Un ave dijo ‘La
naturaleza como texto’; una lagartija respondió ‘Es entonces la vida una
metáfora’. Un pez y una culebra comenzaron, al mismo tiempo, cada uno serpenteando
en su propio mar, a escribirle, a leerle, a recorrerle…
Inmerso en ese mar negro, del
cual germinan numerosos colores, pude ver cómo es que se llevaban a cabo
extrañísimas guerras. Entre los bosques de coral y los cielos urticantes, fue
que llegó la vigilia a mí. Se acababa, entonces, la era onírica, y comenzaba la
era lúcida.
El
lecho que sostenía mi cuerpo mientras mi guerrero tensaba arco con flecha era
bañado por una cascada de azul. El amanecer apenas comenzaba su extenso y
letargoso bostezo, bostezo que convierte todo en una laboriosa tarea, una
constante e inacabable lucha contra la quietud y la serenidad. Una vez superado
el terreno de las sábanas, es útil elegir un pelaje para enfrentar el día. Hoy,
corresponde algo que permita alejar a los cazadores de mis pieles, y también a
los hematófagos de mi alma; como último detalle, escojo una voluntad pétrea
para intencionar y dirigir mi día, para que todo cuanto me ocurra sea parte del
objetivo, del gran objetivo. Luego, desde mi lecho en altura -tal como las aves
de costa- me lanzo a la marea, me entrego de lleno al día que aún no comienza,
y en piquero me abro rumbo al templo de los conocimientos, que ya muy
adulterado está, pero que aún es nido de instancias que no se pueden
reemplazar. Y a pesar del caos ocurrido al momento de despertarse y levantarse,
la travesía parece erguirse primero pálida y silenciosa; al menos así se le
percibe cuando se le observa desde el interior de una ballena tóxica y de piel
cristalina.
Mientras
me apoyo en la garganta de aquella ballena, me dedico a leer en los cuerpos de
los otros viajeros. Algunos aún duermen, algunos aún muertos, algunos parecen
estar despiertos. Hay en sus ojos una rendija que, tras un bosque de
prejuicios, esconde un alma. Allá a lo lejos, a pesar del árido viento, se
erige elegante el fuego del alma; pero aquellos cuerpos que leo, aquellos ojos
que me eluden, no parecen poder acceder a ella, aunque le hospeden. Y así, en
medio de la abstracción, la ballena me retira de sí en el punto exacto donde
comienza la escalera que me lleva al templo del conocimiento. Mujeres, hombres,
son los más abundantes; escalan en parejas y se someten los unos a los otros.
En otros templos la fauna es
distinta. Afortunadamente, puedo ver cómo animales, brujos, demonios, ángeles y
brujos también se unen a la horda que se interna en los pilares del templo, en
busca de una vida, de un futuro, de corazones o de conocimiento. Es hora de
enfrentarse a los pensamientos.
Tras el
último escalón se extiende aquel templo del que tanto hablo. En la cúspide
reside un bosque, y entre el bosque hay distintas casas, cada una con su
aliento. Por fin amanece, me ha recibido el sol; con el iris Taciturno decido
enfrentar su aliento, aliento que es viento. Me encuentro con la tribu, y celebramos
un día más de estar vivos; compartimos brebajes, en base a agua y en base a
tiempo. Nos reunimos, sin embargo, alrededor de quienes más aún han vivido; nos
hablan de crear presentes a partir del pergamino que atraviesa los ojos y
sedimenta en la mente. El día se vuelve cada vez más denso, cada vez más denso.
No obstante, a medio día me retiro de la tribu para reunirme con otras especies
en el iris del templo: un lago. En aquel lago, frío y caliente, entre todos
damos lugar al ritual de los cuerpos. Invocamos danzas que nos hacen sudar y
reventar en cansancio y alegría, es una rítmica danza que habla sobre peces
voladores, sobre reptiles corriendo. Finalizamos el ritual entre sonrisas y
abrazos, hemos dejado en el lago aquellas resinas que hacían densos nuestros
cuerpos. Animoso voy, una vez más, a entregarme a la influencia de otros
universos, a través de otro de aquellos pergaminos que atraviesan el papel y
sedimentan en la mente.
