directo de la Lepisma, aquella que está en lo más alto del universo. 
En un pueblo circular, en medio de las llanuras, nació Azhir. Esta fémina quería encontran la solución al flujo del tiempo y lo estático de espacio, pero nadie en toda la región podía responderle; decidió entonces emprender un viaje hasta el lecho de Bennu, que se encontraba por donde nacían todos los ríos. Tomó un equipaje ligero, dado que las condiciones climáticas de la zona daban lugar a una inmensa serie de recursos nutritivos suculentos y también secos, y luego emprendió su viaje con el pie izquierdo; con la mano derecha se despidió de su bien conformada familia sin considerar la reacción de ésta, sin previo aviso y sin advertencia ni pista alguna. La noche se lanzaba por sobre la arena y encima de ésta crecía el tradicional matorral sombrío, cada noche, haciendo de las llanuras un denso bosque de oscuridad en el cual incluso crecían pájaros de luz, que comían todos y cada uno de los frutos lumínicos que cuajaban a la media noche y concluían la madurez un par de horas antes del amanecer. Un festival de canto y degradación ante la aparición el primer sol, luego el cielo se pintaba de vida y se hacía visible la flora perenne de las llanuras. Azhir saboreaba con gusto la primera gran transición de su vida, sin saber realmente a qué se dirigía cuando el Bennu respondiese aquella pregunta tan grande y peligrosa al ser respondida.
Fruto tras fruto, arrollo tras arrollo, loma tras loma, así transcurrieron treinta días de paso ligero por los pies de Azhir, así muy rutinario día y noche adornado por siete soles y siete lunas hasta el encuentro de los pies de las mesetas verdes. El contraste era abrupto, caótico, brutal y grotesco, puesto que en cuanto terminaba la arena reventaba una cubierta verdosa de frondosidad envidiable, y luego de un cielo muy despejado se encontraba el intenso flujo de seres que entraban en la selva en busca del lecho del Bennu. Azhir no podía distinguir si era más denso el follaje de todos aquellos árboles, arbustos, pastos, suculentas y colosos, o la carne de quienes buscaban respuestas entre los espirales de plumas. 
Allí, en el punto exacto donde la arena de las llanuras abrazaba los pies de las inmensas mesetas verdes, crecían esporádicamente comunidades de Cucú que, según los cuentos que le contaba la abuela Shanti a Azhir, era la planta que correspondía a la mítica Plumbeia, crecía de aquellas lágrimas muy sinceras de su pecho que siempre ocultaba ante los ojos de los otros dioses. El cuento también contaba que el fruto del Cucú, algo así como un melón muy verde por fuera y color desconocido por dentro, fortalecía todos los sentidos del cuerpo, pero para obtenerlo había que cantarle y rezarle a la planta y si se tenía suerte, la eterna floración de ésta culminaría en el pepónido. Azhir se sentó de rodillas y saludó a las plantas de primeras; en cuanto hizo esto, la cara de cada una de las flores se dirigió hacia ella. La situación le sorprendió, se sacudió los espasmos y cerró los ojos para comenzar a cantar:
"Un color me ha encontrado en la noche...y la noche se sorprendió...una sorpresa regó al color...y el color se abrió...La abuela me dio una valija...para guardar el color...pero el color era tan grande...que la valija reventó...Entonces puse el color en la noche...pero el día se lo quitó...Creí que todo se había perdido...pero entre el día y la noche...un nuevo sol brilló...aquel sol, era mi color.."

Las flores comenzaron a llorar y se cerraron, para abrirse al anochecer, pero ya no eran flores, sino tres frutos de Cucú. Azhir tomó los tres, abrió uno para comerlo y notó que el color que había dentro del fruto era el mismo color que describía la abuela Shanti cuando le enseñó la canción. Masticó, sintió el extremo dulzor y luego mucho dolor en las muelas. El intenso flujo y las voces del gentío que entraba en la selva cesó y únicamente un canto escuchó; los árboles abrieron paso a un túnel en medio de toda la frondosidad y había cabellos que marcaban un camino hacia un paradero lejano. Azhir partió con su pie izquierdo y se despidió de las llanuras, caminó y caminó y encontró a Plumbeia muy luminosa, jugando con ochenta roedores blanquecinos a los pies de una cascada. Sin querer ofender, pero muy voluntariosa, escapó del lugar para no quedarse jugando eternamente con Plumbeia, como cuenta la leyenda, así que siguió el camino de cabellos que se escurría muy cerca de la cascada. De la nada comenzó a correr muy desesperadamente, y la selva se volvió un silencioso palmar, a lo lejos el fulgor del Bennu se hacía notar y sobre él un constante espiral de pájaros de todos colores reflejaban la vida que emanaba el león. Se acercó sigilosa, con los pies ligeros y llenos de historias, el león la observó con amor y mucho antes de que Azhir comenzara a formular su pregunta, el león saltó de su lecho y le mordió el cuello. En vez de espantarse con la respuesta, la muchacha miró hacia el cielo y pudo ver por entre los pétalos de cada pájaro aquella montaña que daba lugar a todos los ríos. Sintió, por último, la tibia sangre de su interior mezclándose con su morena piel y tambien cómo el Bennu le dejaba cariñosamente en su lado izquierdo, pudo distinguir que no era la única en el lecho del león, sino que habían otros cuantos en la misma situación, quizá presa de la misma pregunta. Cerró sus ojos y se entregó a su muerte, satisfecha.
"Ya estamos todos, madre, padre, hijo, hija, hemano, hermana. Es hora de comenzar"
Azhir abrió sus ojos, su consciencia se había unido a la de los otros siete participantes y se encontraban inmersos en la vitalidad del Bennu. Escalaba con belleza aquella única montaña y en cuanto alcanzaron la cima, llena de nieve y la extrema hermosa vista, pudo apreciar absolutamente todas las aristas del único continente de Omilen antü. Entonces saltaron hacia el norte, con mucha fuerza y amor, y antes de caer, una nueva montaña surgió. La orogénesis de la segunda generación comenzaba ahora, es la nueva época en donde se persiguen ballenas para aprender su lenguaje. El único idioma que no conocía el Bennu era, precisamente, el de las ballenas.

Cuando la lepisma recorría lo absoluto y la nada, se encontró con un efímero, y éste le disparó unos maravillosos cetáceos. Cayeron en algún lugar de su corazón, y el Bennu, el Tentuu, fueron a buscarles y aprender. Que el tiempo es mito y el espacio su pareja, pero los dos están hechos con espirales de pájaros y una misma piel mineral.

jueves, 6 de noviembre de 2014

El cambio

(...) Yehoshua despertó un día más allí, en la cima de aquel árbol nuboso. Ansiaba tanto poder correr por los bellísimos valles soñados de todo el planeta, recorrer las llanuras, los médanos. Había algo en su interior que le decía que habían regiones pantanosas y otras muy tropicales, que toda la diversidad del planeta estaba llegando a la madurez de de colores y las formas más hábilmente diseñadas. Cada una de las rojas plumas del Tentuu habían de llevar a su punto correcto, expresando exageradamente una partícula de la voluntad de aquel ave, nacido de un huevo de sombra. La espalda, no obstante los siete soles, seguía fría, cada día, cada noche, cada amanecer y cada atardecer. La sensación tan densa de aquella mañana le hizo recorrer toda la historia que tenía pendiente en si mismo, desde las plantas de sus pies se extendían infinitos hilos de seda, cada uno unido al origen del viaje; un hilo dorado que cruzó todo un universo para llegar desde el planeta anterior a Omilen antü, por el mismísimo sendero que une al cielo y la tierra; pero más atrás se encontraba Egipto, se encontraban los Jardines de Babilonia, los condimentos, los colores, y entre las acacias de una playa, Venus. 
Sus ojos sedimentaron, se voletó y el norte de su cara estaba ahora dirigido hacia la cúspide de la pirámide, el Palacio del Líquen. Extrañas sensaciones le causaba que Venus, su amor aparente, le tuviese encerrado en la altura del todo. Las nubes son hermanas, los soles y las lunas son padres y madres, pero los pies debían recorrer la tierra, el pelo recorrer el viento, los ojos recorrer los senderos, desde aquí sólo podía conocerse bien el ciclo del éter. Tapó las lágrimas de plomo con una de las hojas que utilizaba como almohada; las amarró a su pecho y se cansó de reaccionar. Recorrió el exterior del palacio y se las arregló para escalarlo, algo que jamás en todo el tiempo en potencia decidió hacer. Rompió, casualmente, algunos líquenes, escaló por los helechos, luego se aferró a la piedra negra y finalmente llegó a la cúspide: un pequeñísimo altar. Se sentó y meditó.

