Cuando se
pestañea, se descansa la vista. Cuando se cierran los ojos en ciertas
situaciones, es para escapar de la realidad. Cuando se abren los ojos ante lo
pavoroso, con intensidades guerrilleras, significa un amor por el conocimiento
que supera las barreras del miedo, aquellas rejas violáceas con llamaradas
azules. Se puede sentir iluminado, pero en algunas ocasiones, tanta luz nos
deja ciegos, tanta ceguera nos deja mudos y sordos, entonces los demás sentidos
pierden el sentido. Cuando nos enfrentamos a esa nube de revelaciones, el
terror se nos encarnó en los corazones, en las venas, en las arterias, en las
linfas, no por el hecho de estar situados en frente de una lápida del saber,
sino por digerir un fruto prohibido. La verdad misma es tan venenosa como la
ignorancia. Conocer es adentrarse en lugares clichés: selvas amazónicas, ruinas
remotas, oscuridades de ultratumba, aguas abismales, paraísos inaccesibles,
infiernos terrenales. Conocer es transportar una realidad escrita a la
imaginación y ponerla en el lugar que pertenece, hacer propia una vivencia
ajena, descubrir con tanta energía como lo hizo el original. Aprender es dejar
de lado los prejuicios del mundo vacío; aceptar
esquemas y digerirlos con lentitudes pasajeras; es pararse en un altar de
sacrificios en el lugar más alto del planeta, entre el sol rojizo y furioso y
la luna tenue y misteriosa, entonces cruzar una pierna por encima de la otra,
pararse con valor, elevar los dos brazos, levantar el mentón, dejar de lado los
ojos, respirar profundamente, dirigir las palmas hacia el cielo y en planos
perpendiculares, entregarse al universo entero. En aquel momento dejamos de
lado toda luminosidad de la tierra, fuimos engullidos por la oscuridad falsa de
la eternidad, dibujamos figuras geométricas entre un planeta y otro, trazamos
líneas entre un sistema y los demás, nos conocimos los unos a los otros siendo
el mismo, dejamos de ser una entidad compleja para llegar a ser millones de
subdivisiones representantes de todas las esencias aglomeradas. Es en ese
momento que todo lo pavoroso, todo conocimiento, todo aprendizaje,
absolutamente todo, está siendo abordado por la nebulosa del propio existir, en
la búsqueda de algo concreto. Una infinita cadena de gases, que nos presenta
una tabla de creaciones y evoluciones, que nos explica por qué se ha creado
cada una de las formas bióticas y abióticas, que nos soluciona y responde cada
uno de los problemas y cuestionamientos virtualizados en una red de neuronas y,
aún así, llegamos a la única verdad de que todo es mentira.
miércoles, 30 de enero de 2013
domingo, 27 de enero de 2013
¿Por qué lloran las mandrágoras?
El joven
terminó de desayunar un venenoso sándwich de mermelada en pan candial. Hubo una
mosca por allí que se deleitaba de la escena irónicamente ponzoñosa, pues antes
de que aquella masa de harina pudiera ahorcar al hombrecito, éste le arrancó
cada pedazo de sí y terminó llenando la escena del crimen con una u otra migaja
desdichada. He aquí el primer inmortal que se volvió mortal. La mermelada
residual que se dignó de permanecer en la quijada del joven, no hizo más que
complementar su gabardina hecha de raíces filiformes teñidas de granate y
contrastar con los bototos imponentes de un negro oscuro o dos grises tenues, armados
a partir de corteza dura y fresca. Los pantalones, compuestos por viejas ramas,
se nublaban en la silla, porque la mesa les robaba todo rastro de sol. El
bípedo era albino, de cabellera caprichosa y cejas que simulaban la sabana
africana. Sus labios se impregnaban de texturas viciosas, como las que llevan
las cartas de juego en sus espaldas, pero también acompañaban al orden de los
hilos y fibrillas que componían toda la gabardina; hilo rojo, hilo negro, hilo
mora, hilo granate, todos jugando a entrelazarse en un orgasmo esquematizado y
frecuente. Sus ojos tenían una profundidad tal, que si se le miraba con
atención bajo la luz arenosa de la luna, se le podía divisar el cerebro
adornado con el iris en forma de corona de leche, pero de vainilla. Una vez
más, la mermelada entra en escena al ser arrastrada por la lengua ciega del
individuo. Se levantó de la mesa y se despidió de sus padres; su madre una
secuoya de almidón violeta, su padre un alcanfor de hojas verde azules. Los
progenitores le pidieron un hijo a las montañas y éstas se lo regalaron, pero
la más viva de estas, Klyuchevskaya Sopka,
exigió a cambio un par pies que las pudieran llevar de un lugar a otro. La
inquietud de los dos árboles se fue acunando desde que el pequeño susurraba en
su madriguera de hojas fragantes y, con una tensión casi inerte, esperaban el
día en que las rocosas entidades vinieran a sacrificar al hijo de la
naturaleza, por no cumplir la deuda prometida.