Finaliza
la sesión en el templo, me marcho a la madriguera en altura, nuevamente voy en
una ballena con destino a los recintos de la tribu propia. Es necesario cuidar
que aquellos espíritus de cambio y crecimiento no sean tan severos con el
infante que llevamos dentro, o con la hermana de sangre. Y antes de arribar mi
madriguera, paso para cuidar de otro ave, de otro infante, uno externo, un
infante que llevo fuera, un infante fruto de la hermana de sangre. Comparto una
tarde entre bosques humanos, entre bosques vegetales; comparto una tarde entre
monstruos y demonios, entre experiencias y sueños. Ave y pez, nos movemos entre
edificaciones vivas y muertas, nos movemos hasta que la hora de la despedida
arriba, tras el llamado del Señor del
Fuego. Un respetuoso diálogo evita una innecesaria guerra, mi labor este
día ha concluido con aquel infante.
En la
madriguera, en aquel atardecer que va levantando el rugido del mar de metal y
concreto, puedo feliz entregarme a las divaganciones del conocimiento, aquella
cáscara que acompaña algunos aspectos de la vida palpable. Hay toda una cultura
aquí dentro. Reorganizar la mente, entregarle nuevos sentidos al caos. Evaluar
la condición de los dioses que cultivo en macetas. Ofrendar aromas paridos en
continentes remotos, de la resina misma de aquellos otros dioses que peligran
en tierras llamadas ‘sagradas’ por los penitentes de sus propios pensamientos.
Esperada o inesperadamente arriba
una compañera de viaje. Nos dedicamos a contemplar la semasiografía extendida
de lo interno, aquella que ha logrado atravesar lo abstracto y también la
dimensión de la carne, para sedimentar afuera en texturas y colores, para
volver a entrar y sembrar y germinar en la mente. Preparamos brebajes para el
vuelo racional, para el carnaval neuronal. Compartimos, conversamos, somos
animales de distintas tribus, fraternizamos sobre la historia de tradición
oral, escrita y energética. Profundizamos en el idioma de los astros,
convergemos en la dinámica del espacio, discutir sobre el hábito de los pastos.
Idolatrar la flor y repudiar la erosión venida de la palma árida de la ‘ilusión
de evolución’.
Dos animales, en la matriz de la
noche, nos entregamos a los brazos de aquella hembra de seis ojos que sobre lo
que se desee, Haxix, finalmente, nos
habla y conversa. Nos lleva a comprender su dinámica sigmoidea o meandriforme,
nos invita a unirnos a su viaje de colores. Aceptar con todos los ojos el
paisaje ofrendando, verter el cuerpo en la noche cuando la luna todo ha
inundado. Cruzar un túnel de follaje, cuyas hojas pertenecen a un árbol que
bendice a todo hijo que bajo sus brazos ha respirado… Así se entra
verdaderamente a un bosque, cuando ellos duermen, cuando de la corteza manan
los sueños y embriagan todos los senderos con un sentido onírico, con un
sentido cierto. Se marcha la compañera de viaje, pero Haxix se queda aún conmigo. Nos retiramos al portal del cielo y
allí respiramos…
Y al final del viaje nocturno se
encuentra la explicación de tan inesperado viaje, era la palmera de agua quien
llamaba al guerrero para contarle más cosas sobre lo que debe aprender la Quimera de la Metáfora. Me invita a reflexionar sobre la palabra, sobre el
reflejo de la luna en el agua, sobre el rugir de la marea urbana, sobre la
familia humana y no humana. Y como es de
costumbre, brota a altas horas de la noche aquella creatividad taciturna y
cotidiana.