"La piel de Yehoshua se hizo primero escamosa, luego se hizo líquida y se derramó por todo el palacio. A manera de lubricante, las cuatro paredes de la pirámide resbalaron, se abrieron y cayeron desde la cúspide del árbol; aquella maravillosa flora onírica alojada en el interior estaba ahora expuesta a los caprichos de siete soles, pero aquellas lágrimas de plomo guardaron el alma de cada una de las plantas, serían entonces las plantas sagradas de Omilen antü. 
Inmensas medusas vinieron desde la cueva en la que se alojaba el hombre planta y tomaron en sus coronillas cada una de las joyas. Se entregaron a las oraciones del viento. Una última medusa se quedó en el lugar, rezando, despidiendo esta etapa del planeta, en la cual finalizaba el reinado de Venus y comenzaba otro..."

Una sabia Anaconda, hecha completamente de piedra, se estrelló contra los pastizales de agua; venía de muy lejano, cerca de la esquina del universo, donde se sintetizan nuevos soles. Se varó en los estromatolitos angulares, abrió su boca y dentro de ella dormían plácidamente Wadi-Rum y Q-atz que, ante el recibimiento del sol, despertaron con tibieza. Encontraron primero sus ojos, uno turqueza y otro mostaza; luego sus manos, una de ceniza y la otra de grava. El Tentuu, esta vez con un magnífico follaje rojo, estaba en las afueras de la Anaconda y extendió sus alas para dar sombra a los durmientes. Un larguísimo viaje les esperaba, había tantos árboles que saludar...

"Aquella última medusa, culminó sus rezos. Tomó su propio cuerpo, lo dividió en tres y se marchó a repartir el amor que se había cultivado a lo largo de su meditación. En todo este viaje, el viento había puesto la primera semilla en su coronilla, ésta germinó rápidamente y un diminuto sol germinó. Ahora, sea de día o de noche, el camino poseía una luz propia, que no alteraba los colores de la realidad, que no despertaba a las hojas, que no ahuyentaba a los chacales ni a los caimanes."

jueves, 23 de octubre de 2014

Una fábula

Dijo:
Hace seis milenios, entre las llanuras pardas del Mediterráneo Cardíaco, los caprichos del planeta dieron lugar a una hermosa meseta que luego fue rodeada por un cordón montañoso; cinco montañas muy vigorosas protegían aquel pequeño paraíso de los vientos hostiles que corrían al exterior. Similar a un cráter, en la sinceridad de esta tierra santa se desarrolló una serie inmensa de formas de vida, permitiendo así que se originaran civilizaciones:

   "En el resto del planeta, una paleta de paisajes pintó una vez al bípedo, a los pies de un hermoso árbol, bajo la sombra de una frondosa selva. Aún siendo tosco, el instinto de las primeras tribus les desafió a superarse y entonces decidieron repartirse por los demás colores que pintaban la cara del planeta. De esta manera, una fracción valiente de estas tribus, cruzó las extensas llanuras, los infinitos médanos, y creyendo a esta mejilla tan lisa como papel de agua, fueron sorprendidos cuando entre sus ojos surgió la impactante figura de las cinco montañas protegiendo el diminuto paraíso. Wannah, le llamaron."

Desde allí, las chozas gozaban del absoluto cielo, de la inmensa noche, la longitud de lo eterno, los colores de lo que no se acaba. Aquel cráter era un ojo potenciado, conectando los nervios eléctricos desde lo más recóndito del corazón del planeta hasta lo más remoto de la coronilla universal, en la mismísima frente de la Lepisma. 
Por un milenio, crecieron y se desarrollaron perfectamente, pero las profecías tribales anunciaban un encuentro entre todas las subdivisiones del mismo ser bípedo; correspondía que se encontrasen todos, en lo que dura un abrazo, para compartir y crecer; las experiencias y los desafíos de la evolución irían a ser revelados bajo el mismo árbol, bajo la misma selva. 
En Wannah, los habitantes no eran muchos, pero habían conocido bastante sobre lo que es la vida, comprendido los complejos sistemas de armado de cuerpos, la disposición de los huesos, la numerología del pensamiento, las personalidades de los siete soles y las siete lunas, la palabra que había en el pecho del planeta...Todo lo habían comprendido, a excepción de que ellos mismos eran parte de un organismo que se desarrollaba al interior de este cráter:

"En las laderas interiores sólo crecían árboles hermosos, enredaderas planetarias, arbustos bizarros, toda una flora valiente. La fauna era un fractal de los frutos, del follaje, de las semillas y las raíces. Sin embargo, al exterior de este santuario de vida no crecían más que unas curiosas plantas, la amapola negra. Cuentan las leyendas, que esta hermosísima y extrañísima planta era la mismísima personalidad de Güanduur, que ante la presión de mil demonios, separó todas sus células y las esparció por el planeta... Sólo germinaron aquellas que le permitían ver lo muy lejano y tener cerca lo muy cercano."

Un anciano, un bebé y una mujer de frente clara fueron seleccionados democráticamente para representar a la pequeña tribu; el anciano por su conocimiento, el bebé por ser el fruto de toda la cultura, la mujer por ser el pilar de la vida, Annemonae. 
Los tres seres fueron bendecidos, despedidos por toda la tribu y dotados de los útiles más prácticos para sobrevivir en el viaje: una choza tejida con amor, semillas recogidas con el alma, agua guardada en una vasija del vientre, voluntad condimentada con la piel de toda una cultura. Bailes, cantos, colores y llantos, todo para entregar a los tres viajeros al mismo camino por el que los ancestros tomaron, pero en reversa. Fue necesario, entonces, escalar la montaña más alta y alcanzando su cúspide, lograron apreciar la inmensidad de las llanuras, los médanos extensos e infinitos, la flora sumida en lo pardo y el cielo descansando sobre toda la tierra, la inmensa tierra. Cuando fueron bajando la ladera, el anciano encontró el fruto de la flor de amapola negra; sabiendo lo que se acercaba a sus vidas, tomó la mano izquierda de Annemonae y le entregó seis de estos frutos, otros seis los fue masticando y los cinco restantes los puso en la capucha del bebé. 
El desenso fue magnífico, una introducción completa al paisaje que se encontrarían la mujer y el bebé fue relatada por el sabio y cuando por fin llegaron a los pies de la montaña más alta, el anciano murió. Annemonae, desesperada se lanzó al llanto, pero su mano izquiera limpió sus lágrimas rápidamente y un fruto de la amapola se escabulló entre sus labios:

"El principio de todo es el cambio. Habeis estado un milenio entero estabilizados, es hora de levantarse y marchar, querida mía. Llevas a tu espalda a tu cultura entera, aliméntala y quiérela. Si no dudas y cumples con todo lo que el cielo y la tierra te pidan, este imposible camino por entre los cuchillos de viento se te hará posible y despertarás en tí y en el bebé la naturaleza que ha madurado en las alturas del cráter. Hijos míos, hijos del viento y el conocimiento..."
Dos frutos más se entregaron a la garganta de la mujer. El primero trajo un miedo; el día se hizo noche y el frío se hizo material. Por entre las llanuras corrían seres de cristal que intentaban asustar a la mujer y al crío, pero el amor en el vientre fue mayor y el pánico se transformó en una pobre decisión. Los pies avanzaban, las sandalias fueron haciéndose delgadas. El segundo fruto trajo a la mujer los recuerdos de antiguos amores, aquellas plantas humanas que marcaron el útero con asfixiantes raíces, pero el llanto esta vez fue un aliado y el plumaje del esfuerzo brotó por entre los hombros de esta mujer, ahuyentados fueron todos estos carroñeros de falso amor que apenas alcanzaron robar trozos de un inmenso corazón, que se recuperaba a la velocidad de cualquiera de los afilados vientos. 
Los efectos de la planta fueron disminuyendo, cayó el día y los siete soles sobre la paz de la mujer, aterrándola y derritiendo su voluntad. Queriendo buscar alojo bajo la sombra de los matorrales, fue asaltada por los ancestros de su raza y sacando fuerzas desde la planta de los pies, se levantó y se volteó para apreciar todo el camino recorrido. Gran error, o perfecto hecho:
"Cuentan aquellas pinturas, que cuando Annemonae puso sus ojos sobre el lejano Wannah, las cinco montañas se levantaron y comenzaron a caminar lentamente hacia ella. Bajo el cráter, el paraíso de su cultura, yacían los más hostiles vientos, millones de ellos, todos fueron desatados y las tormentas de cielo se repartieron por el firmamento. La palidez en la cara de la mujer se deshizo una vez que agitó sus pies en busca de alguna salida. Los mil demonios azotaban a Güanduur parecían haberse convertido en dolorosos vientos y se acercaban para partir su piel, y la del niño."
Annemonae corrió y corrió, alcanzando velocidades inmensanes, comprendió entonces el mensaje de la planta sobre su origen ancestral, sobre ser una hija del viento. MIentras corría, puso los últimos tres frutos entre sus dientes y con mucho amor los masticó. Comenzó a cantar como un gran huracán lo hace y las montañas escucharon sus plegarias; se tomaron de las manos y los animales en las cienes de la mujer la rodearon en su persecusión por la vida. Las llanuras concluyeron en un acantilado, más allá sólo había mar. Ni los ancestros ni los relatos cantados hablaban sobre esta limitancia, sólo el viento podría cruzar el mar. Tomó al bebé en sus brazos y lo soltó al aire, cantando y empapada de conocimiento, y éste, como si hubiese nacido en un arrollo de sal, siguió una dulce trayectoria hacia la lejana vida, hacia aquel encuentro tribal.
"Annemonae se quedó plantada en la tierra, meditando, cantándole al sol. Las montañas permitieron que el pequeño, al ser el fruto de su cultura, se llevase a si mismo como una semilla entregada al viento. Los animales que se escurrieron por las cienes de la fémina, de un salto se escabulleron en la cienes del crío, poniéndole un número en el vientre y un nombre en la base de su cervical: Medusae."