Volkov, así
le llamaron los maderos, se empeñaba en la crianza de mandrágoras por toda la
península, mientras pudiese conseguir el seso de todo ser viviente vertebrado.
El cultivo, un tanto grotesco, le garantizaba pequeñas amistades inteligentes,
que gustaban de vivir con el joven en sus paseos por toda la región,
acercándose a las zonas con nieve, recorrer descalzos entre los valles a los
ojos de las montañas acechantes, robar comida a cualquiera de los asentamientos
humanos, rediseñar diariamente el nido, recolectar hongos y musgos de lindos
colores, teñir las hojas y los ríos, devolverle las piedras a las dunas, cerros
y quebradas. La vida del personaje antropomórfico era disléxica, el orden que
tenía su destino impuesto carecía de firmeza estructural y ello causaba un eterno
escape del sacrificio a manos de los minerales empolvados de silicio, nieve y
frío.
Una
madrugada, fue a despertar a unas cuantas mandrágoras. Pensó “¿Debería, acaso, elegir una que corriese
conmigo este día o, tal vez, una que me contara fábulas subterráneas? ¿Debería,
acaso, despertar a una o dos? ¿Acaso debería despertar a tres de ellas, que
tuvieran colores lindos, para imaginar paisajes triangulares?”. Se agachó y
disfrutó el sonido que generaba su ropa al ponerse en cuclillas, observó cómo
el suave silencio de la mañana movía con sutileza las hojas verdosas de sus
crías y se quedó pasmado al recibir un peñasco en su espalda. Una montaña le
miraba imponentemente y le rugió sin piedad, mas no pudo dañarle con la
avalancha que generó alrededor de Volkov y sus plantaciones. “Cumple tu promesa, regálanos tus piernas.
Serán destrozados todos tus huesos y servirán
de cal para los pastores, será arrebatada toda tu carne y servirá de
consuelo para las fieras del continente entero. Cumple tu promesa, pues
nosotros sacrificamos nuestros ojos para darte la vista a ti, otros el habla,
otros el escucha, otros el olfato, otros el tacto, otros el sentido, otros la
voluntad. Cumple tu promesa, danos la cualidad mecánica que padeces”. El
pobre hombrecillo quedó anonadado, se sintió caer en un pozo delicioso,
inundado de esa mermelada venenosa que gustaba de manufacturar en los días más
nublados; sintió que todo su estómago había sido bañado en un revoltijo de
infusiones herbáceas, de las que suele preparar para los días tristes de sus
padres; sintió que todo el universo se caía en una dirección indefinida, todo
menos él. Se puso a llorar entremedio de sus mandrágoras, silenciosamente. Ocho
de ellas fueron bañadas en el jugo de su quebranto y despertaron relucientes,
para consolarle. Le susurraron, para todos sus sentidos, la misma solución:
darle a las montañas el transporte que querían. Volkov se puso a trabajar
arduamente en un cultivo por todo el perímetro de Kamchatka, de manera que todas las nuevas
crías pudieran salir de la tierra a temprana edad. Fueron quinientos cincuenta
y tres partos progresivos y ordenados,
cada una de las mandrágoras tenía un nombre especial que el joven les dio en un
idioma inventado, pero que significaban su propio número. Pronto se les delegó
su misión: mover cada una de las rocas que conformaban a las montañas, para
moverles al lugar que se les antojara, de esta manera tendrían una cualidad
móvil y, de alguna manera, mecánica. Las raíces caminaban en la misma
dirección, con dos sentidos; cantaban, pues habían desarrollado una extraña
configuración vocal; disfrutaban conocer a cada una de las rocosidades de la
montaña y llevarla al lugar que deseaba ir en el tiempo que tenían sus propios
sentidos. El alcanfor y la secuoya por fin tranquilizaron sus pasiones latentes
y Volkov se sentía orgulloso de su logro. Todas las montañas fueron removidas,
