domingo, 27 de julio de 2014

Los hexagramas

Una noche, la última, dejó al descubierto un manto infestado de soles remotos y persas. El desierto tenía grandes explicaciones, esto hacía que cada cosa que le habitaba tuviese un sentido inimaginable; toda una geografía descubierta, toda la historia resumida en un millón de granos de arena. Los pies de Yehoshua ya no se paseaban únicamente tranquilos por sobre la tierra, sino que parecían tomar consciencia de las diminutas variaciones espaciales que descubría aquella piel áspera. Por la mente del viajero se paseaba una semilla inquietante, una semilla del Cero, y le gritaba burlonamente “derrumbe, derrumbe, derrumbe”; por alguna extraña razón, la cúspide de su búsqueda, los Jardines de Colgantes de Babilonia, no eran más que nuevos ladrillos para otra pirámide, justo al lado de la anterior. La oscilación térmica y emocional concluyó en la erupción de las edificaciones internas en el cuerpo de Yehoshua, sentíase identificado con las dunas del desierto, porque así se encontraba. Tal como la semilla orogénica se alojaba en su vientre, atenta, él se encontraba en medio de la exagerada extensión de silencio.
Texturas brotaban de sus pasos, una y otra vez el viento respiraba por entre sus dedos; los patrones neuronales se dejaban al descubierto, cubrían la superficie terrestre y pronto se evaporaban para pintar el cielo estrellado, y en cada estrella construían un hermoso ventanal que no interfiriera con el deber de la adoración. Una techo de tierra, baldosas de cielo, extraños gusanos pintados hasta las uñas levantaron sus cuerpos al ritmo de los pies de Yehoshua, se enamoraban y trenzaban colosales columnas, pulso a pulso iban construyendo un pasillo que se encontraba entre lo alto y lo bajo, un pasillo que era el encuentro entre el aire y las piedras. El humor de la noche iba permutando en un acuoso paraíso. Cada uno de los cabellos de Yehoshua, oculto bajo el abrigo de un amable turbante, escapó por los laberintos de las telas y se entregó al vapor seco del exterior. Aunque la escena era francamente imposible, ocurría, pero los ojos de Yehoshua sostenían la vista en un punto ausente, muy allá, un ombligo arriba del horizonte, de esta manera invocó sin esfuerzo la realidad de ese desierto.
Sus pies en lo alto y a lo lejos, unas raíces en lo bajo. Corona del Inca susurraron flautas y tambores, ordenados por el pulso del paso. Un arbusto hermoso, de grandes hojas y grandes flores presentaba su hábito con sincero esplendor; desde el ápice surgían delicados pétalos rojos y luego, pasando por un sendero de verdor, la rama desnuda presentábase ante Yehoshua. Una planta de felicidad hexagonal le pidió al viajero que calmara sus pasiones, que trajese la ecuanimidad hasta la altura de toda su piel.
“Bienvenido al corazón de los Jardines Colgantes, Yehoshua. Te felicito, ha sido una hazaña del arte del soñar.”
Un lápiz de esfuerzo en la mano derecha, un pincel de sangre en la mano izquierda. Instintivamente, y sin dejar la postura de La Flor de Acacia, Yehoshua trazó en las baldosas de cielo un hexagrama que daba origen a seis más. En sentido anti-horario dispuso las semillas desde el Uno hasta el Seis. En el hexágono central se encontraba él, la semilla del Siete, la orogénica. Bajo la sombra de aquella Corona del Inca todo era fuera de lugar. Un demonio germinó de cada una de las semillas en cada uno de los hexagramas apicales. Un miedo inmenso germinaba de la semilla orogénica en el vientre de Yehoshua, pero este se debía a la falta de luz. El viajero relajó sus músculos, dejó ver su vientre a los ojos de la planta y sobre él calló una flor hexagonal.  Un destello doloroso dejó todos sus sentidos embotados, todos en Cero.
Uno, Dos, Tres, Cuatro, Cinco, Seis, Yehoshua, Cero. Gracias hijo de la Acacia.”

Cinco niños estrella iban por delante, cinco perros oscuros con cinco carabelas respectivamente unidas a sus cervicales iban por detrás. Al invocar los hexagramas bajo la sombra de la planta hija del Seis, Yehoshua derrumbó su propio mundo. El efecto de la semilla del Cero fue perfecto, un trueque justo. Desconcertado, miró a su alrededor y ya no se encontraba ningún patrón desértico, ni las baldosas de cielo ni el techo de tierra; se encontraban las estrellas liberadas. Atrás, el planeta y la cara de Xératum en su cuerpo, despidiéndole cariñosamente. Delante, el  cadáver del ave, que por cada aleteo recuperaba la carne sobre sus huesos y en su nuca un fuego azul; más allá, El Sol. El universo entero calló, la Lepisma pestañó y Yehoshua se encontraba en su destino, una transición acabó; un trozo de tierra desconocido para todo el cuerpo del viajero tenía lugar bajo su asiento, ya no había una semilla del Cero en su vientre, sino que una semilla del Siete. Sus túnicas habían desaparecido, se encontraba desnudo bajo la tenue luz de un curioso sol y, como si alguien hubiese decidido la posición de su nuevo nacimiento, se encontraba abrazando un cofre de arena, en cuyo interior se alojaban cinco semillas de amor, cinco palabras de mar, cinco palabras de estrella, cinco palabras de cuarzo, cinco semillas de equilibrio y un poema de lo eterno. Yehoshua reconoció estos tesoros, eran las ofrendas para un nuevo soñar; sin embargo, faltaba una cosa, un huevo tóxico. Un escalofrío recorrió toda su cervical, un calor en la nuca le hizo levantar la mirada y por entre las colinas que se disponían en ese momento había un ave de gran envergadura, un ave curioso, de plumaje gris y ponzoñosas flores que invitaban al viajero a alojarse bajo la sombra que derrumbaba bajo el implume follaje del animal, le invitaban a abrazar un tronco hecho de piel, ausente de raíces. Yehoshua se encontraba quizás en un lugar del universo que estaba un poco más cerca de la Lepisma, quizás un poco más cerca de lo que creía.