domingo, 28 de septiembre de 2014

Rigodón del lince

(…) Creyó despertar, entonces, Yehoshua de un pequeño efímero destello minúsculoide-magnificoide de onirificación cristal tornasolar. Tenía aún la mente embotada, vibrando pesadamente mientras cada uno de los valles de su cerebro iba consumiendo el agua que un aluvión de experiencia y conocimiento dejó en absolutamente cada rincón, ladera, quebrada, meseta y cordillera de su cuerpo. Por un instante, creyó sentir que la flor de su pelo había aparecido, saludando aquello que le recibió en el sueño. Se levantó, entró al palacio del Liquen y ahí se hallaba, por primera vez, un Silencio; una serpiente con lecturas imbricadas por toda la piel y los ojos atentos a la vanidad del tiempo. Sin esperar que se le comprendiese, se largó a hablar:
            “Siete soles y siete lunas había sobre mi, cada uno tenía una distancia radial y perfecta desde donde se encontraba mi Voluntad florecida, y aquella distancia era proporcional a la cantidad de conversas trascendentales que he mantenido con cada uno de aquellos cuerpos luminosos en mis días en Omilen antü. Siete civilizaciones lunares que pareciera que nunca conoceré; siete mil tépalos solares cuya sombra pareciera nunca disfrutaré. Sin embargo, trilobites, nautilos, un quelonio, seis helechos de fuego, una araña de vino, estrellas sedentarias y estrellas nómadas, reptiles sin carne y felinos implumes, un hipocampo hipnótico y dos medusas glandulares salieron a mi encuentro. Aquellas dos medusas se alinearon frente a mi flor ventral, y en la transmutación de la luz perfecta, se hizo visible un tercer cnidario que me recitó un poema azul Saturno:
Con tu extremidad más pura,
Extiende el horizonte del ser.
Toca, entonces, el vientre del universo
Justo ahí, en el centro del pececillo;
Aquella entidad cuyos cristales imbricados
Trajeron bajo sus innumerables patas
Los colores de los planetas
Los nombres de los infinitos
Y la consciencia divergente.
Puse mi dedo, de no sé qué mano, en la antera más obvia de la medusa, pero antes de que pudiese tocarle de lleno ella tomó mi brazo y me llevó a recorrer el planeta entero. Me hizo conocer la altura, ésta se encuentra muy por encima de las copas de los árboles nubosos; nos disparó contra una llanura marítima y pronto, recorriendo la carne pétrea, nos encontramos con la pulpa de luz, allí pude apreciar la inmensidad vida cinética hilada con el corazón del planeta; luego, tomó con uno de sus tentáculos un hilo especialmente grueso y pude sentirme dentro de una manada de camélidos corriendo unas praderas desconocidas, que concluían en un bosque de troncos altísimos y dotados de flores anemófilas; sentí, entonces, que observaba la escena desde la copa de una palmera, pero la medusa tomó mis cienes y me hizo girar la vista hasta la costa, donde unos hongos de esponja mineral habían crecido a lo largo de años incontables, permitiendo que la vida tomase lugar en sus sombreros; un ave marina nos miró hacia abajo, y en su ojo despertó el vuelo de esta percepción, recorrimos toda la cordillera de agua; allí donde culminaba la cervical de algo, se encontraba una cuenca eterna, habitada por grandísimas narices, una serie de colores herbáceos potenciados colosalmente donde millonadas de artrópodos se movía entre poro y poro; este último flujo nos hizo recorrer alguna de las cuevas cristalinas que se hallaban escondidas entre aquella selva de patas, donde el agua recorría las paredes como los humores del viento recorría las almas. La oscuridad en aquellos lugares era combatida por el amor líquido, pero pronto unos destellos de piel me hizo percibir una nueva etapa del viaje: las tres medusas y mi consciencia habíanse fundido en un solo animal de cuatro patas. Mirábamos desde abajo como tantísimas civilizaciones se desarrollaban en Omilen antü, pero luego comenzamos a observa un camino de piedras flotantes nos llamaba a recorrerlo; cada piedra tenía su respectiva textura, coloración y humor. El primer paso lo dimos y reventó una luminosa palabra, éramos ahora una lamprea. Un oscilar y éramos ahora un celacanto. Así sucesivamente: una babosa colorida, un seudópodo, una planta hexagonal, el fruto de la tierra y el fuego, un tornado foliar en un desierto, un canto gutural, un polinizador, un guerrero del miedo, y tantas otras cosas que no logro recordar. En el cielo se paseaban cuatro planetas: Urano, Mercurio, Venus y Saturno. Cuando llegamos a ser una medusa por completo, las siete lunas y los siete soles estaban sobre mi nuevamente, pero pestañé y el paisaje de Omlien antü era el mismo, el mismo que logro obtener después de tantísimos filtros racionales.”

            El silencio lo miró con desinterés y le preguntó “¿Quién creó los soles y las lunas?”. 