excepto una. Toda la geografía cambió, excepto en un punto. Klyuchevskaya Sopka era tan gigante e importante, que
sus rocas, al intentar ser removidas, generaban un intenso calor o un peso
extremo. Para las mandrágoras, incluso en conjunto, les fue imposible movilizar
la más mínima piedra del volcán y este terminó por desatarse en furia y entrar
en erupción. Lo primero que hizo Sopka en su desdicha, fue pulverizar a
los padres de Volkov. Él iba a dejarse a llevar por el pánico, pero sus ocho primeras mandrágoras le
despabilaron y luego susurraron una solución que significaba masacre. Entonces
ordenó a todas las demás raíces a correr en dirección al volcán. El paisaje iba
empeorando; la ceniza volcánica se levantaba por el cielo y le manchaba de un
hermoso tinte sombrío con humeantes nubes anaranjadas; el magma y la
lava se ponían de acuerdo sobre quién saldría primero a la superficie, luego
saltaban y brillaban sobre toda la vegetación, un irónico paisaje,
espectacularmente lumínico y destructor. Sin embargo, Volkov logró a llegar a
los bordes del cráter volcánico sin que alguna de sus crías se quemara y fue
aquí donde comenzó la hecatombe vegetal. La cualidad curativa de las
mandrágoras fue revelada por las ocho
primeras a su dueño, el joven les ordenó a todas que se sacrificaran y
mutilaran su cuerpo, para calmar la rabia de Klyuchevskaya Sopka. Con nostalgia, una a una, se fueron haciendo
pasta y puré y caían a la pulpa hirviendo, calmándola, atenuándola, dándole
nuevos colores carbónicos. Una vez que todas se hubieron regalado, las ocho primeras y Volkov se abrazaron. El
volcán no calmaría su furia, lo prometió. La hecatombe de quinientos cincuenta
y tres mandrágoras fue en vano para el egoísmo del cráter. Entonces el joven se
hizo una imagen de Kamchatka cubierto de ceniza volcánica, sin vegetación, sin
nieve ni vida. Se lanzó al hambriento hijo del magma. Al instante se calcinó y
los toques anaranjados del día cesaron. Las ocho
primeras no pararon su ruidoso llanto y fueron por los ocho continentes comunicándole a todas las mandrágoras la valerosa
historia del cultivador. Ninguna mandrágora quiso salir a la superficie, jamás.
Ninguna de ellas volvió a ser lo que eran, ninguna de ellas quiso enfrentarse a
la realidad y se dedicaron a soñar. Es por esto que cada vez que alguien
retiraba una de esas raíces de la tierra, reventaban en llanto y gritos de
desdichados recuerdos. Por otro lado, el volcán Klyuchevskaya Sopka, también
entró en un sueño profundo y sólo despertaba cada vez que en sus pesadillas
aparecía Volkov disfrutando de un delicioso emparedado de venenosa mermelada.
miércoles, 23 de enero de 2013
Quizá
"El infierno está dentro de tí, asi como el paraíso." Osho
Exhalábamos,
nada más, un sudor nervioso, incómodo inducido, terremoto de emociones molidas
y acumuladas, resinas sentimentales y, a pesar de todo, formaban una pasión
mezclada, de colores grises y calóricos, más intenso para el tacto que para la
vista o el olfato, sin embargo el oído podía acercarse a esa realidad singular
que se formaba en el ambiente, en una metrópolis poli cromática y uniforme, en
una callejuela muy viva de economía, en un sitio civilizado y con pensamientos
urbanos. Sería una realidad aparte.
La degrades del día comenzaba en el asesinato rutinario del día a día, en boca
de unos bocadillos orientales con mezclas extravagantes, lácteos con dulces
cocidos frutales, separados por puntos de densidad, por los ser dulce y salado,
por ser cremoso e intenso, por estar escondido bajo una capa de masas primas
del hojaldre, por estar luciéndose deliciosamente detrás de una vitrina común.