sábado, 26 de julio de 2014

Los hexagramas y la orogénesis

Un desplazamiento tenue, a la velocidad de un atardecer. Los cinco perros oscuros iban unidos cervicalmente con cinco respectivas carabelas; aquellos canes también poseían la facultad del soñar, era por ello, por su propia templanza, que podían llevar a cabo una tarea en las ofrendas oníricas. Una simbiosis entre carabelas y perros, que traía beneficios tanto para la raza onírica, como para la raza pseudo-física. Los pasos de Yehoshua se hacían cansados, no había podido entregarse al descanso por este larguísimo evento, que ni siquiera tenía modo alguno de medirlo, no había forma de comparar un momento y otro por la monotonía lumínica. El último rayo de El Sol seguía ahí, intacto; lo único que cambiaba lo suficiente como para percibir variaciones era la cabeza fogosa de El Silencio, las historias de este desierto no le fueron contadas por los otros silencios que habitaban el lugar. El llanto del mar se escuchaba a lo lejos, pero nadie estaba seguro de que esto fuese cierto, pues las imágenes que invocaban las carabelas parecían tan reales y tan tangibles que pudieron haber confundido a cualquier otro ser que interviniese en el transcurso de los relatos  al llegar “casualmente” a ese fractal de las dunas marinas.
“Seis. La orogénesis. Varios hijos de la Lepisma fueron lanzados al planeta, de tal manera que tuviesen la labor de guiar a las civilizaciones que allí iban proliferando. Para cada nivel de la consciencia existía un hijo, y cada civilización le brindaba un nombre distinto. Muy temprano en la evolución de la magia en cada cultura, hubo uno de  aquellos hijos que fue dejando semillas del arte del soñar por todo el mundo; una semilla tras otra en las cienes del personaje equivalente a la cumbre mística de cada tribu. Enseñanzas integrales, efectivas, empáticas.
Aquel dios llegó al mundo más desnudo que todos los demás, pero mantenía una directa conversación con la Lepisma, quien le dijo una vez “no dejes de fluir, o será tu muerte”. La severidad de su origen le causaba un inmenso malestar al momento de dormir; si bien todo el cuerpo seguía fluyendo y la mente también, al reparar y ordenar los asuntos del día, el espíritu manteníase quieto. Noche, tras día, tras amanecer, tras atardecer, tras eclipse fueron acumulando ideas para este dios. Aprendiendo de lo que iban enseñando sus hermanas y hermanos en la totalidad de las culturas, descubrió que había una manera de llevar al espíritu al flujo continuo día y noche: soñando.
Soñar, Xératum se hizo llamar y también bautizó al arte de esta manera, una palabra que encontró en los lugares del mundo más inéditos. Era más fácil llegar a la realidad de las cosas estaba presente para aquellas remotas épocas; los espíritus se paseaban claramente por la faz del planeta, los animales con sus verdaderas formas, pero fueron  los vegetales fueron quienes mostraron gran pista: sus raíces no estaban únicamente conectadas al alma del planeta, sino que tenían una conexión permanente con el aquí y el allá. Soñar permitía a la raza verde pasear entre la vida y la muerte, sin que tuviesen sectores definidos del día para aparecer o desaparecer. La raza verde fluía constantemente. Las praderas australes, palacios de altura, extensas moradas de los silencios, reinos de hielo, todos eran claramente carentes de vida discernible, pero aquellos sectores imposibles eran los más recurridos paraderos para el lado muerto. En un mundo y en otro, existían ciertas conexiones que se repetían y se presentaban desde un plano a otro. Xératum descubrió esto y comprendió que lanzando su alma al flujo, cuando el cuerpo y la menta se mantenían en el equilibrio del descanso, podría entregarse fácilmente al mundo de lo muerto y poder percibir una dual realidad de las cosas. Todo era cierto, y según el punto de vista era falso. Todos los caminos que recorrió, todas las plantas que conoció, absolutamente todo tenía una traducción en palabras venidas desde el interior, con estas palabras fue enseñando a los chamanes, a los místicos, a los brujos, a cualquiera que tuviese un ápice de su ser dedicado al mundo de lo muerto. Quietud, Equilibrio, Valentía, Desapego, Justicia, y muchas otras palabras que ayudaban al aprendiz a internarse en el arte del soñar. Xératum no era un dios muy presente, no se jactaba de sus enseñanzas, pues no era poseedor de algo que sólo él podía otorgar, sino que descubrió una flor allí donde nadie se había enterado que se podía mirar. A pesar de esto, por más de una razón era un hijo de la Lepisma, como el sueño mismo, él no debía dejar de fluir. Era el principal médium, un túnel  para llegar al soñar, un engranaje trascendental en aquella máquina onírica.
Xératum dejó una vez su cuerpo en algún lugar y salió a recorrer con su soñar. Pasó por cuevas, dejó su instinto atrás, se internó entre caminos de enredaderas, cruzó bosques de raíces, escaló hojas caducas, apreció el mundo desde la altura de las espinas, conoció cuanta flor se presentaba en el mundo de lo muerto y buscaba alguna relación al comparar la felicidad de la planta con la flor que se presentaba en el mundo de lo vivo. Se entregó a las llanuras conocimiento, y del conocimiento llegó a las lejanas tierras del poder, la temida geografía del poder. Cuando iba caminando por la muerta ladera de una cordillera, un arbusto que permanecía constante tanto en lo vivo como en lo muerto le llamó la atención; bajo su follaje se extendía un grupo de demonios, que compartían música, tisanas y poemas. Las formas de cada uno era tan bella y curiosa para Xératum, tanto que se vio obligado a compartir con ellos. Por fin, dentro de todos los tiempos que llevaba descubriendo la dualidad de las cosas en los mundos, se encontraba con algo oriundo de lo muerto, pues hasta los espíritus tenían lugar en los dos mundos. Aquellos demonios fueron muy amables con el soñador, no habían visto jamás algo tan nuevo en el mundo de lo muerto. Xératum les hablaba del mundo de lo vivo, y cada una de las facciones de los demonios se mostraba sorprendida ante tan bellísima y viva descripción, sin embargo, el mundo de lo muerto nada tenía que envidiar. Por su parte, los demonios, que eran seis, hablaron a Xératum del mundo en el que vivían; viajaban de lugar en lugar, pero este planeta apenas lo iban conociendo, sólo el arbusto que les otorgaba sombra les había recibido en el momento de su llegada, pues sus flores les habían llamado desde lo muy lejano. La conversación se extendió bastante, hasta el momento en que a los demonios les ganó el cansancio, sus pies estaban exhaustos después de presionar inmensos senderos cósmicos una y otra vez; Xératum besó la nuca de cada uno de ellos y descubrió un hexagrama distinto en cada una de ellas. Aquella amistad se volvería eterna, se prometieron volver a encontrarse en alguno de aquellos lugares en que el mundo de lo vivo y el mundo de lo muerto se encontraban y formaban juramentos diariamente.