sábado, 27 de septiembre de 2014

Mercurio sobre cuatro rodillas

(...) Una pluma rojísima, muy bella, llena de sensaciones que irisaban el corazón que alojaba su pecho. Quinientas estrellas cruzaban el manto, por ahí las siete lunas muy dispersas, muy atentas. Quinientos amaneceres se compactaron en uno solo y las visiones de una aurora astral dieron lugar a la germinación de varias meditaciones de grueso calibre en cada una de las células experimentadas de Yehoshua. Cambio, cambio puro; la pulpa del flujo se desarrollaba claramente en el vientre de aquella planta suculenta, aquella Astrophytum que habitaba las praderas volcánicas en la moralidad del viajero. La aridez del cielo, la humedad del alma, la hostilidad del sueño y el manto severo de amor.
Estuvo en la postura de flor de acacia por mucho tiempo, aquella mañana, hasta que se decidió por ir a buscar unas cuantas otras lianas al interior del palacio y bajar nuevamente a la gruta de meditación para encontrarse una vez más con el hombre verde. Los nubarrones en el árbol de nubes anunciaban, quizá, que unos cuantos frutos, aquellos peces vela, faltaban aún por cuajar. Se preguntaba Yehoshua, cómo es que sería la flor de aquellos árboles tan pétreos, tan toscos. La piel de piedra se encontraba en aquel momento más oscura de lo común, y la cueva parecía más tenebrosa que la primera vez. El viajero se balanceó con las lianas y al alcanzar la boca de la cueva no soltó la cuerda, sino que la amarró a una de las protuberancias que nacían del interior. Su paso fue lento, muy pausado, debía recorrer ese camino de fe y algas rojas con mucha cautela para no caer presa de las dolorosas crestas que se repartían por los laterales del camino. A medida que avanzaba, su seguridad se iba derritiendo y su paso se hacía cada vez más curvado, al punto de que se encontró gateando por entre las algas. Se asomó por fin el resplandor pacífico de la gruta, y allí en el centro aparecía la planta hija de un siete mucho más familiar que la vez anterior. Se recostó a la sombra difuminada del arbusto, en un lugar tranquilo entre las semillas y los cristales; pequeñas praderas de colores divididos recorrían el suelo y la arena. Pronto comenzó a sentir cómo es que el hombre herbáceo recorría las cuevas de su mente, hasta llegar al mismo lugar en el que él mismo se encontraba. Una vez más lo tomo en brazos y le dijo:
“Hijo mío, hoy puedes extender tus alas y también tus ojos. Ave de viento, escucha la poesía de tu cuerpo y encuentra en ese mapa de ensueño todas las respuestas que bajo cada pregunta se ha puesto.”
Lo llevó por el alucinante camino de vuelta, por entre la realidad de la cueva, y en la culminación de la oscuridad, le lanzó hacia el follaje nuboso. Un ala índigo, la otra también, un pecho de flujo y los ojos bien abiertos; Yehoshua estaba aprendiendo a volar. Omilen antü crujía, crecía por varios sectores. Primero planeaba, con las alas tensas y planas, obteniendo de esta manera muchas pistas de lo que ocurría. Esta gran altura le proporcionaba una vista lujosa de todo lo que ocurría aquí y allá y más allá y más aquí. Se levantaron más colinas, desafiando a las aguas; se acumularon en archipiélagos de esfuerzo y formaron valles pequeños y valles grandes; otras tantas levantaron un rey de arena y a su alrededor decoraron con un desierto. La vida y la muerte no tardaron en colonizar las nuevas tierras, tampoco tardó Yehoshua en definir éste lugar como primer destino.
Cepas de viento, palabras de aire, plumas con vapores, todo cuanto cruzaba le daba una pequeña instrucción del vuelo, hasta que el infinito calló sobre el vientre del ave y en ella hizo germinar los secretos del aleteo. Lentamente, la caída de Yehoshua se fue degradando y antes de impactar con el mar, se encontraba con que su reflejo viajaba a la par con él, en la misma dirección y con la misma astucia. Un primordio del vuelo le hizo mejorar su consciencia, eludiendo pequeñas olas y disfrutando del agua que saltaba de la superficie para felicitarle, para besarle las mejillas implumes. Tan pronto como su reflejo desapareció, apareció la arena bajo el aleteo. Los cristales en aquella tierra fueron tan sinceros ante la llegada del viajero, que le lanzó cada uno un color imposible para demostrar de esta manera cómo es que se pinta la personalidad del desierto. Tomó mayor altura y desde aquí pudo ver cómo, al igual que cuando en el soñar se hallaba entre dos compañeros, dos aves de viento se agregaban a la trinidad de su voluntad. Sincronía perfecta, hasta los errores y torpezas del principiante eran imitadas por sus dos complementos trascendentales.
Aquel desierto habitado por dunas no estaba vacío de verdor, un pasto poco constante y valiente brotaba esporádicamente de la tierra, sin dejar aún su flor al sol; ocasionalmente aparecía un árbol de mediana estatura, bien erguido, de hojas negras, flores que evocaban la vida y se notaba contento entre la arena; era común ver otro árbol con hojas largas, una inflorescencia dulce y pariendo continuamente una sombra maternal; más común era ver un arbusto de tamaño mediano, unas hojas pequeñitas y flores con coloración amorosa, se repartía por entre los pliegues de aquella clara pliel y le contaba a Yehoshua, cada una de éstas, cuál era su milenaria edad. Hubo dos plantas muy vivas que despertaron una curiosidad inmensa en las tres aves, una planta que siempre era flor, era seria, fuerte, hostil y directa; se repartía con una frecuencia tan baja que parecía milagro ver una y esa única no era un simple retrato de débil carácter, sino que era un palacio inmenso de espadas que cortaban el viento; la otra planta era una palmera centenaria, aparecía en las colinas de las dunas más altas y allí se disponía a saludar al viento, mover sus grandísimas hojas paralelamente al oscilar de los humores aéreos. Aquel lugar, aquellas dunas y toda la personalidad del paisaje trajo a Yehoshua un inmenso sentimiento sobrecogedor, un reencuentro con las raíces de su propia voluntad, la percusión en su pelo y en sus plumas.
Escurriéndose por el valle de las dunas, cruzaba un puñado de elefantes de tierra, quizá con la piel mineralizada; encima de uno de ellos se encontraba Mercurio con todo su esplendor de fuego y en su pelo notábase el resplandor de su belleza. Sobre los otros elefantes iban varios nativos del pueblo hostil, aquel que se escondía en lo obvio de una pradera. Un festival de música exacta se evaporaba de sus intenciones, sonaban flautas y platillos que tenían un efecto reflector sobre los cristales y minerales en la tez de los elefantes, despertando texturas y patrones mortales. A diferencia de los demás nativos, Mercurio no tocaba algún instrumento, sino que esperaba algún punto de llegada para imitar las texturas con su propio cuerpo, pero encima de un paquidermo no podía alcanzar el equilibrio suficiente que sus pies requerían para salir al encuentro de la respuesta artística. El pasto vibraba ante la visita, ante el paso de aquella caravana tenebrosa pero tranquila y contenta. Yehoshua aleteó con la trinidad de sí mismo y esquivó todos los obstáculos dotados de rodillas que infestaban su camino hacia Mercurio. Se posó en la coronilla del elefante, justo enfrente de los ojos de aquel hombre de fuego; disparó Yehoshua con el ojo izquierdo, como objetivo era el ojo derecho de su auditor y para cuando aquella bala hubo cruzado todo un intervalo de aire y auras, la verdadera sonrisa de Mercurio se presentó y en Yehoshua brotó el verdadero color de su plumaje: azul Saturno.

Un ave angosta despertó al viajero de su recorrido con un canto gutural atemporal. Aquel pájaro estaba, al igual que Yehoshua, muy instalado en la terraza exterior del palacio. Desconcertado, el bípedo se sentó en el borde del sector y con sus piernas colgando se dedicó a observar los cambios ocurridos en el paisaje del planeta y, a pesar de la lejanía y todos los intermediarios nubosos, pudo divisar cómo a lo lejos nacían las dunas vivas y entre ellas aquella caravana tenebrosa. Se estiró, dio gracias al cuarto sol y cerró sus ojos para seguir la educación que el canto del ave le proporcionaba. Mediodía en Omilen antü, fueron fertilizadas las últimas flores de vapor, con aire culminante, y el viento ofrendaba semillas al cielo. 