La travesía comprendía un paseo en un bosque de cemento, unas dunas de asfalto,
unas montañas de metal y, por último, unas quebradas de plomo y arsénico. Cada
paso, que anteriormente galopaba sobre
un duro suelo, se ponía a rebotar sobre una fina capa de neblina azul, haciendo
que todo ese camino largo se hiciera más extenso, entre tanto andar abstracto.
El calor que recorría desde el cielo, luego se convirtió en una cascada
ondulante y vibratoria, que dejaba en el aire varios símbolos con texturas de
motivos mexicanos y psicotrópicos, en vez de acariciar nuestras mejillas, se
dedicó a susurrar entre nuestros pelajes, luego entre nuestros cuerpos
ornamentales y la ropa dejó de ser una ordenada tira de fibras, ahora eran un
lomo; cuatro patas, que dejaban a la vista ciertas pezuñas; una cola,
pintoresca en su bailar; un jabalí en la cara. El cielo despejado, pronto escupió
una serie de nubes que modelaban en la intemperie, condimentadas de
pensamientos. Una ráfaga de imágenes de cruzó por el camino; las infancias
ahogadas en sepia, añorables; vivencias remotas, en donde todo era más simple,
pero no básico; recuerdos donde la infantería predominaba, llenaba el mundo de
una vergüenza agradable e inocente; libertades fuera de concepto, libertinajes
ciegos y sordos. Nostalgia tan cierta en
una realidad tan aparte. Cada uno de los seres rutinarios que rodeaban la
odisea animal, de esos dos jabalíes, se asimilaba a una flor distinta, globos
rellenos de helio y delicias árabes, también caminantes. Exhalábamos, nada más,
colores preciosos, dorados, cromáticos, sublimes, geométricos, ornitoformes.
Todo apreciable, nada más, para el tacto, para el roce de brazos entre los dos
seres, ahora y de nuevo, humanos. Se derretía la verdad mentales, de uno de los
enamorados del concepto, las nubes se condensaban y la neblina color cielo se
escapaba, todo se caía, incluso el pelaje de los jabalíes que fueron, y los
cuernos que cruzaron en una esquina, para despedirse, incluso ello volvió a su
normalidad: manos tomadas intensamente y sudando de nerviosismo inducido. Por
uno de los cráneos cruzaba toda esta situación, por el otro queda un silencio
incógnito. Totalmente, una realidad
aparte.
miércoles, 9 de enero de 2013
Paisajes de la acromegalia
La neblina se dispersó, pero aquellas fragancias no
dejaron el lugar. Allí se encontraba la pequeñita con una trenza María descansando en su hombro derecho; con un vestido de
tintes madrugadores y lunares por donde la luz llegara; unos zapatos
empolvados, de origen animal; sentada con las piernas cruzadas, con las
rodillas besadas de verde y los nudillos apoyados en el pasto. A pesar de que
fuese cinco octavos del día, el humo que traía el paquidermo le apartaba de lo
soleado y le dejaba en el mismo lugar, pero con gusto a pupila de huracán.
Entonces el corpulento cuadrúpedo le enroscó en su trompa, le miró el ojo del
lado diestro y sin mover hueso alguno de su mandíbula le dijo: “Partí esta odisea en un futuro remoto y
viejo. Eres de aquellas cositas que busco y jamás espero encontrar. Te lo
contaré desde el principio…”. Le subió a su lomo y en vez de retornar por
donde vino, siguió adelante con la neblina y todas las fragancias precipitándose
ahí mismo.
El elefante le contó que venía de una época
antiquísima, el frío que hubo en ese tiempo era por la ausencia de la infante,
que ella era una hija del cuadrúpedo y fue robada por el tiempo. En vez de ser
parida por un animal, fue dada a luz miles de siglos después, por una mujer. La
pequeña fue intercambiada por un bebé muerto. La víctima decidió partir en
busca de su fruto, con el pelaje cargado de centenares de desesperanza; caminó
en línea recta por el polvo resinoso del tiempo, justo cuando se separó de los
caminos temporales de tierra y nieve. Cuánta ayuda quiso recibir, pero ningún material,
a diferencia de los gases, podía seguirle en su sublime andar. Primero le
consolaban los vapores de los géiseres, cada vez que sentía nostalgia; pronto
el humo volcánico le encaminó, para darle una pesada energía muy reconfortante
en los tiempos de llanto incoloro; luego, al recorrer tenue, se le adhirió el
polvo de las montañas que nacían y separaban esa vieja Pangea; años más tarde,
incluso las tormentas polares le acompañaban le acompañaban por sus fragmentos
de orgullo. Un día se le encaramó el esperanzador humo, que le significaba
mucho, pues era madera quemada por los primeros hombres. El viaje hacia su hija
iba terminando en la recta más empinada y viscosa.