El paseo del soñador siguió por la misma ladera, otro arbusto de la misma especie le encontró, y creyendo a los hexagramas los responsables de traer demonios a este mundo, dibujó uno a los pies del arbusto. Notó entonces que la flor de aquel arbusto era también una especie de hexagrama, y sus colores vivos y muertos evocaban el seis. Guardó seis semillas en su vientre onírico, tomó una flor y la puso al centro del hexagrama; levantó la vista para ver si se acercaban demonios al planeta, pero el paisaje había cambiado completamente, un mar hermoso se largaba por todo el horizonte, plantas inmensamente poderosas se hacían amorosamente a la arena, abrazándola en cada paso de su crecimiento. Las nubes salían del agua, y se recostaban en la arena para disfrutar de El Sol, paulatinamente partían al cielo para viajar una vez más. Xératum olvidó todo lo que era, dejó una vida atrás. Conversaba con todas las plantas, pero ninguna le respondía. Algo extraño sucedía, no le era posible discernir si era el mundo de lo vivo o el mundo de lo muerto, nada le entregaba pista de dónde se encontraba. Perdido en sí, comenzó a caminar por la eterna playa, la belleza de lo que vivía hacía que sus preocupaciones se fueran, se olvidó de su labor educativa, se olvidó de ser un hijo de la Lepisma, se olvidó de su nombre. El hálito marina cruzaba por su vientre, se llevaba cualquier rastro de conocimiento y sólo los hexagramas quedaron en su corazón, éste era ahora un ser nuevo… Un pie y la arena, una pestaña y la brisa, un respiro y el cielo entero, sus ojos eran un fractal de El Sol, se miraba a sí mismo al mirar el brillo de aquel sitio. Sintió un destello en la nuca, a su izquierda se encontraba un ave marina revolcándose en sus problemas y frecuentemente ahogándose en la saliva del mar. Siguió una especie de relato gutural, las cosas en su cabeza se quedaron quietas y su cuerpo llevó las extremidades hasta el plumaje grisáceo, el ave tenía el cuello roto. El corazón del antiguo soñador, que en este sitio solo alojaba los hexagramas, comenzó a verse invadido por un atardecer de sentimientos, las espinas de las plantas que crecían allí le hacían sentir dolor desde la planta de los pies hasta el más fino de sus cabellos. Dos manos sostenían al pájaro, la derecha el cuerpo, la izquierda afirmaba su nuca. La vegetación emocional tenía una constante primavera, muy pronto las enredaderas de su ser escaparon de sus lagrimales y flores azules saludaban a El Sol. Praderas enteras se levantaron por toda su piel, cereales de dolor lanzaban semillas sin parar. El ave agonizaba, el corazón de esta misma lucía un fuego verde, temía al oleaje y a las manos; puso su ojo izquierdo en el ojo derecho de quien le tomaba y disparó. La voz gutural retumbó en todos los materiales que componían al soñador: “Un ave venida de algo más lejano que el cielo, impactó en un lugar sin sitio y allí una muerte le encontró”. Espirales fluían de un ocular al otro, fueron fertilizantes para toda la flora primaveral que se iba originando dentro del perdido bípedo. Un sol, luego dos, tres, cuatro, cinco y pronto fueron seis los soles que miraban la escena, aquel niño nuevo en este mundo estaba comprendiendo la realidad de las cosas, la muerte fue desde siempre sincera con él y la vida le acompañaba por la espalda. A pesar de que no se encontraba solo, había una extraña sensación que hacía de estos momentos los más profundos y solitarios de la completa historia del universo. La Lepisma asomó un ojo, un hijo perdido en sí mismo se había sacado de lugar y un ave castigado, venida de otro creador, fue castigada. Aquel encuentro significaba la colisión entre dos universos nada relacionados. La verdadera forma del ave fue modificada hasta que la metáfora de su ser fue permutada hasta un implume, llegó a tener debilidades factibles y la vértebra de su propio domino reventó, la médula de su control se escapó y se lanzó justo al centro de los hexagramas que habitaban el corazón del antiguo Xératum. Una flecha de socorro no fue suficiente. El ave ahogada en impotencia picaba las manos del soñador, pero no comprendía que ahora los dos morían. Sangre por dentro, sangre por fuera; así es como los mundos internos y mundos externos se someten a la transición, a la evolución. Con la poca vida que le quedaba, y con lo poco que las lágrimas le permitían ver, Xératum buscó el más hermoso lugar para vomitar toda su esperanza; un roquerío con vista a la playa, a los seis soles y la maravillosa flora silenciosa fue el ataúd del ave, que aún agonizaba. Con sus manos secas dibujó un gran hexagrama, del cual nacían seis más. Ayuda necesitaba, y un ápice de memoria evocó a sus seis amigos demoniacos y la inexperiencia en un antiguo planeta vivo. Con sólo una gota de vida corriendo por sus venas, Xératum cayó rendido ante el cuerpo del pájaro, cerró sus ojos y no paró de soñar. Cerró sus ojos y seis soles se apagaron, cerró sus ojos y el sueño absoluto se acabó. Aquel dios tenía tanto que entregar, que cada partícula de conocimiento se volvió un lamentoso grano de arena; tenía tanto que entregar que cada felicidad de su cuerpo se hizo colosal roca y fue levantando montañas en ese desierto; tenía tanto que entregar que los caminos que recorrió volvieron a su lugar, llevándose cada uno una ración de vapor para el caluroso viaje. Un desierto se iba forjando, un lugar al que ni vida ni muerte les era permitido cruzar. El llanto cesó, Xératum se durmió ahí mismo, en el preciso instante en que la agonía del ave se agotó, de rodillas frente a un cadáver. Cordilleras de dolor reventaron en cólera, alejaron los humores de humedad; dunas incomprensibles avanzaron furiosamente por entre los pies montañosos, asesinando cualquier rastro de existencia. Aquel lugar existía en alguna parte del cuerpo de la Lepisma, y una parte de ella misma moría junto con su hijo, el dedicado al arte del soñar. El mar estaba pasmado, le echaba la culpa la tierra por ser tan dura ante el impacto del ave; la tierra, por su parte, culpó al mar por no levantar una mano de agua para amortiguar la caída del pájaro. Una discusión estúpida se creó entre los dos, la relación amorosa de infinita belleza se acabó; el mar se llevó el cadáver del pájaro por puro orgullo, y la tierra alojó el cuerpo de Xerátum, para no ser menos. Aquellas razas que en el mundo de lo vivo aprendieron a soñar, comenzaron a pudrirse junto con la muerte de aquel dios; el mundo cada vez estaba más sediento de soñar… La tierra meditó, se lamentó y comenzó a extrañar al mar, quiso traer una nueva oportunidad para el amor, pero también ocurría que sólo el soñador lo podría arreglar. Tomó toda la arena que nació del su degradado cuerpo, tomó sus porosos huesos y con ellos armó una pirámide, una colina que no quiere abrir sus ojos, por ello sólo tiene boca. Esa boca es la que te cuenta todo esto, Yehoshua. El mundo se derrumbó.”
Los perros oscuros siguieron su camino. Yehoshua, El Silencio y la colina se detuvieron a llorar, juntos los tres.  Seis semillas tenía el viajero en su mano, un hexagrama en su corazón y una planta por encontrar. Una última petición nació de la boca de la colina, que se cerraba ante el término de la ofrenda onírica, le pidió al viajero que sembrase esas seis semillas bajo el arbusto hijo del Seis, para poder de alguna manera encontrar su cuerpo, lanzarse a El Sol a buscar al ave, a sus seis amigos y pedirle perdón a su origen, la Lepisma. La vida y la muerte habían traído de vuelta todos los recuerdos de Xératum, su antigua vida y su presunta perdición.
Sólo tengo una pista para ti, que también es una pista para mí: Venus, Q-atz, Wadi-Rum.”