miércoles, 17 de septiembre de 2014

La escolopendra

(…) Aquel día, despertó más allá del atardecer, había ya dos lunas cruzando el cielo y bien pendientes de que en su trayectoria no impactasen con la millonada de semillas celestes que brillaban por ahí, tanto lejos, tanto cerca. Se puso de pie, le pesaban las cienes, tenía hambre en el vientre. Entró al palacio y ahí ya estaba germinando la flora ominosa; se le hizo un poco difícil pasar por los pequeños claros que se formaban entre la frondosa selva, dado que los primordios de pasto salían al aire con una esperanza pulida, tanto que dañaba la piel parda de los pies. Se las arregló de alguna manera para cubrirse la base; primero tomó hojas anchas de la flora no-ominosa y se las amarró con varios segmentos de liana. Recorría silenciosamente los pasillos de las crecientes paredes negras, veía como se ahogaba también el verdor de las especies perennes, al menos perennes respecto a un día completo. Su instinto lo tenía hipnotizado en un paseo de contrastes, pues sólo podía percibir las hojas de sombra al compararlas con las paredes interiores de palacio, un tanto más claras. Un pie tras otro, una luna tras otra.}
 Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, Yehoshua, ocho… ¿Ocho? Una luna calipso acaba de nacer en el horizonte, se dejaba ver por entre el portal que daba a la terraza exterior del palacio, sin embargo, su luz era aún más intrusa y se hizo lugar entre la hierba ominosa y las otras leñosas; un seco resplandor indicaba a Yehoshua que le siguiese. Volvió entonces el bípedo al portal y desde allí siguió, temblando, el sendero resplandeciente que la octava luna tejía para él. El bosque se veía distinto, todo lo que estuviese fuera del camino, tanto sombra como leña y hojas, tenía una realidad vibratoria muy curiosa, muy inestable, pero Yehoshua no se podía detener a observar cómo las cosas fluían en si mismas, debía continuar su paso por la tierra calipso. Hubo recorrido bastante, cuando comenzó a cuestionarse las dimensiones del interior del palacio y también la densidad de la frondosa selva, partida por un rayo, también le pareció extrañísimo que, a pesar de las grandes zancadas temporales pasasen por su experiencia sin problema, la luna octava seguía allí, desfigurada, geometrizada, aterradora, apaciguadora, contenta, silenciosa, atenta, concreta, invariable. La lluvia de preguntas disipó sus nubarrones con la aparición de una hierba, la única verdosa en esa celeste noche. Sus hojas, pista de ser semillas de un cinco, lo saludaban, lo llamaban. Púsose entonces de frente al sendero, mirando a la luna, en la posición de la flor de acacia y con la planta interceptando el trayecto lumínico entre la octava y él; un suceso maravilloso de combustión instantánea dio lugar a un fuego ferroso y aquel humo, liberado de la forma poco variante de las hojas, comenzó a dibujar… Bucles, espirales, fractales, patrones, texturas, todo sobre un fondo negrísimo, el palacio ya no estaba más allá del bosque y el bosque tampoco estaba. Estaba la luna frente a Yehoshua, estaba la planta muy dentro de Yehoshua, estaba aquel vapor voluntarioso habitando el hambre de su vientre, pero convirtiéndolo en devoción.
“Mi querido, ahora somos amigos nuevamente. Te amo tanto como tú me amas, y de la manera en que nosotros nos amamos, el Tentuu nos amará.”
Un miriápodo, para ser exactos, una escolopendra, se formó claramente de aquellos dibujos de planta chamuscada. Su cara de serpiente trajo un recuerdo muy recóndito y muy ajeno a la mente de Yehoshua: las quimeras. La escolopendra osciló sobre si mismo, se torció y entre la rendija de su cuerpo se invocó un ojo. Para entonces, el viajero ya comprendía que la planta quemada volvía a germinar, pero ahora ya no tenía sus raíces en la tierra, sino en el viento; además aquella serpiente dotada de patas infinitas le relataría visualmente lo que sensorialmente la planta no podría, pero todo era uno, todo era lo mismo a cada momento y, paralelamente, nada tenía solidez. Una peculiar serie de frutos se fue dando lugar en el camino del humo, primero nacía un ápice distinto del tallo de la historia, luego presentaba una flor y más tarde, ante la comprensión perfecto, la flor era fertilizada y el fruto quedábase allí, un planeta.
“Uno. El planeta de las quimeras cultivó en sus vientres un canto de moralidad; la música, tal como fuego, purifica  a quienes no pertenecen directamente a la tribu roja. Un magnífico animal, un león mineral, vino desde el Cero y tomó la más joven de las quimeras.
Dos. Nibiru era un planeta infestado de vicios, pero nadie sabía que hacían mal. Sus habitantes colonizaban los archipiélagos celestes y extraían la más pura vitalidad de los planetas, cortando desde raíz lo que el universo con tanto esfuerzo demoró en hacer germinar.
Tres. El león y la quimera llegaron al planeta, infundieron un amor tan grande y una moral tan basta que la mayoría de la población en Nibiru se suicidó de pura culpabilidad. Un verdadero aluvión de almas fue ofrendado al cielo. Una parte sobreviviente de la población escapó a un planeta muy fértil; la otra escapó a uno muy erosionado.
Cuatro. La civilización de la luna, que cuidaba la vida en el planeta fértil, tuvo contacto con la piel de la nada, hablaron con ella, compartieron con sus células y la amistad floreció con creces. Un huevo tóxico nació de allí, pero los componentes para su eclosión estaban inmensamente repartidos por lo que habita debajo de las patas y el vientre de la Lepisma. Cuando los colonizadores de Nibiru llegaron al planeta fértil, éste comenzó una lenta degrades, pero sabían los Lunares que de allí surgiría uno de los componentes necesarios para la eclosión del huevo, de tal manera que tanto el planeta fértil como la civilización de la luna se dieron el lujo de  permitirse un gran desafío de restauración, una vez que el virus antropomórfico fuese pulverizado.
Cinco. La parte de la población que llegó al planeta erosionado, logró comprender que alguien más había construido ese pequeño magnífico, muy hostil sobre todo. Una civilización ausente había pulido en su interior la magnífica consciencia. Yehoshua, una civilización como aquella es la que debe existir en la faz de todo planeta. Fundieron su propio ser con la inmensa tierra y todas sus piedras. El huevo tóxico, tú y el tercer factor están haciendo de Omilen antü un ápice de ello, siguen sus pasos sin saber que lo hacen. Así es como funciona.
Seis. El planeta erosionado encontró una conexión con uno de sus habitantes. Se dio lugar al estudio de la neurología planetaria y un viaje por todo el universo comenzó a existir en la experiencia de aquella civilización que logró sobrevivir de la hecatombe moral. El trabajo que los primeros hicieron, renació en varias generaciones. Aquel planeta era más viejo de lo que parecía, y hubo tenido más vida de la aparente.”
Siete…”
Todo ese conocimiento ingresó por toda la existencia de Yehoshua, el plutonismo apareció en todo su ser y el conocimiento apareció. Sedimentaba en la parte más baja de la consciencia y estas piedras se mantenían allí un momento, criaban alas y se lanzaban a volar, a nadar, a planear, a cortar. Viento, mucho viento corría por allí.
El miriápodo se difuminó, también los dibujos de la planta, el fondo oscuro también lo hizo y por fin, por entre lo negro, apareció una montaña. Muy distinta a la geografía de Omilen antü, ésta se parecía más a las antiguas edificaciones naturales que había construido la mismísima orogénesis en su maravillosa obra, el planeta -(y antes de que se supiese su nombre, un tropezón alteró el flujo de la historia, pues Yehoshua se decidió a subir las laderas un poco imprudente). Cuestas, quebradas, árboles de follaje blanco, pájaros de follaje pétreo, pastizales, rocas y piedras que en esa mañana respiraban el aire fresco, el rocío de un día, las flores que despertaban sus colores para que los grandes forjadores de la vida completasen sus historias de amor. Seis frutos había ya en la planta, caminaba Yehoshua con una pluma del Tentuu en la mano, una que tenía un color desconocido, pero imitado de su vientre. Una manada de (caballos) apareció en el pedúnculo que daría lugar a la séptima flor. Ojos, muchos ojos, la sinceridad era la batalla. Los árboles se quedaron callados, las piedras y los pájaros también. Yehoshua trató de tranquilizarse y puso la pluma en su boca, para hablar con la mayor sinceridad que podía; poco a poco la manada fue fluyendo por el terreno hasta que cuatro Reyes le rodearon. Ocho ojos contra uno, pues el bípedo estaba atento con el ocular izquierdo. Un recital de amor aparecía por la boca del viajero, enredaderas con hojas tan curiosas que mantenían atento a los caballos, esto ponía en duda a Yehoshua sobre si lo miraban con hostilidad o con esa duda respectiva. La distración, con la forma de dos humanos, apareció a lo lejos y tan solo un brote muerto de miedo tuvo lugar en el vientre de Yehoshua, dio un paso atrás y los caballos se marcharon impactados. La séptima flor no tuvo lugar, tampoco la octava. Con impotencia y rabia corrió, corrió para alcanzar la cumbre de la montaña, pero se iba difuminando todo: la planta, la vegetación, sus pies en la tierra, los otros dos humanos, la manada de caballos, el amor, la vitalidad de su cuerpo y pronto se difuminó la luna octava. La noche era la misma, en Omilen antü.