Apenas apareció el hombre en el camino del paquidermo,
las leyendas y mitos sobre “la bestia humeante” aparecieron de parte de los
labios antropomórficos. La apariencia vaporosa del animal asustaba a las
civilizaciones y la camanchaca que se alojaba en los valles para dormir,
después de un viaje nocturno desde la costa, se apiadó del animal dándole una
forma espumosa y familiar, tiempo antes de que la creación de la escritura
pudiera registrarle como la potencial fuente de temor que era. Sin embargo, la
neblina que se paseaba entre las cordilleras, separando las geografías
habitables y las divinas, se encantó de la odisea gaseosa y se montó
acurrucando a todos los demás anexos del elefante. Su figura ya no era
definida, sino que terminó siendo una continua nube que avanzaba por todo el
planeta.
Llegó a Esparta y se tomó tiempo para fijarse un poco
más en los humanos, porque ya podría aparecer su hija, pero su espanto fue
inmenso; las realidades de los bípedos le aterraban, desde Monte Tagiteo lanzaban
a ese tipo de infantes por “matar la
belleza” o “ser inútiles”; en más al oriente se les abandonaba en la sabana,
bosques o montes, en la India les tiraban en el Sagrado Ganges; los hebreos los
apartaban por llevar el pecado; los indios Masai los asesinaban: los indios
Chagga les utilizaban para asustar al demonio, los Jukun les identificaban como
obras de los malos espíritus, se enteró también que algunos les dejaban en
canastas para que navegaran por el Tiber. Crecía a cada momento la tensión en
cada una de las células del elefante al pensar que su hija pudo haber sido
asesinada por manos del ignorante, pero su miedo fue compensado por los Semang,
que consideraban a estos nacidos como sabios, los Mayas les respetaban y les
eran gratos, incluso los nórdicos los consideraban dioses. Su tranquilidad
mejoró, se llevaba unas tormentas de arena, unos humos de incienso, varios sahumerios,
también perfumes, esencias evaporadas y polvillos de canela, anís y clavo de
olor. Ya estaba sumergido en el mundo
humano, intentando que nadie le viera, que no le atacaran con esa extraña
condición que tienen por quererlo, saberlo y explicarlo todo.
Visualizó las guerras y en ellas se dio cuenta que
comenzaban a aparecer varios adultos afectados por ella, mas ninguno le
pertenecía. A medida que los seres se volvían avaros y menos espirituales, la
forma en que se mataban se volvía exquisitamente más sangrienta, porque el
morbo de la muerte les era el mayor gozo, las armas que utilizaban ahora eran
gases muertos y bombas dormidas y al despertarse algunas tenían formas de
tortuga, otras de árbol, otras de estrella fugaz… “Todas terminaban en lo mismo, todas se llevaban las vidas sin ofrenda
ni perdón alguno. Todos los humos que me rodeaban se hacían los sólidos más
densos sólo para ayudarme a continuar con nuestra historia, hija mía. Hasta de
la hecatombe más grande tu podre podría sobrevivir, me lo prometió la mismísima
eternidad.”