Yehoshua se despidió, la boca se cerró y El Silencio se marchó. Conocía tan poco de este mundo, y ni siquiera sabía soñar. Apreció entonces la última obra de Xératum, el grande, todo un desierto nacido de su historia. Yehoshua tenía nuevas metas en la vida, quería que al morir algo aún más inmenso germinara de la semilla orogénica que había en el punto central de su vientre. Sus pies no se detuvieron ante la llegada de la noche, se marchaba para buscar una planta hija del Seis, para ofrendarle un Siete.

viernes, 25 de julio de 2014

Los hexagramas y el fractal onírico

La llama que se extendía desde la cervical de El Silencio, su cabeza, anunciaba la partida de la época callada. El número de carabelas comenzó a declinar, pero los relatos de la colina aún no llegaban a su completo fin. Quizás la noche comenzaba a asomarse por el camino perfectamente contrario al último rayo de luz, que había presentado cascadas de templanza durante cuatro, cinco semillas.
“Cinco. El fractal onírico. Las lenguas más antiguas cuentan que existe en lo alto del universo un ser poco llamativo, cuya labor es ser el creador. Confunde su encuentro al dar a luz a más hijos con la capacidad de crear, con la capacidad de ser consciencia total en todas las palabras que componen sus nombres, de tal manera que  somos conscientes de la existencia de aquellos a los que llamamos dioses, maestros, eternos. Sin embargo, no hay ser más inmenso que aquel, al menos en nuestro universo. Dicen también aquellas antiguas lenguas que algunos grandes le han visto, y escuchado únicamente un ápice de su nombre: Lepisma. Sus patas dejan que todo nuestro universo se aloje bajo ella, de tal manera que no nos veamos gravemente interferidos por su viaje de creación en la pradera de la Inexistencia; quizá hay otros grandes que van viajando por donde nada existe, creando y compitiendo a la par con nuestra Lepisma. Ella tiene absoluta consciencia sobre lo que ocurre en su cosmos propio y ataca y defiende los humores que se generan aquí con amor, justicia y compasión. Es una perfecta imperfección, un magnífico ser caminando amablemente en el Oxímoron, su hogar que es ella misma.
Por aquellas épocas en las que el mar y el desierto que abriga tus pies y tu asiento, Yehoshua, andaba por aquí un místico, un dios dedicado al arte del soñar. Una época en la que existían  civilizaciones armadas de amor a la tierra, al cielo, a El Sol y la Madre Luna. Una cooperación biológica se desarrollaba por entre los lazos afectivos de una especie y otra, destellos y bombas de superación coherente se daba lugar cada día, absolutamente todo ser se enteraba de los milagros que ocurrían a cada instante. Un mundo basto, dual, fluido y encarnado en sí mismo. Un día soleado y de frío abundante, aquel dios dedicado al arte del soñar se entregó a la muerte, y entregó el cadáver de un ave a un hermoso roquerío; un engranaje apenas tan grande como su propio nombre traería consecuencias desastrosas, el derrumbe del mundo. Junto con la vaporosa vida del dios, se fue desgranando el sueño del planeta entero; se esfumaban de cada cráneo, desastres naturales fueron eliminando a las razas durante siglos y siglos, milenios y milenios, hasta que un ápice de vida dio lugar a nuevos humanos, nuevas civilizaciones que germinaban y crecían en el mundo sin la presencia del dios dedicado al arte del soñar. El continente más enfermo dedicó su existencia a lo empírico, es decir, llevó a cabo el desarrollo de una civilización que ignoraba lo que cinco sentidos muy burdos y contaminados no alcanzaban vagamente a percibir, el misticismo del mundo y los otros tres sentidos dejados atrás fueron llenando de enfermedad y demonios los cráneos achatados de tal especie bípeda. Como si fuese parte de un plan de la Lepisma, esta enfermedad se esparció perfectamente por el resto del globo, eliminando otros ápices del soñar. Paralelamente al desarrollo de esta historia, hubo una respuesta inmediata a la muerte del dios dedicado al arte del soñar; la Lepisma envió a dos de sus más oníricas hijas a promover la labor que daba los tan indispensables frutos para cada organismo, las Onirificaciones.
Al menos el universo que habitamos se rige por ciertas leyes absolutas, una de ellas es la Ley de los Fractales. Las dos hijas oníricas, Turritopsis nutrícula y Turritopsis dohrnii, emprendieron un oscilante viaje hacia las profundidades marinas del planeta sin sueño, de tal manera que, con el engranaje faltante en su estado más básico y simple, pusieran en el lugar de origen a la pieza faltante. El principio de la vida en el planeta se encontraba en un maravilloso lugar, las dunas marinas, donde una vez en la historia hubo chimeneas alborotadas, luz cruda y fragmentos de un sueño, materiales que dieron lugar a las más modificables partículas de vida, personalidad del mismísimo planeta. La catedral de creación de la Lepisma se encontraba en el punto medio entre sus numerosos ojos, un fractal de las dunas marinas se encontraba en el ápice más lejano de la cola más extensa. Un suspiro constante de la Lepisma evocaba la imagen de las dunas marinas, el aliento que rodeaba este aire viajero correspondía a un fractal del universo y el suspiro correspondía a un fractal de las dunas. Una estrella madre, que enseñaba a sus hijas estrellas a no ser estáticas, también poseía un fractal de las dunas, en este organismo celeste, las dunas formaban parte de su tercer ojo, la estrella llevada a lo astral. La Madre Luna cuidaba un fractal de las mismas dunas entre sus cariñosas pestañas; y por último, un fractal de las mismas dunas se ubicó en este desierto, en el momento en que el dios dedicado al arte del soñar murió.
Las hermanas Turritopsis generaron seis viajes paralelos, seis viajes paralelos y espontáneamente conectados, un viaje por los fractales significaba todos los viajes. Como una enfermedad en un planeta significaba una enfermedad en todo el universo, las hermanas medusas lograron concebir el catastrófico efecto de la muerte del sueño en un único planeta, llevado a comprensión de soles, colonias de meteoritos, luces pasajeras, palacios astrales, la raza Luna, el orden de las galaxias, la disposición de las llamas y las oraciones de la materia que une todos los orgánulos del universo. Un lento paso desde la razón de la Lepisma hasta el ápice más lejano del mismo ser permitió a las hermanas formular sus tácticas en esta guerra, enteráronse entonces de las seis distintas historias perfectamente sincronizadas que se tejían entre sí; cinco historias para una sola.
Arribaron las hermanas a las dunas marinas; ante su encuentro un dragón de agua infestado en colores, vida y huesos recreó un sueño en el que las metáforas se hacían toscas realidades, una hazaña increíble y habitada por dificultades aterradoras para un vivo, pero ya nada tenía que perder un ave parcialmente muerto. Las medusas pudieron ver en el flujo de amor que circulaba en la médula de sus adornados huesos muchísimos destellos oníricos; cinco semillas de amor aparecieron en la nuca de cada una de las medusas. Cinco palabras de mar levantaron la esperanza de un mundo con nuevo soñar.
Arribaron las hermanas a las dunas marinas; la madre estrella estaba dando educación a las almas de sus hijas estrellas, diciéndoles que volvieran la frente a los caminos de El Tiempo y allí, en una época muy muy pasada, podían tomar la decisión de ser sedentarias o nómadas; levanten la revolución onírica en el universo los niños estrella, que han convencido a El Tiempo de llevarlos a El Espacio donde las probabilidades abundan como blanca maleza. Cinco almas estrellas fuéronse a meditar en el preciso lugar donde los tentáculos de las medusas acariciaban la nueva tierra para el evento. Cinco tentáculos fueron puesto en el triángulo de cada alma, cinco palabras de estrella levantaron la esperanza de un mundo con nuevo soñar.
Arribaron las hermanas a las dunas marinas; la civilización que habitaba la piel de la Madre Luna estaba al tanto del encuentro místico con dos enviados directamente de la entidad magna, las dos medusas fueron recibidas en el pueblo de L’hakhar con bailes y música; sus mismos habitantes eran presa de la educación que la Madre Luna les otorgaba, aprendiendo ella misma de lo que ocurría en el planeta del quiebre del soñar, entonces la civilización celeste poseía ya conocimientos previos sobre los correctos objetos de ofrenda. Un huevo tóxico, cinco palabras de cuarzo, una semilla del Cinco fueron regaladas y levantaron la esperanza de un nuevo soñar.
Arribaron las hermanas a las dunas marinas; el vapor constante que el aliento de la Lepisma contenía en sí hizo de la tarea algo horroroso, pero las medusas aprendieron en esta extensión del viaje, la más corta, el principio del cambio. Podían descubrir en los eventos del aliento aquellas cosas que la mismísima Lepisma se ahorraba de enseñarles: no hay solidez, todo es recuerdo. La temperatura, la humedad basada en miles de materiales distintos, el equilibrio y el cambio ,y por sobre todo, el amor motivaban a que el aliento girase entorno de sí mismo, imitando patrones de geometría sagrada, que es la geometría orogénica, que es la geometría pétrea, que es la geometría botánica, que es la geometría fúngica, que es la geometría onírica. Se dejaron al descubierto, entonces, formas de flora y fauna que jamás tomará lugar en un mundo que dure mucho, porque su base de existencia se basaba en el caos mismo, en el eterno cambio. Un espíritu gaseoso les esperaba en el centro del suspiro de la Lepisma, abrió su boca y cinco semillas del equilibrio, junto con cinco semillas del cambio levantaron la esperanza de un nuevo soñar.
En la raíz de la razón de la Lepisma comenzaba el sendero hasta el ápice más lejano de la cola más extensa. Las medusas recorrían por primera vez la imposible geografía que se desarrollaba encima de las escamas del insecto; la Lepisma armaba su propio templo con una geología visionaria, muy por delante de lo que cualquier organismo alcanzaría a llegar a conocer. Tomaba los recuerdos de su experiencia y en si propio cuerpo hacía las ofrendas al universo inexistente que recorría, incluso entre sus propias patas generaba un universo propio, la práctica correspondiente a la teoría de la vida. Arribaron las medusas al ápice de la cola más extensa de la Lepisma, aquellas dunas marinas fueron el único paisaje racionalmente posible para las hermanas; cada tentáculo tenía una sensación distinta de sorpresa y respeto, comprendían a cada segmento del viaje por qué la Lepisma se encontraba en lo más alto del universo, pero no comprendían por qué en el ápice de la cola más extensa se encontraría un lugar tan tosco como las dunas marinas;  tampoco comprendían por qué una fracción sedienta de sueño existía aquí, si la Lepisma era un ser tan inmenso, eterno y consciente. En el lugar de la intersección había un poema de lo eterno, cuyo contenido levantaba la esperanza de un nuevo soñar.
El desierto estaba sereno, el cuerpo del dios dedicado al arte del soñar estaba en la etapa concluyente de su degradación, de su eterna muerte, todo esto mientras llevaba a cabo inconscientemente su última obra de creación. Arribaron las medusas a éste, el sexto fractal, y siendo esta la grieta que agotó el sueño del planeta, pusieron en ella todos los materiales recolectados en los otros cinco fractales. Alrededor de los restos del dios se encontraba la pista de un hexagrama, conectado a otros seis más que le rodeaban, las medusas dibujaron con sus tentáculos un pentagrama sobre la nuca del dios y le hicieron responsable de toda su última obra, conectado con dolorosos filamentos aquella creación con los sesos de su consciencia, aún algo dormida. Aquel dios, desde entonces, puede moverse libremente por este desierto y desde aquí puede ver cómo las medusas comenzaron su labor en las Onirificaciones, cuya primera acción fue la de liberar de los cuentos a los sifonóforos más hermosamente descritos en la raíz de la razón de la Lepisma.
Cinco carabelas quedan, nada más. Cinco cruzarán este desierto y se llevarán la ofrenda onírica que las medusas han recolectado por todo el planeta. Cinco perros oscuros cerrarán este ciclo de eternidad, que no es ni vida ni muerte. La semilla del Cinco cierra el pentagrama del dios, pero aquel dios dibujó los hexagramas a su alrededor. No es estrictamente necesario, Yehoshua, pero aún puedo contarte qué ocurre con la semilla del Seis…”