Jamás había llegado tan lejos en sí mismo, pero el error le hacía olvidar su progreso. Pensaba en Venus, pensaba en Mercurio. Luego, con remordimiento por el orden de importancia, pensaba en el Tentuu. Recordó que en aquella extraña situación, llevaba una pluma en la mano, notó en ese preciso instante, que aún la llevaba.

lunes, 15 de septiembre de 2014

Bajo el humo

Un sol. El vestido que traía puesto el manto, en esa precisa mañana, era más que particular; el tinte cosmético oscilaba entre lo absurdo y lo olvidado, pero jamás dejaba de ser bellísimo. Mirar mucho tiempo aquel amanecer podría ser causa de muerte, hay almas que embisten las paredes de su cuerpo para escapar y viajar eternamente con el amanecer; Yehoshua se sentía un poco así. Venus seguía durmiendo, las lianas seguían creciendo, la trenza cada vez más cerca del suelo. Una mañana particular, tal como el color que poseía, y flujos de ponzoña dulce recorrían las cienes del viajero. Algo ocurría, la sed de su boca no se saciaba con aquellas vertientes tan puras en el interior del palacio; el frío en la espalda no se cubría con la luz de siete soles; la flor no se abría con la brisa de siete lunas…
            Dos soles. Recorriendo entre la flora al interior del palacio, notó Yehoshua que la escalera de fibras que arduamente iba trenzando ya poseía una longitud considerable; decidido a hacer una prueba de su utilidad, amarró un extremo a un grueso tórax arbóreo y lo extendió hasta la terraza exterior y aún continuaba con una gran extensión. Lanzó el otro extremo al vacío y la punta se logró perder entre las nubes foliadas más superficiales del grandioso árbol que sostenía el palacio. Gruesos nudos habían sido dispuestos a lo largo de las lianas, de tal manera que los débiles pies del viajero no resbalasen con facilidad. Cubrió el envés de sus manos con hojas frescas y bajó lentamente, siguiendo el camino de su curiosidad. La corteza del árbol de nubes correspondía a una serie miscelánea de cristales y minerales dispuestos en láminas gruesas y verticales. “Un río grotesco”, pensó. En su trayectoria vertical sentía más sensible la brisa, aunque ruidosa, y ésta se iba atenuando conforme se acercaba a las primeras nubosidades de la rama más alta. Un calor exquisito, una humedad alterna, una visión muy difusa y, de pronto, por entre la fluida tez del árbol, se hizo visible la boca de una caverna, justo al lado izquierdo de su trayectoria y tan solo a unos cuantos nudos del extremo final de las lianas. En vez de volver a la seguridad de la terreza, Yehoshua se balanceó hasta conseguir poner un pie en el suelo de la caverna y con grave error, soltó su única conexión con el palacio. Meditó un poco, se entristeció y luego se acuclilló para llorar un rato, con la barriga llena, con la voluntad fofa, con la esperanza babosa. Un desfiladero de insultos recorrían las quebradas de su cráneo, luego el Tentuu se paseaba muy animado por las laderas, con sus llamativas plumas (que cambiaban su color según el antojo de la luz) y más atrás caminaba Venus, con las escamas de sus piernas reluciendo un verdor pantanoso. Las lágrimas secaron luego, su vientre te tragó todo el berrinche y, de mala gana, se puso de pie para recorrer la cueva.
            Tres soles. La luz del tercer sol iluminó en primera instancia el camino que Yehoshua debía recorrer. El punto del horizonte por el cual emergía aseguraba un par de horas de luz, pero nada de seguridad. Muchísimas crestas estaban dispuestas de lado a lado, pero ni arriba ni abajo había púas que hicieran hostil aquel paseo, algo realmente reconfortante. Brotaba del piso, no obstante, un magnífico césped de rojísimas algas. El camino era bastante bello, el paseo se hacía cada vez más absorbente y a ratos Yehoshua olvidaba estar perdido para siempre; creía, en su lugar, que quizá en aquella cueva podría alimentarse y crecer, incluso llegó a creer en la posibilidad de que la cueva diese lugar a los pies de árbol y entonces se encontraría con la piel de Omilen antü. Divagaba inocentemente, y su paso se vio interrumpido por la oscuridad incipiente, ya había pasado el tiempo en que el tercer sol pasaba por los puntos benéficos, y la luz del camino se difuminaba por entre sus córneas. Comenzó a correr y a llorar nuevamente, los recuerdos estallaron en rubia lluvia en su cabeza. Se tropezó y uno de sus dedos chilló dolorosamente; Yehoshua, volviendo un poco en sí, le pidió perdón y en medio de la oscuridad su perdón germinó: más allá se hallaba un resplandor magenta, que hacía de las algas y las espinas pétreas un vago preludio para lo que estaba por venir. Con la vida coja, llegó torpemente ante el susurro de la luz: una cúpula por dentro, un santuario de mármol, una gruta de meditación. Un arbusto entre rojo y verde poseía turgente sus hojas, todas miraban al viajero con siete venas en la palma; sólo una sensación de amor y respeto brotó del vientre del bípedo, quien lentamente se acercó a la falda del arbusto y en ella notó que lo que parecía arena cubriendo el suelo, en realidad era una macedonia de cristales y semillas.
“Come siete, hijo mío. Intenta no rechazar tus entrañas y entonces conocerás… Sólo entonces conocerás…”
  Una transición desagradable brotó de cada poro en el lomo de Yehoshua, una cueva estaba siendo recorrida en la mente del viajero. Parecía como si una metáfora antropomórfica de aquella planta hubiese surgido desde el interior desde el origen de la luz y le hubiese abrazado, antes de entrar por la cavidad presente en el entrecejo; y mientras aquel hombre-planta caminaba por los senderos de la experiencia, en las extremidades de Yehoshua se iban dibujando siluetas lineales, se iban encogiendo y pronto resultó que su tamaño se había disminuido a un tercio.
“Ya está, ahora eres un ave. Un ave de viento. Anda, cántale a tu materia.”
  El hombre herbáceo tomó cuidadosamente a Yehoshua, hecho pájaro, entre sus cariñosos brazos, lo llevó por donde vino. El trayecto, a pesar de ser el mismo, lo percibía diferente, las algas no eran pequeñas, sino magníficas, y las púas no eran púas, sino escrituras de inmensa sabiduría plasmadas en los huesos de la caverna. La luz del día se acercaba y Yehoshua comenzó a desesperarse, algo de improviso se venía con mucha rapidez. El hombre dejó a nuestro pájaro sólo entre sus herbáceas manos y sin inmutarse lo lanzó más allá del follaje nuboso. Yehoshua primero vio las hojas de vahos, luego la piel pétrea del árbol, luego un ojo en cada uno de los tres soles, luego la lejana imagen de otros tantos árboles de nubes, luego la superficie marina. Comenzaba a caer, en espiral hacia el extremo suelo. La desesperación soltó carcajadas y sus alas dibujadas se extendieron humildemente, nada más que eso hizo y la grandeza del vuelo abordó los ojos del viajero: recorría Omilen antü desde arriba y podía ver cómo una de sus sombras se iba proyectando, remota e irregular, entre el oleaje ínfero. Las instrucciones del vuelo eran cariñosas palabras del viento, las corrientes de aire hacían que virara en uno y otro sentido, pero jamás aleteaba. Era un descenso dulce y paulatino, marcado por el ritmo del frecuento reflejo de la luz solar impactando el agua. “Excelso”, únicamente aquello se le venía a la difusa mente, “excelso…”.
           
Creyendo que sería un eterno estado de equilibrio, su voluntad tomó riendas del vuelo y sus alas aletearon en honor al infinito, aunque pocas veces; en tan solo un instante Yehoshua se encontró pisando la arena con sus pies de ave. Estaba en una isla pequeña, a lo lejos pudo divisar el grandísimo árbol de nubes en el cual estaba varado el Palacio del Liquen, también logró divisar el árbol en el cual vio a Venus, durmiendo dentro de una geoda. En esta pequeña isla no había mucho que recorrer, había unas raras inscripciones en la arena, que marcaban la diferencia con las otras coloraciones por notarse un poco más oscura y fina que sus hermanas meteorizadas. La pequeña isla comenzó a vibrar, poco a poco los deliciosos poemas que recitaba la marea fueron disminuyendo su volumen y para cuando Yehoshua logró llegar al borde de la isla tomó consciencia de que se elevaba; concluyó, naturalmente, que aquello que creyó era una isla era en realidad una de esas medusas fertilizadas por los sembradores. Siguió recorriendo la isla, con un torpe paso. Su instinto le decía que había algo más que tan solo la medusa y él. Germinaron tres plantas en la cúspide de la isla, luego Yehoshua se decidió ir allí, esperando por una mejor vista y un mejor entendimiento de la situación, y se encontró con otro pájaro, un pájaro de fuego. Éste estaba comiendo de algunas semillas negruzcas muy cercanas a las plántulas, Yehoshua pensó que sería algún habitante de ese malicioso pueblo, pero en cuanto en la consciencia del ave de fuego brotó la presencia del viajero, sus ojos se encontraron, una vertiente de familiaridad llenó en pecho de las dos aves y un reencuentro espiritual dio fin a la escena. El viajero despertó muy helado en la terraza del palacio, ya era el atardecer.
            Queriendo buscar explicación a aquello que se retorcía en su vientre, quiso sentarse a meditar y evocar la situación. Las lianas estaban allí a su lado, aun colgando, pero su coraje estaba anulado. Trajo hasta su existencia el bellísimo ojo del ave de fuego y creyó ver a Venus, a un Venus, pero Venus es único y además no tiene fuego… ¿Entonces qué sería? Cómo saberlo, las dudas eran tan grandes que iban rompiendo la vida en su vientre. Optó por no maltratarse y echarse a dormir ahí mismo. Se quedó mirando el horizonte, viendo cómo nacía la primera luna y en su contraste se hizo presente la imagen de la mismísima medusa en la que estuvo aquella mañana.
“Éste no es Venus, éste es Mercurio. Te he extrañado, Mercurio.”