La aparición de más niños especiales y discriminados
generó una confusión tan corpulenta como el mismo ser peludo que era, le
inquietaba la manera en que lucraban con lo magnífico y exótico de cada uno de
los infantes, para luego desecharles de la fama por el nacimiento, en otro
lugar, de uno más grandioso. Las dudas le hacían viajar de un lugar a otro y la
gente empezó a toparse con este animal en medio de la confusión y discordancia
climática. Se convirtió primero en un rumor, luego en un mito urbano, después
en una noticia y si no se apresuraba, se convertiría en un objetivo, destinado
a ser descifrado. Pero allí le encontró, en un jardín cualquiera, en una ciudad
común, nacida de una madre y un padre al azar que pensaban en una hija
diferente, que le intoxicaban con medicamentos y le aburrían con tratamientos;
allí le encontró y la desesperanza que se alojaba en su pelaje se bajó para
abrazarle antes; allí todos los gases y polvos y vapores y humos y fragancias
comenzaron a llorar; allí todo el terreno dejó de pertenecer a ese mundo
monocromático; allí el elefante siguió el camino en línea recta para llevarse a
su hija decirle todo cuanto ha vivido. “Porque
tu eres mi querida hija, robada por una borrachera del tiempo. Te rescaté en el
mejor momento, antes de que atrofiaran tu metamorfosis y te incluyeran en ese
perdido grupo de los otros pequeñines que se perdieron en una falsa enfermedad,
elefantismo le llaman, hija mía…”. El elefante, vestido de mamut, se llevó
a su hija abrigándola en el pelaje, explicándole que jamás fue suerte
encontrarle, porque todo este linaje tenía una gran capacidad de memoria, los
recuerdos de todos los tiempos.
miércoles, 2 de enero de 2013
Palacio Impío
Se posicionaba cerca de un rio, que venía desde alguno
de los centros gravitatorios de un óvalo tridimensional; su extensión partía
desde la sombra imparipinada de unos arbustos verdeazulados, impuesto sobre la
tierra, hasta la impoluta costa de la rivera, de donde venían los eternos crustáceos
grises; la estructura pareció importunar el paisaje imponiendo su impar figura.
El origen de tal palacio, hecho de uñas y cabellos, se
remonta a la época imborrable del tiempo, cuando ese desierto estaba impregnado
de alcachofas y los impalas se desplazaban suavemente sobre el improvisado
suelo. Utopía impropia le llamaban
los cuadrúpedos, pero tal combinación de palabras estaba dentro del diccionario
de lo impronunciable bajo un juramento de lo divino. Un impulso con forma
física impregnó los suelos para darles castigo, pues ningún ser vivo que haya
gozado de la utopía impropia merecía
seguir vivo. Cada una de las alcachofas comenzó una impurificación temprana,
todos los impalas se volvieron imputables de vivir y con derecho a una
imprevista muerte. Mas hubo un vegetal y un mamífero que decidieron impugnar:
se besaron las impresiones para impostar un canto que importara la existencia
de uno al otro, imaginando la absolución de lo imbatible, de lo impedido e
impenetrable, el resultado de tal situación generó un impétigo en la superficie
impertérrita, allí se quedó imperioso un ser imbricado, que mezclaba las
pezuñas y las hojas duras en un insecto pequeño pero impecable en su existir,
allí se quedó por siempre para madurar y, en el período de imago, ordenó su
ornamentación fibrosa a forma de estupas
de Myanmar. Se volvió una maravilla que deseaba impeler una nueva vida en aquel
vestigio físico de una utopía, pero el insecto ya muerto no pudo hacer más que
depositar un huevo en la antesala de tan grandioso lugar de pelo y uña. Del
huevo nació un hombre con impiedad al actuar, con la cara oblonga, pálida; con
los ojos visualizando la impartida realidad; con las yemas tan blancas que
incluso la leche, que le traían los cangrejos de la arena, se opacaba al
contactarse con los imbíbitos dedos de él; con la nariz respingada y seria, con
los labios ajados, suspirantes y honestos. Al hombre lo vestían los crustáceos
por la mañana y la luna le desnudaba por la noche.
Implume se hacía llamar este hermoso joven, imperioso en su
pequeña tierra y muy cuidadoso en su diminuto palacio. Con los primeros momentos
de consciencia, exigió a los cangrejos, que eran de color gris, que le
relataran una y otra vez la historia de su hermafrodita padre insecto, para
siempre recordar los ideales del ser que con su cuerpo construyó una fantasiosa
figura arquitectónica. Implume se dedicó a buscar semillas de alcachofa por
toda la región y terminó inmutando su camino; pues allí adelante del pequeño
trozo de desierto inexacto se encontró con unas inescrutables vegetaciones que,
en conjunto con el viento y la inercia, barrían las impunidades de ese suelo
infértil. Su asombro le hizo imprecar en contra de las hojas de la ipomea violácea, pero en el preciso
instante en el que una de las flores atacó su vista de improvisto, generó un
sentimiento de impresionismo roto en el joven, la imaginativa del príncipe
cambió de un momento a otro. De su búsqueda sólo obtuvo unas cuantas semillas,
imprescindibles sobre todo, de las flores y definió como impracticable el uso
psicoactivo de éstas, pues le podrían llevar a un estado indemne del cuál
emanaría varias combinaciones de palabras impronunciables.