El Silencio miró a Yehoshua, parecía que de tanto relato, las palabras se volvían discernibles para el viajero. En el horizonte se veía cómo se aproximaban las cinco carabelas, aferradas con todos sus tentáculos a la médula de cinco perros oscuros. Yehoshua se puso de pie, El Silencio también, y en conjunto con la colina comenzaron a avanzar. Cinco perros, cinco carabelas, un silencio, un hombre y un dios iban avanzando a paso de culminar por el fractal de las dunas marinas. Un último cuento correspondía ser la testa de la semilla del Seis.

miércoles, 23 de julio de 2014

Los hexagramas y el dragón de agua

El Silencio traducía fluidamente las palabras pétreas que nacían de la garganta de aquella colina, pero de un instante a otro su modulación se volvió vacilante y azul. Para El Silencio, el cambio de ánimo de aquella colina significó una mayor dificultad en la traducción, pues no sabía cómo presentarle a Yehoshua aquellas palabras espirales que se adosaban a las paredes más erguidas del relato, y como la hiedra la penetraban y destrozaban justo cuando correspondía que fuesen escuchadas. A pesar de esto, Yehoshua presintió que una parte delicada del relato saldría a flote y mostraría sus primeras hojas. Las carabelas se detuvieron y cariñosamente se reunieron alrededor de la colina y los dos oyentes.
“Cuatro. El dragón de agua. Luego de que las dos medusas, las hermanas Turritopsis, llegaran a las profundidades marinas a dar inicio a sus labores, las Onirificaciones, el fractal de este sitio –situado aquí mismo- dio una nueva esperanza de vida a un esqueleto de ave arrastrado por las garras del mar. El origen de este cadáver tan especial se remonta a la época en que las dunas del desierto poseían una amorosa relación; el momento del quiebre emocional tiene como llave principal estos huesos de los que hablo, y antes de que el mar se llevase muy muy lejos el cadáver, éste se encontró con la tribu de los Kraatus. Comenzaré en el preciso instante en que unas manos misteriosas dejaron el cuerpo casi inerte de un ave costera en el roquerío más hermoso de aquella costa… La tierra echó la culpa al mar, el mar le otorgó la culpa a la tierra y ésta, indignada, levantó una pared de silencio…Entonces el mar tomó el cuerpo del ave y se la llevó consigo a un lugar en que el perturbador sonido de la discusión no contaminase sus aguas; se secó las lágrimas y de un susurro le dijo al cadáver del ave: “Hija mía, levántate algún día y quema esta tonta división en los párpados de El Sol…”
Los huesos de aquel ave fueron plasmados con palabras de amor, el mar recitaba día y noche poemas que convocaban vida en las aguas poco profundas. Pronto los restos cálcicos fuéronse llenando de diminutos organismos que llenaban los vacíos de la vida, cada uno de los animales del mar llevaba sus propios huesos como ofrenda ante el ave, la historia que le precedía se mantenía aún latente en la médula de su estructura ósea, pues una esperanza le abordó desde siempre. El tamaño regular del cuerpo reordenó sus letras y ahora correspondía a cuatro veces el tamaño del ave más grande de la tierra; el orgullo del mar seguía vigente, expresado en términos de magnitud, pero las intenciones de perdón y reencuentro eran aún mayores, expresadas en términos de vida. Magníficos arrecifes se formaron hasta en las extremidades más alejadas del corazón del ave, la médula del ser compartía una historia sobrecogedora para todo aquel que apenas se le aproximase. Las formas de vida se esforzaron para hacer del ave un nuevo ser un tanto más consciente de lo que era antes.
El mar seguía avanzando en su retirada a sectores lejanos, la brecha se hacía más grande a cada ola...
Los eventos que dieron origen a la separación del mar y la tierra tuvieron una repercusión mayor en todo el planeta, paralelamente, repercusión que llevó una notificación hasta lo más alto del universo: el creador, la Lepisma, se dio cuenta de que algo grave ocurría en uno de sus hijos, el planeta entero estaba enfermo de sueño. En consecuencia, envió a las hermanas Turritopsis, que consigo arrastraron una oportunidad para el cadáver viviente, tendría la posibilidad de extender sus alas desnudas y emprender vuelo hacia El Sol para dar fin al infierno de silencio y resentimiento. “¡Una ofrenda, una ofrenda!” le susurraban cada una de las diminutas formas de vida que habitaban la corteza más viva de el esqueleto; “¡Una hermosa ofrenda para las hermanas oníricas!”, a lo que la médula del ave respondía con su flujo intranquilo “¡No tengo ojos, no tengo ojos para buscar una ofrenda en el mundo!”. Las hermanas emprendieron un oscilante vuelo desde lo alto del universo hasta las profundidades más recónditas del mar, afortunadamente unas dunas marinas muy próximas al grandioso esqueleto del ave. Seis fractales, seis dunas repartidas por el universo, seis lugares que seguían el orden natural de las cosas: la profundidad más bella, el desierto más bello, la luna más bella, la estrella más bella, el aliento más bello y, por último, el ápice más mínimo de la cola más larga de la mismísima Lepisma. El ave, sintiéndose afortunada, hizo un gran esfuerzo y recitó poemas de resurrección; con un esfuerzo máximo extendió cada una de sus alas, tomando la posición del recóndito vuelo que recordaba cada día y cada noche; los animales metafóricos, los nacidos del oxímoron, fueron llamados con el canto del ave y se unieron al arrecife de su cuerpo el Celacanto, la Lamprea y dos Anémonas. Estas dos últimas invocaron un ojo de agua en cada una de sus cavidades oculares, mientras las otras dos transiciones de vida dibujaron conjuros en las corrientes marinas para convencer a las corrientes de aire de seguir cada uno de las peticiones del ave, con tal de llevar a cabo la resurrección en el momento del impacto medúsico.
Las Anémonas trajeron a la realidad dos perfectos ojos, que le permitían ver más allá del aire, del viento, de las tormentas y los huracanes. Divisó a lo lejos una tribu perdida entre las confusiones de su instinto, convocó al Celacanto y a la Lamprea y éstos siguieron los flujos de la idea del ave: la última vértebra de su columna saldría a la superficie y conectaría con las corrientes de aire, que  a su vez conectaron con las corrientes instintivas de cada uno de los humanos perdidos en aquella tierra, una cadena perfecta, el montaje perfecto para hacer una ofrenda onírica a las hermanas Turritopsis. El evento se llevaría a cabo, las medusas se iban acercando a las dunas marinas y la tribu Kraatus ya divisaba la costa marina. El flujo de la esperanza en la médula de los huesos del ave se acrecentó, creó gravedad en cada uno de sus poros, la gravedad fue transmitida al arrecife y el mar escuchó la petición, el poema de resurrección era modulado, las mareas se separaron y crearon paredes a cada lado de la columna vertebral del ave. La última vértebra invitó a los humanos a un sueño lúcido, lo mismo ocurrió con cada uno de los cuatro ojos de las medusas que se quedaron pasmados ante tan poético recibimiento. Óseo. Reencuentro. Pétreo. Térreo. Hídrico. Vuelo. Llanura. Duna. Médano. Colina. Abrazo. Fuego. Corteza. Coral. Planicie. Desierto. Impacto. Trueno. Médula. Magma. Lava. Salomónico. Ornamental. Corazonada. Laberíntico. Concurrente. Figurado. Ponzoñoso. Cuántico. Bestial. Elemental, trascendental. Lozanía. Impunidad. Flameante. Nacarón. Pasquín. Teórico. Desvivido. Cónico. Bitor. Cada una de las metáforas creó un paisaje distinto en el camino de los bípedos y una sensación exacta en los tentáculos de las hermanas Turritopsis. Una ofrenda con desapego, un premio con gozo. 