Mercurio a lo lejos, quizá dónde, no pudo evitar mostrarse sincero ante la propuesta de Yehoshua. Calló un momento y ocultó su sonrisa absurda haciéndole cariño a su cabellera, tratando de ordenar sus creencias. Volteó y caminó hacia el pequeño pueblo, allí se perdió.

jueves, 11 de septiembre de 2014

Un nimbar


(…) Si bien el Palacio del Líquen y todo su paradisiaco vientre era inmenso, Yehoshua no tardaría mucho tiempo en recorrerlo por completo, la incipiente necesidad de recorrer la piel de Omilen antü ya estaba sembrada en los plantes del bípedo. Sin embargo, bajar del árbol de nubes era una hazaña casi imposible de realizar, sin perder la consciencia en el intento; la altura a la cual se encontraba desde la base del árbol era cien veces la altura del palacio. Venus no se encontraba en esta cúspide, sino que se encontraba por allí, o por allá, recorriendo esos senderos cardiacos y cruzando las cuevas alucinatorias, todo lo repartido por el manto de tierra intermitentemente fértil.
            Yehoshua iba sembrando ideas en su cráneo, para que alguna de ellas diera frutos en algún momento, un fruto que sostendría el proceso de llevar a cabo la práctica de aquella táctica escapatoria. Recolectando varias bayas de colores exóticos, recogiendo nueces amargas y ácidas, adornándose con bellas hojas, alegrándose con perfumes silvestres, todo para mantenerse ocupado y nutrido hasta que abordase la noche y los pastizales ominosos le permitieran extender su soñar por las tierras bajas. Lianas y fibras irían armando una escalera de esfuerzo que le permitiría bajar cien veces la altura del palacio y poder, finalmente, entregar su cuerpo a las amorosas aguas que reventaban contra las bases de los árboles de nubes y que también daban lugar a exquisitas playas en las mejillas de las dos colinas sembradas. Cuatro, cinco, seis y siete, los soles fueron derritiéndose en el horizonte. Brotaron las estrellas primas y a lo lejos se veía la retirada de un pequeño grupo de sembradores. La vista era hermosa, un atardecer potenciado por la rivalidad sensual de siete lunas y siete soles. Yehoshua, muy exhausto, salió del paraíso piramidal y de cara al atardecer elevó sus brazos, la palma de sus manos acariciaban aquella peculiar luz que no pertenecía ni al día ni a la noche, sino a otro lugar del universo que aprovechaba las transiciones diarias para hacer promoción de su propia existencia, un guiño de realidad y expansión etérea.
Arribó la noche, una, dos lunas y Yehoshua ya estaba tendido en la terraza natural del palacio; crecía entonces el frondoso matorral de sombra, las praderas oscuras y los árboles ominosos germinaron por primera vez, una noche prometedora. Con las palmas hacia el cielo, con el pecho hacia el infinito, con los pies hacia el origen, con la frente hacia la Lepisma y con los ojos hacia sí mismo. El preludio correspondía a la cascada racional en el valle del silencio. La transición fue la erupción volcánica por encima del embalse de pensamientos, el miedo solía brotar por encima de la lava… El intermezzo es siempre fugaz, pero trascendental; la golondrina vuela cerca de la cara, pero no se debe atrapar. La ligereza era diferente, el equilibrio ahora estaba sostenido por cuatro patas y abrigado por un curioso pelaje canino. Yehoshua se encontraba inmerso en su soñar y acompañado de otros dos perros de luz. Ágiles, veloces, atentos, contentos, corrían por entre las hierbas, por encima de la tenue marea, saltaban por encima de los ápices pétreos de aquellas colinas que despertaban paulatinamente de sus aposentos marinos. El onironauta no comprendía hacia dónde se dirigían, de seguro Venus no se encontraba entre ellos, Venus seguía durmiendo dentro de la geoda. Dieciséis palmadas, dieciséis pasos percutiendo contra el agua, todos en la misma dirección, en el mismo sentido y con la misma intención: llegar.
            La frondosa selva de oscuridad se difuminó, se abrió un claro inmenso y encima de él se encontraba la noche estrellada. Las siete lunas estaban ordenadas y la imperiosa luz cargaba los manchones en el pelaje de los tres canes, Yehoshua en ese momento sintió como una energía potente y abrigada recorría las venas azules del animal en el que se manifestaba.  Todo era ahora más claro, un flujo manganeso y fluorescente a ratos se repartía por las líneas de la pradera; un rocío de igual color, pero esparcido en el aire, se entregaba a las corrientes de viento que cortaban las aguas. Oscilaban las mareas, oscilaban los pastizales, pero los perros se mantenían estables en su lugar, enfrentando el oleaje esporádico con destellos de luz, destellos de amor. De pronto, los dos perros desconocidos se detuvieron de golpe; Yehoshua se esforzó por hacer lo mismo. Bajaron sus cabezas, rectaron sus orejas y el olfato dirigido hacia el llegar. Un amanecer de extrañísimas aves estruendosas reventó en el lugar. Las vibraciones provocaron un aumento considerable en ese flujo luminoso en los pastizales y aquella dolorosa luz se levantó enfrente de ellos, descubriendo un pequeño pueblo. Grotescas imágenes se presentaron ahí mismo, unas edificaciones aparentemente fúngicas, tan solo el contraste de éstas ante los ojos de los tres perros y por detrás de ellos las ondas mezclándose con el cielo, al igual que los pájaros entregados a su vuelo, escapando de aquello. El vientre de Yehoshua se retorcía, un sudor frío y la agudeza de los oídos; entidades hablando en idiomas extraños, bailando alrededor de fuegos verdes, ojos, bocas, pelo y serpientes. Qué sensación más amarga, qué ganas de volver en sí, qué ganas de abrazar a Venus y olvidar lo que presenciaba, olvidar que en Omilen antü se estaba desarrollando una patógena civilización, pero oriunda del lugar. Un desafío más anotado en la lista de la voluntad.
            Los perros fueron descubiertos por los oculares de uno de los pueblerinos, luego una fémina sollozaba con sus cabellos y una bruja apareció en la esquina de la pradera. Fuego, miedo, silencio, ruido, cantos, bailes, saltos, praderas, sombras, barrancos, senderos, dunas, médanos, terrazas marinas, árboles de nubes, algunas acacias, un oniscídeo y reventó la paciencia de los tres perros que escapaban del lugar sin querer intervenir; sus vientres se alzaron y con la oración más pura de compasión comenzaron a disparar amor a sus casi-captores. Algunos quedaron embotados por las balas de consciencia, pero otros siguieron persiguiendo a los intrusos más allá de los límites del claro. Una vez en aquella frondosa selva de sombras, el miedo sembrado en la cervical del manifiesto de Yehoshua se tranquilizó y varias semillas se mezclaron con la agitada marea que sostenía la persecución, muchísimos cardos tóxicos germinaban y crecían tras el paso de los perros, una barrera que los persecutores no pudieron superar, aterrados de la realidad.
            Despertó empapado en miedo, con el corazón bailando y el segundo sol mirándole de frente. Había acabado. Un pequeño pueblo había por ahí, por lo que había de tener cuidado ¿Qué sería de Venus andando por la faz del planeta? ¿Sabría acaso él de la existencia de estos violentos seres? Aunque Venus pudiese escuchar las súplicas de Yehoshua a lo lejos, éste seguiría durmiendo.
“Resiste, aún estoy muy cansado.”