Atendió a las semillas como sus primeros visitantes en
aquel desértico terreno. Con ayuda de los cangrejos les buscó un buen hogar una
indeterminable cantidad de veces y por fin les encontró un sitio donde el sol
era indefectible y los susurros húmedos del río no generarían incuria sobre el
inextricable crecimiento de las semillas sembradas. Su ipomea violácea crecía con apariencias inextinguibles, se repartía
por aquel terreno antes muerto y dibujaba en la arena infecunda una serie de
texturas infantiles, dictadas por el viento. También se saludaban desde lejos
con el otro brote de la planta, sin duda sus ínferos estaban más que conectados
y seguían las mismas frecuencias que el príncipe Implume tenía en el cráneo. Pronto
los cangrejos y el hombre quedaron asombrados por la manera en que se
reproducía por el terreno la planta, que recordaba en algunos casos un pasado
alcachófico infeccionado por una rara entidad infeliz por ciertas combinaciones
de palabras idóneas. Aún así, el príncipe temía que una vez más esta tierra
fuera corrompida por las malas energías que venían de un inexpugnable inframundo,
incluso el camino era inescrutable.
Una noche, mientras la luna desnudaba al pálido
príncipe, ella le notó infausto y tranquilamente le fue relatando la
inflorescencia de las vegetaciones que han pasado por aquel lugar: “Estuvieron las umbelas, en las Púnicas
Granatum; estuvieron los racimos, en las Vitis Viniferas; estuvieron las
espigas, en las Triticum Spelta; estuvieron los corimbos, en las Spireas
Albeas. Ahora están los dicasios, en manos de tus Ipomeas Violásceas. Debes
darte cuenta de lo grande que eres.” Y del príncipe surgieron dudas,
inherentes a su ser. Primero preguntó sobre qué vendría después de aquellas
inflorescencias y luego sobre cómo llegó la granada a este lugar, mucho antes
de que su padre le engendrara después de muerto, a lo que la luna le informó: “Luego tu comprenderás, no te diré cómo, que
vienen los siconos y los ciatos tomados de la mano. Ingenuo has sido tú al
creer que las semillas han llegado con inopia, pues mucho antes que vinieran
las otras especies, hubo un primer cultivador inquilino. Él es, ahora, un
injerto de este lugar.” Las dudas del príncipe casi le dan un sueño insano,
pero su amor por inquirir sobre el primer cultivador le adormeció
inmejorablemente.
Apenas amaneció y mientras los cangrejos vestían al
insepulto príncipe Implume, comenzó con una serie de insinuaciones. Les
cuestionaba el por qué todavía existían, aún después de que la tierra fuese
infectada por las energías del juramento divino. Los crustáceos dejaron de ser
grises y se volvieron igual de pálidos que el hombre y le instigaron a buscar
sobre el primer cultivador, le revelaron que el camino hacia él era nadar por
el río vertical, que debía mantenerse intacto en la búsqueda integral, que
incluso conocería el lugar donde todos estos cangrejos dormían. El bípedo no se
dejó instruir por la sorpresa y les ordenó vestirle con túnicas de colores
violáceos y se llevó unas cuantas semillas de sus Ipomeas, molidas en un bolsillo hecho de hueso. Salió de su palacio
de uña y pelo en dirección al insulso río, para llegar a la costa y verificar.
Se lanzó hacia aquel vacío líquido y en su caída intemporal sentía el agua
besarle la frente, la mejilla, los brazos, las piernas, el vientre, la espalda,
las nalgas, la nuca, la sien, le llevó a un estado de sensaciones idílicas. La combinación impronunciable casi escapa de
sus labios, pero se alojó en alguna de las paredes de su cerebro interrogante.