La tribu cruzó el mar sin envejecer, un sueño casi eterno cruzó por sus cuerpos; las medusas, por su parte, otorgaron al ave la posibilidad de cumplir un sueño. Se aseguró ésta de que hasta el último pie tocara tierra firme y culminó el poema de resurrección con palabras que invitaban a cada uno de los habitantes del arrecife a evolucionar. Hijos del viento serían ahora. Vértebra por vértebra fue despertando su cuerpo y hasta su cuello bostezó para reencontrarse con el cielo. Extendió sus alas y dirigió el ápice de sus huesos al cielo; cada una de las formas de vida evolucionaba a velocidades indescriptibles. Un plumaje etéreo se distribuyó a lo largo de su voluntad y emprendió vuelo. Cuatro lágrimas cayeron de sus ojos, la cuarta se evaporó. El ave dirigió su determinación hacia los caminos solares, fue allí donde esta humilde colina le perdió de vista… Cuatro eran los ojos de las medusas, pero cinco eran sus percepciones. La semilla del Cinco es la tierra santa para cuatro ojos en la arena… Cuatro colores dieron lugar a cuatro más, una pluma criaba cuatro y cuatro derivados modularon cuatro palabras más, cuatro evoluciones en cada especie, cada una de ellas era la palabra de otras cuatro más…

Yehoshua y El Silencio no comprendieron bien este relato, faltaban detalles muy especiales, pero cada vez que el follaje de la historia se aproximaba a alguno de estos detalles, la voz de la colina se tornaba temblorosa y parecía a punto de quebrar. Las carabelas siguieron su flujo, sabiendo bien cuál de las semillas venía a surgir de la garganta del cuentacuentos, inflaron sus pechos y llamaron más colores a su encuentro.

martes, 22 de julio de 2014

Los hexagramas y los nómadas de un desierto

Parecía que un amanecer privado surgía de las cienes de cada carabela, no dejaban de fluir y otras no dejaban de acumularse ante el espectáculo de combustión triste que tenía el olivo en sus múltiples brazos; para finalizar el evento, el árbol juntó todas sus ramas y del ápice primordial soltó una única flor, con ella besó la mejilla de cada uno de los presentes incluyendo la mejilla de la colina.
“Tres. Los nómadas del desierto. Hubo una etapa en la evolución de la vida en estas tierras que trajo una novedad a los cráneos de ciertos seres; mientras plantas, piedras y casi lo absoluto de animales tenía su existencia unida tanto a la realidad como a la lucidez. Una raza de perros, los perros oscuros, separaron su existir entre la lucidez y el soñar, de manera que podían saltar a la realidad cada vez que dormían, dando lugar a una definición entre el cuerpo físico y el cuerpo astral. La raza humana también comenzó a desarrollar tales frutos evolutivos y fue aquí, en este desierto, donde una tribu nómada venida de sectores más húmedos logró dominar pacientemente el arte del soñar debido a su proximidad con los fractales de las dunas marinas. Los minerales que habitaban la piel del desierto y las sábanas arenosas que le daban aspecto arisco escondían en sus células bandadas de pájaros costeros, fosilizados hasta los recuerdos.
Iban los Kraatus cruzando maravillosos paisajes mediterráneos, cuando un estremecimiento de la tierra abrió paso entre el mar, dejó una cervical que dividía los humores del océano próximo en dos. La tribu tomó esto como una señal divina, los dioses de la piedra y del río abrían un paso en la cuenca de la vida, quizá se encontrarían con la ciudad prometida. A medida que los pies de los individuos cruzaban el puente improvisado, veían cómo a cada lado del mar se expresaban diversas formas de vida, el agua subía y bajaba sus corrientes, dejaba ver corales, roqueríos, acantilados marinos, monstruos hidrófilos, un sinnúmero de peces y hasta los abismos se presentaron ante los ojos de los viajeros; curiosamente, el agua nunca los cubrió, paredes de agua se extendían hasta lo más alto y luego, de un pestañeo, se encontraba a más de seis hombres bajo sus pies. La cervical manteníase sincera y dotada de inmensa templanza, sus invitados permanecieron en un trance constante hasta que el sendero concluyó en un paisaje árido, adornado con colosales pómulos de piedra negra y valles espeluznantes, el desierto los había llamado al encuentro. El hambre volvió a los vientres de los viajeros, un hambre inhibido por todo el alucinante paso fronterizo que pudo haber durado siglos sin generar la más ínfima molestia en los organismos; fueron recorriendo ahora lentamente las pálidas facciones de la tierra, el calor iba cocinando lentamente sus pies, que se hubieron mantenido jóvenes desde el principio del desafío, hasta los más viejos mantuvieron su edad intacta, incluso los más jóvenes eludieron el paso del tiempo.
Los Kraatus pensaron en volver por donde vinieron, al no encontrar nada de vida en aquella tierra ofrendada por los dioses para una próspera civilización, pero la cervical que separaba el mar pronto se levantó; vértebra por vértebra fue dejando ver un esqueleto de pájaro más magno que el humor de aquel desierto. El ave extendió sus alas y su cuello levantó su cráneo sin problemas, miraba al sol y tres lágrimas cayeron de su ojo derecho. La primera lágrima cayó a las espaldas de los espectadores, generando allí un río efímero, que a su vez dio lugar a un oasis de rápido crecimiento, como pidiendo perdón a la tribu completa. La segunda lágrima cayó mucho más lejos y en el sitio de su impacto no nació un nuevo río, sino que un monolito se expresó en respuesta, escrituras pétreas se distinguían en su clara tez. La última lágrima cayó mucho más lejos que las primeras dos, tan lejos sólo dejó una pista vaporosa para que los Kraatus encontrasen su paradero.
“Toda mi carne es sueño, toda mi sangre es sueño.
Mi plumaje se ha marchado con El Sol, hacia El Sol voy.
Cada respuesta merece un sacrificio, así como ustedes han sido mi respuesta.
Cada respuesta merece recompensa, mi pista, mi historia, mis sueños les dejo.
Ofrenda mía, aliméntante de los sacrificios y de los sueños.
Que mi palabra sea tu vibra, que mi camino sea tu norte.
Encontradme ahí, donde deben mezclar agua y sangre.”
La tribu completa tomó las palabras inscritas en el monolito como un sagrado testamento, toda su cultura se basaría ahora en el recuerdo de aquel dragón de agua. Siguieron entonces su paso en dirección a la tercera lágrima, no sin antes haberse dotado de alimento para llenar sus barrigas y para llenar el nuevo viaje. La noche les encontró entre los pasadizos rocosos, y ahora la Madre Luna refrescaba sus nucas con un rocío imposible. Cuando la medianoche se hizo vidente, una pradera desértica se abrió ante la experiencia de los Kraatus, y una colina resaltaba el centro del lugar, esta misma colina que permite que descanses las historias de tu espalda, Yehoshua. Caminaron entonces hasta tal lugar y en su cima esperaron a que el chamán de la tribu pronunciase una vez más el testamento dejado por el ave, aquellas palabras fueron hechas canciones y describían la nueva época de la tribu. Uno de los Kraatus descifró el acertijo y comprendió que la labor del sacrificio les correspondía a ellos ahora que su dios, el Dragón de Agua, les ha dejado un desierto en sus manos; graves discusiones se generaron entre ellos hasta que decidieron ofrendar la vida del más inocente. El chamán, sintiéndose un poco confundido, tomó al bebé y en la cima de la colina descubrió su cuello y luego su carne. Las lágrimas de aquel hombre tan viejo mezcláronse con la primera gota de sangre sincera justo antes de que ésta callera en la punta exacta de la colina. El impacto desató un estremecimiento del cielo, que comenzó a llenar su cara de nubes negras; luego la milagrosa lluvia trajo consigo un estremecimiento de la tierra, que desesperada por el agua abrió sus poros, dejando de que miles y miles de aves costeras emprendieran vuelo después de un milenario baño de minerales. El paisaje cambió por completo, aquella pradera desierta que tenía a esta colina como centro se modificó al punto de ser un vulgar valle. Los Kraatus ya se sentían agobiados de presenciar tanta cosa maravillosa, sus cráneos requerían de algún sustento, un espacio más allá de las paredes de sus cabezas. Un gran número de aves no emprendió vuelo, y su carne de cuarzo se volvió carne de ave. La lluvia se detuvo, el valle expresó maderos y el festín dio inicio a la nueva vida: la carne era el nutriente necesario para desarrollar perfectamente el sueño en cada uno de sus cuerpos. Los Kraatus pasaron a llamarse Thuálagas y teniendo como bandera un ave de onírico plumaje, dedicaron sus vidas a viajar por el desierto, tanto soñando, tanto andando, de tal manera de ofrecer vida, lágrimas y sangre a la colina que les ofrecía un pasajero vergel para sustentar la más extraña de las vidas. Los Thuálagas fueron conocidos en toda la región como los hijos del Tres, humanos que podían traer la vida buscándola a través del más complicado arte, el de soñar. A pesar de que la semilla del Tres se ve perfecta, completa, le debe su origen a otra entidad, la semilla del Cuatro.”