Por entre las auroras del horizonte, embestía la melodía de varias cuerdas…

viernes, 5 de septiembre de 2014

Acacia trébol


(...) Las escamas de agua fuéronse imbricando delicadamente, las crestas pétreas que se levantaban más allá de lo que el mar alcanzaba a abrigar se mantuvieron erectas, para poder observar con mucha esperanza en la piel el regreso de la vida a Omilen antü. Los peces vela no paraban de dispararse ante la superficie terrestre y los demás árboles de nubes, que crecían a distancias considerables, germinaban y se armaban con una rapidez vivaz.  Pronto, muy ponto, la tez más sincera del planeta se tiñó de verde esmeralda y el reflejo de los cuatro soles restantes, precedente a la llegada de las siete lunas, se expandía como acuarelas de sudor.
Yehoshua se encontraba impactado, estaba presenciando el parto de la vida a una magnitud jamás comparable, un mecanismo biológico y espiritual estaba dando rienda suelta a sus engranajes de luz, nubes y tierra; sin embargo, el viento se quizo hacer presente en la frondosa consciencia del viajero y grandiosas ráfagas entregó a las alturas arbóreas de donde se encontraba. Los mares armaron mareas y la marea se adornó de oleaje: el silencio se escapaba aún más y La Nada volvió a tomar su forma respectiva, un tamaño no tan extenso. La Vida y La Muerte, con sus dos instrumentos de creación, estaban repartiendo el plumaje del Tentuu por donde su recíproco se lo permitiese. El globo estaba siendo puesto en marcha y con esto varios otros hijos directos de la Lepisma comenzaron a abordar la atmósfera del lugar. En el prefacio, Venus y el Mar ausente; tiempo después, Yehoshua y el Tentuu; luego de la ofrenda de los dos instrumentos, La Vida y La Muerte. A pesar de esto, y de que todos los personajes nombrados se le hacían familiar a Yehoshua (incluso su propio ser), aquella vida detenida en el tiempo, la flora y la fauna oriunda de Omilen antü, eran expresiones fuertes de oscilaciones silvestres de la región ventral del auditor y, más aún, venidas de regiones totalmente dispersas y desconocidas de toda la experiencia que, al menos en esta vida, Yehoshua pudo acatar.
Las tres vitalidades vibraban en frecuencias distintas y en ritmos confusos, pero la trenza no se desnaturalizaba y se hacía compleja. 
En el cielo comenzó a hacerse notorio un rubor grisáceo, una colmena de entidades triangulares se acercaba a gran velocidad. Cuando el viajero pudo discernir mejor cada una de las figuras que, como todo en Omilen antü, poseían dimensiones exageradas; las geometrías que surcaban los cielos eran planas, muy negras y en la punta llevaban un círculo blanco con extrañas figuras en su interior: Los sembradores. Viajaban ágilmente, mucho más arriba de las cúspides arbóreas, se movían sincronizadamente hasta que comenzaron a dividirse en en grupos exactos, dos, cuatro, ocho. Seis grupos se marcharon más allá de lo que los oculares de Yehoshua alcanzaban a digerir, pero los dos restantes se posicionaron encima de las dos colinas más gruesas que no fueron cubiertas por el manto marino. La disposición de vuelo permutó a una señalización directa hacia el suelo, giraron perfectamente y de cara al auditor que desde lejos apenas podía comprender el curioso comportamiento. Aún desde mucha altura, comenzó la lluvia de siembra; las dos colinas madres fueron fertilizadas caóticamente por los triángulos. Uno a uno, los círculos rayados fueron puestos en la piel pétrea y aceptados, posteriormente, por la colina. Un recivimiento, claramente quien creó aquellas semillas utilizó como vector la perfecta entidad de los triángulos, y quien creó aquellas colinas decidió perfectamente hacerlas el mejor vientre de gestación para aquello que se aproximaba desde abajo. Las plumas del Tentuu comenzarían a ser expresadas, en parte, por estas semillas circulares.
Desde el nuboso follaje de los árboles de nubes, bajaban onsicídeos hijos del bermellón. Cada uno, del tamaño de una duna, llevaba en su coronilla una estatua femenina. Cuando el camino del tronco rocoso culminaba en la superficie marina, estos caminaban sobre ella con sus numerosas patas sin inmutarse, sin hundirse. La densidad de sus almas era tal, que podían competir con el mar. Pululaban por entre las mareas, las olas, las colinas, los árboles de nubes, y por sobre todo, por entre la presencia de Yehoshua y su frondosa consciencia. El árbol de nubes en el que se encontraba el viajero no soltó ni siquiera un oniscídeo bermellón, dio lugar a uno colosal que estaba teñido del mismo color del mar y en sus numerosas crestas llevaba numerosos acacias. Cada acacia tenía espinas de cristal, flores de estrella y sus hojas trifoliadas saludaban al mar y al cielo. Al mar y al cielo.
La fertilidad despertaba en Omilen antü, en cuanto este último onscídeo de belleza excepcional se hizo presente encima del agua. Las estatuas de mujeres comenzaron eclosionar y de cada una surgió una de carne y hueso. Yehoshua cerró los ojos y comenzó a sentir, así como pudo comprender a las herbáceas del interior del Palacio del Líquen, comprendió el alma de cada una de estas mujeres:
"Hay varias mujeres, tantas como cualidades de la vida...Una mujer maternal, Kalypthos, bajo la luz del parto; una mujer observadora, Hybisqha, en la brisa del sol; una mujer pasional, Pethunna, en el umbrío día; una mujer devocional, Feerraqta; en el suspiro de una flor; una mujer interpretativa, Simbolia, en la terracota piel; una mujer que danza, Hwarkia, en la blanca arena; una mujer que canta, Rubossa, en la frase del conocimiento; una mujer que esculpe, Khayel, en la parda piel; una mujer que se expone, Annattus, en la luz de más allá; una mujer que siente, Güanduur, en el agua del arrollo; una mujer que predice, Plumbeia, bajo la luz del futuro púrpura; una mujer que otorga esperanza, Biyanqah, en el cielo de un viaje."
En cuanto cada mujer nació de sí misma, Biyanqah se acercó a la base del árbol de nubes en el que se encontraba Yehoshua y allí dejó un recipiente. Se marcharon los oniscídeos, con sus respectivas féminas, anunciando la fertilidad a los otros sectores del planeta. El oniscídeo colosal, que no tenía mujer alguna en su lomo, se sumergió en el mar. Un silencio de impacto abordó el horizonte, pronto colonizaron las Siete Lunas el manto, las estrellas salieron al encuentro de las dificultades y un aire de cansancio brotó de las cienes del viajero. Parecía que se alcanzaba un equilibrio después de tanto magno cambio, pero aún faltaban eventos por ocurrir en la faz de la visión; aquel oniscídeo se hundió en las aguas profundas para encontrar una cerradura en la ominosa altura inversa de la consciencia de Yehoshua, bastó de un pulso de amor para que se diera lugar a la germinación. En cada colina que se alzaba por entre las sábanas de agua, aquellas dos del principio, el rocío de la metáfora se hizo concreto y un pólipo aéreo se hizo de la piedra dormida, la cuna de tantas semillas puestas por los sembradores. Una medusa brotó primero, y luego una radícula que se extendía desde la semilla hasta el corazón. Uno, dos, tres, cuatro cotiledones abrían sus orígenes hacia la no tan lejana Lepisma, para luego entregarse a la oscilación de la noche. Las medusas se iban despegando intermitentemente de la tierra, dejando un orificio en su lugar, lanzándose a la calma de la sombra y la luz de las Siete Lunas. Tantas especies vegetales curiosas que se iban esparciendo por el aire. En un espectáculo de belleza como este, Yehoshua se quedó dormido. El follaje ominoso sobrevivió y se las arregló para hallar el aire cubierto de mar, praderas de negrura en todo el lugar, matorrales de negro y aves cnidarios.
Su soñar se desplegó un momento eterno; ya no era un hombre, sino un extraño perro. Estaba entonces a los pies del primer árbol de nubes y en lo lejano, en los pies de otro árbol, se hallaba el soñar de Venus. Cuatro patas se movían intensamente por encima del agua y por las hierbas de sombra, rebotando, percutiendo, expandiendo un ritmo de amor por alcanzar al hijo del Nilo. El mar, las colinas, las medusas y sus plántulas, las praderas negras, nada se le hacía novedoso en su soñar; sin embargo, al llegar a los pies de este otro árbol, brotó una sorpresa de su vientre, Venus no era como le había visto en su profundo ojo derecho, sino que también era un extraño perro que dormía dentro de una geoda partida en dos. La sorpresa fue tal que despertó a Yehoshua, pero ya era de día. A pesar de que el paisaje era indescriptiblemente hermoso, una única imagen permanecía en toda la extensión de la frondosa consciencia: Venus hecho perro, dentro de la geoda, acariciado por verdes cristales, en esa isla nacida de un árbol y bajo el follaje verde de otro, una acacia trébol. Las medusas continuaban su tranquila expansión, así, así. Así lo hacían, de esta manera. Voltearon todas la vista hacia el cielo, también lo hizo Yehoshua con una deliciosa sensación de que su pregunta había sido respondida.