En su caída logró visualizar un espacio intercolumnio; ya no bajaba por el río,
sino caía hacia un mar intempestivo y cercano a una región insular. El lugar en
el que se encontraba era el centro del ovalado tridimensional y allí en la isla
descansaba un hermoso ser tan pálido como él mismo, dormía entre las
invencibles páginas de un diccionario interminable, abrazado de una pluma gigante
de colores cálidos. Miró hacia la parte superior de aquel centro, y cerca de la
apertura por donde caía el río, se encontraban las pequeñas cuevas donde
algunos cangrejos grises, los más viejos, dormían plácidamente. A un lado del
hombre que dormía entre páginas, se encontraba un pequeño árbol de granada y
bajo éste se encontraba una vasija llena de jugo de granada, aparentemente la
tinta con la que éste ser tan maravilloso escribía en las dos columnas que
sostenían este espacio, similar a una geoda. El príncipe implume se le acercó y
le acarició la mejilla mientras dormía, pero éste replicó: “La luna te ha insinuado mi existir, los cangrejos te han revelado mi
verdad. Mi nombre es Introito, pero jamás alguien, además de mí, lo ha
pronunciado. Sé que has venido a este intersticio por ayuda para invalidar la
intoxicación de las alcachofas en tu tierra, pero fui yo quien provocó todo
eso. No fue para asesinar simplemente, sino para crear; los dos pilares que
ves, que sostienen todo este óvalo tridimensional, siguen sosteniéndolo porque
les regalo combinaciones de palabras hermosas y las escribo en sus superficies.
Cada vez que algún ser pronuncia alguna de estas combinaciones, las columnas se
estremecen de envidia y me amenazan con destruir todo el planeta, pero yo sólo
acudo a regalarles las hermosas formas de vida que existieron alguna vez en el
exterior, me las robo y con toda esta tinta roja de granada, las dibujo en sus
bases. Es mi juramento divino. No me odies por vivir en esta utopía impropia,
porque lo único que hago es crear con ímpetu toda la belleza de las culturas y
sus combinaciones, mas tu no deberías saber de mí, mas tu no me podrías llevar
de este paraíso eterno, mas tu no deberías existir porque no eres obra mía.”
El príncipe le besó un párpado y le tejió con sus palabras en el cuello,
mientras le mostraba las semillas molidas de su propio cultivo de Ipomaceas: “Soy tan creador como tú, cuéntame de dónde has venido y por qué te has
quedado aquí. Pero viajemos juntos. Impartiré este polvo alucinógeno entre tu
pálido cuerpo y mi pálido ser, para que alguna vez prefieras escribir en tí las
combinaciones preciosas, para que puedas por fin diferenciar un paraíso de un
infierno de placer, porque conmigo conocerás sensaciones idílicas.”
Juntaron sus narices y se abrazaron en conjunto con las páginas del
diccionario, el calor que surgía entre los dos era imponderable y generaba en
las raíces de sus cuerpos una imantación. El ácido lisérgico de las semillas
les provocó una distorsión de palabras más imponente que todas las escritas por
Introito y más imaginables que las que tenía Implume en su mente. Las columnas
envidiaron el estado de los dos amantes y decidieron partir el planeta en dos,
provocaron una implosión para separar los negros labios de los príncipes, pero
ellos ya eran irreprimibles por lo exterior, ya eran dos semillas fecundadas
una en la otra, para generar dos crecimientos distintos con distribuciones de
frutos distintos: los siconos y los ciatos. Las columnas en su intento
fallido de destrucción, se desarmaron y los cangrejos lloraron por su muerte
ingrata, después de haber cuidado con cautela cada uno de los príncipes que
prometían salvar al óvalo tridimensional, tal como la luna les había relatado. La
luna sonreía y el planta de quebraba, se dividía en dos y allí, en ese espacio
que iba creciendo a cada momento, se encontraban los príncipes germinando con
una velocidad intemperie, tal que las hojas y cepas de cada humanoide vegetal
abrazaron los hemisferios y los unieron, la eclosión en este caso fue cerrarse
al exterior, se unieron de tal forma que su propio amor por las sensaciones
juntó más que montañas y mares. Desde entonces vivieron inmortales en la médula
de aquel planeta ovalado tridimensional. Todos los días los cangrejos les
vestían en la mañana y la luna les desnudaba por las noches. Todos los días se
escribían el uno al otro. Todos los días se regalaban una semilla nueva y las
coleccionaban en aquel palacio de cabello y uña. La reina luna no hacía más que sonreír, pues inventó otra realidad
infinita para relatar sin tener que dejar su trono sideral. Su falsa
premonición ahora es una leyenda besándose con un mito.
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