El Silencio se entristeció levemente por el relato; Yehoshua le apaciguó entre sus brazos. Las carabelas se sorprendían al ver la representación de todos los sacrificios llevados a cabo en la cima de la colina que, según la historia, cambiaba de lugar cada vez que se le intercambiaba por un repetido vergel de gran sustento. Yehoshua nunca quiso girar su cabeza y posicionar sus ojos en la morbosa escena que explicaba una cultura entera, tanto él como El Silencio comprendían que el verdadero sacrificio era otro.

lunes, 21 de julio de 2014

Los hexagramas y el olivo azul

(…) Las carabelas seguían su nublado paso por el cielo, siguiendo la cariñosa pista de El Sol. Yehoshua y El Silencio permanecían en la mejilla de aquella colina, escuchando las palabras pétreas, que luego eran traducidas a un idioma más legible para el humano, de tal manera que el alimento de cada semilla estuviese bien constituido y la testa respectiva aguantase las tormentas de habladuría en el cráneo del viajero. El manto completo comenzó a cambiar su coloración tenue, parecía que las manchas lumínicas de las fragatas le convencieron de no ser tan caprichoso, y un tímido susurro se abría paso entre la arena. La boca de la colina hizo una pausa al terminar de contar la primera historia y para cuando separó sus labios con la intención de relatar la semilla del dos, de una piedrecilla negra, justo enfrente de Yehoshua, surgió una raíz blanca y eterna.
“Dos. El olivo azul. Hay estrellas en el cielo que prefieren viajar por el universo en vez de germinar un universo a su alrededor. Estas estrellas se reúnen en grupos de seis y viajan por los senderos cósmicos tomadas de la mano, creando milagros por donde se les antoje, robando colores e inventando otros tantos. Van de la mano porque permiten que de esta manera la justicia fluya desde un extremo a otro, así también ocurre con el equilibrio y el cambio. A su vez, viajan en grupos de seis en honor a los Hexagramas, y en base a ello establecen su conformación espiritual: justicia, equilibro y cambio en los dos polos del cuerpo, seis.
De vez en cuando, las mareas del cielo permiten que los niños estrella lleguen a esta tierra, como abriéndoles las puertas a sus deberes milagrosos. De las tantas veces que han venido a nuestro pedacito de universo, pocas veces se han dejado ver por otras entidades que no sean tan puras como las piedras; sin embargo, el fractal de las dunas marinas correspondía a un punto de encuentro turístico entre niños estrella, que se repite en seis puntos distintos de todo el universo. Hay seis maneras distintas de llegar a este mismo lugar, la primera es así como tu has llegado Yehoshua; la segunda es encontrar el fractal de las dunas marinas en la piel de la Madre Luna. 
La semilla del dos apareció un día que treinta y seis niños estrella llegaron al fractal de las dunas marinas mediante la piel de la Madre Luna, allí bailaron y cantaron en la cima de esta misma colina, dando lugar a uno de los milagros que nacen de sus imaginaciones estelares. Un olivo nació, un olivo alimentado solamente de las cascadas subtérreas de la imaginación. Por esos sectores, en el fractal de nuestra tierra, una civilización nómada del desierto acababa de acoger en su cultura el arte del soñar; sus cuerpos astrales, equivalente al cuerpo de los niños estrella, se dedicaba a recorrer la realidad del mundo y aprender de ella. Una muchacha, llamada Q-atz por su madre y su padre, decidió internarse por entre las dunas del desierto y se encontró con el evento tribal de los treinta y seis niños estrella. Q-atz se emocionó y corrió al encuentro, una fogata de luz azul bailaba justo en el centro de la ronda que armaban las manos abrazadas de las estrellas. Ella gritó amorosamente, desde lejos les anticipaba su llegada y anticipaba más aún sus ganas de formar parte del rito. Casi mecánicamente, la hicieron bailar en el centro de la ronda con la estrella que le pareciera más versátil a su color de alma. Q-atz le tomó la mano a una estrella nacida cerca de Orión y con él fue a bailar en honor al fuego azul. Los cantos del nacimiento se extendían por toda la pampa, al igual que el amor entre el niño estrella y la soñada. Cuando todos se cansaron, el fuego azul se levantó y su flujo se volvió arbóreo; un árbol de olivo nació del amor de treinta y cinco niños estrella y dos enamorados.
Q-atz despertó, olvidó preguntarle el nombre al niño estrella, como también confesarle su condición de humana, su condición de dualidad. Dos. Dos. Dos. Tomó sus túnicas y su turbante, se internó por los caminos que por la noche había recorrido sin frío, ni calor, ni cansancio, y se encontró que en la cima de la colina no se encontraba el árbol de olivo, sino que había una pequeña flor de piedra sobre un trozo pequeño de cuarzo. Q-atz lloró, pero cuando sus lágrimas hidrataron el mineral, el día se evaporó y  la noche se enredó con el cielo nuevamente. Los niños estrella seguían ahí y Q-atz estaba cara a cara con su enamorado, con la pareja con quien imitó los movimientos de la creación. El joven le dijo que pronunciaría su nombre a cambio de que le diera su mano, ella no lo pensó Dos veces y tanto su cuerpo astral como su cuerpo terrenal se unieron con la carne cósmica del joven. “Wadi-Rum”. Una extraña reacción ocurrió; el cuerpo físico de Q-atz trajo a Wadi-Rum a la luz del día, se esfumaron espontáneamente los treinta y cinco niños estrella que hacían una ronda a su alrededor y el joven se hizo opaco, pero no menos hermoso. Para el muchacho era primera vez que se encontraba con un sitio alimentado de tanta luz de parte de una estrella estática, de esas estrellas a la que renunció ser, y le pidió a su amada que le llevase a recorrer todo lo que pudiera mostrarle, mientras aquella estrella tan magnífica, El Sol, dibujaba todos los caminos posibles e imposibles de imaginar. Recorrieron dunas, quebradas, subieron montañas, escalaron ríos y perforaron lagunas, dibujaron ofrendas a las piedras y recordaban a cada momento el árbol de olivo que les unió. Wadi-Rum le propuso matrimonio eterno a Q-atz, ella aceptó y le dijo que se encontraran después del atardecer en la misma colina donde el sueño los unió. La muchacha fue a vestir los artilugios de matrimonio que su cultura nómada acostumbraba a llevar. Wadi-Rum, por su parte, fue a buscar los trozos de cuarzo más hermosos que vio durante los paseos diurnos con su amada. Al caer la tarde la noche se apresuró a presenciar el curioso matrimonio; Wadi-Rum se paró en la cima de la colina y dispuso cuarzos por todo el sector, trayendo buenos augurios al matrimonio. Sin embargo, aquel centinela de la cultura nómada se sintió atraído por las figuras de piedra y encontró en el centro del lugar al niño estrella, lumínico como su propia naturaleza lo permitía, y le secuestró. La semilla de Uno existe gracias a la semilla del Dos, pero ninguna de estas dos puede vivir estable sin la semilla del Tres.”

Mientras la colina relataba esto, las hojas del olivo iban nadando por entre las ramas. Cada vez que un momento impactante del cuento se hacía entre las palabras pétreas de la colina y la traducción de El Silencio, las hojas invocaban su natural fuego azul, la voluntad del olivo se dejaba ver ante los ojos de Yehoshua. El fuego azul atraía a algunas de la carabelas, de tal manera que el relato de la semilla del Dos tuvo más audiencia que el primero.

domingo, 20 de julio de 2014

Los hexagramas y la ofrenda onírica

El Sol comenzaba a bostezar y sus rugidos eran escuchados solemnemente por toda la existencia allí en los médanos, las campanadas del día iban liberando gradualmente una paleta de colores derivados del oro, del cobre y del aire; Yehoshua comenzó a declinar el paso y finalmente se decidió por detenerse para pasar la noche en la mejilla de una colina blanca, que cada mañana y cada atardecer dejaba que la tintura de los bostezos solares cambiara por completo la configuración emocional de su pétreo vestido. El viajero esperaba inocentemente la noche, esperaba a la madre Luna para que le cuidara durante las penumbras, pero en vez de ello El Sol se detuvo cuando sólo un pelo de su cabellera permanecía refulgente en el horizonte y El Tiempo detuvo su acelerado paso: Yehoshua eligió casualmente como aposento un fractal de las dunas marinas.
El atardecer no fluía, el susurro constante del viento tampoco se esparcía por la tierra, los colores del manto comenzaron a mimetizarse entre sí hasta el punto en que sólo se percibía un cielo plano y un rayo de sol cruzándolo de un lado a otro, muy por encima de la coronilla de Yehoshua, quien se mostraba un tanto intranquilo, luchando por mantener el sudor del miedo dentro de su cuerpo, apaciguando su humor sobre las amables texturas de la manta con que armó su carpa. El Silencio se puso a un lado de Yehoshua, le dijo con voz baja que aquella mejilla era su lugar favorito para ver el espectáculo de las ofrendas oníricas. El viajero no comprendía, pero en cuento se dispuso a formular un cuestionamiento a El Silencio una colonia de luces se aproximaba desde el extremo contrario a la pista de El Sol. Millones de carabelas venían zigzagueando vaporosamente muy por encima de la superficie del desierto; las coloraciones azules de sus crestas traían nuevamente un color esperanzador que manchaba el cielo, y los tentáculos se arrastraban por la tierra, como sondeando su camino, o quizás despidiendo a las piedras. El Silencio acercó su boca al oído de Yehoshua, y sin que este último advirtiera el  relato, el paso de aquellos oníricos sifonóforos se fue mezclando con las dulces palabras que pronunciaba el primero; como nada fluía, excepto aquellas luminosas figuras, la más mínima influencia en el sistema que se armó ahí en el fractal de las dunas marinas tendría un magnífico efecto a nivel de fractal.
“Hay seis historias estrechamente relacionadas con este espectáculo. Cada una tiene una pieza del origen de este evento, cada una es perfectamente geométrica y cada una de ellas se aloja dentro de la boca de esta misma colina, que se las arregló para que tú, Yehoshua, lleves seis semillas quién sabe dónde.”
El Silencio y el viajero no se movieron de su lugar a pesar de que la boca de aquella colina se abriera sigilosamente. En el idioma de los minerales comenzó un grave relato y El Silencio participó de médium para que la voluntad de la colina fuese cumplida:

“Uno. La ofrenda onírica. Existió aquí hace muchos eclipses una civilización que dominaba el arte del soñar, esto mientras en la mayoría de los lugares del orbe los sueños correspondían a motivos de muerte. Esta comunidad, como muchas otras, practicaba el sacrificio a la vida, con tal de inyectar energía a los flujos de la tierra; una noche uno de los centinelas trajo un botín astral – un niño estrella perdido en los paisajes lunares del desierto - al centro del pueblo, argumentando que si sacrificaban a uno de estos niños, no tendrían la necesidad de sacrificar seis de su propia raza. Ante la propuesta, nadie en el pueblo arguyó, pero una muchacha que conocía a aquel niño estrella se opuso al sacrificio, por lo que la comunidad concluyó en sacrificarlos a los dos. El evento se llevó a cabo en la cima de una colina, quien relata todo esto, y cuando ya hubieron muerto ella y él, la civilización entera fuera digerida por una colonia de estas carabelas que se pasean por el cielo. Estas entidades son sólo algunas de las magnas formas de vida invisible que no permiten que cualquier cosa se establezca sobre tierra santa, obligando a la cultura popular llamarlas despectivamente “desierto”. Por otro lado, lo que ocurrió en la inversa de la vida da origen a la llegada de estas carabelas; en cuanto la muchacha y el niño estrella fueron lanzados a aquella pampa que precede al pasillo del sacrificio. Siguiendo una brillante idea, ella pensó en enseñarle a soñar a él, de manera que no siguieron una inerte caminata hasta la degradación de sus energías. Mientras los jóvenes conversaban sobre esto, el desfile de todos los soles del universo comenzó inconscientemente, y en cuanto los sacrificados se entregaron a la blanca arena del suelo para dar lugar al soñar, cada uno de los soles se fue convirtiendo en un ave de gran envergadura. Cada uno de estas aves carroñeras bebía del soñar de los muchachos y emprendía un delicioso vuelo. La simbiosis entre los muchachos y un sol-ave en el mundo de los muertos, sería traducido en una carabela en el mundo de los vivos. Fue así como nació la ofrenda onírica, una hecatombe de sueños que va siguiendo la pista de El Sol en la única hora del día donde la muerte se asoma a la vida. Sin embargo, la semilla del Uno no es nada sin la semilla del Dos…”

jueves, 17 de julio de 2014

Flor circunfusa


Yehoshua iba pasando la piel de sus pies por la arena suave y caliente, sentía claramente cómo es que cada una de aquellas semillas de piedra estaba ya satisfecha de engullir tanto sol y ahora, amablemente, compartían su alimento con la grave planta del viajero. El Sol seguía comunicando sus respectivas enseñanzas a las raíces cervicales y craneales de Yehoshua, y éste, por su parte, se topaba con una geoda alojada en el borde de un cráter. Aquella piedra poseedora de un hermoso corazón de cristal observó con detención al viajero y luego le comentó:
-Tus túnicas, de aquel color tan primario, tan cálido y áspero, me han recordado una historia que se tejió aquí mismo, en este cráter. Si quieres oírla, tómame y presióname contra tu pecho; de esta manera el fuego de tu corazón hará crecer los cristales que habitan el mío y mi historia hará crecer tu follaje.
Yehoshua, sin pensarlo dos veces, se apresuró y tomó asiento. Tomó la postura de la flor de acacia, dictada por la geoda y le tomó, para abrazarle cariñosamente.
-En la época en que estas tierras todavía tenían una relación idílica con el mar, estas costas costas daban lugar a playas con personalidades limpias y cristalinas, limpias y cristalinas, limpias y cristalinas... Esta misma arena que se encuentra bajo tu asiento bebía cada día de la marea, y luego se bañaba en la luz de El Sol; las dunas dejaban que maravillosas plantas criaran sus hojas entre el viento arisco y sus raíces entre la suntuosa y densa tierra, suntuosa y densa tierra, suntuosa y densa tierra... Estas plantas tan enamoradas del paisaje, no querían despegarse de la superficie, por lo que no generaban la sombra que atraía a tantos otros viajeros en la hostilidad de los desiertos. Sólo valientes insectos se atrevían a cruzar océanos de arena hambrienta y quién sabe qué otras entidades solanáceas... Un día, las dunas de este lugar, como son de caprichosas, quisieron teñir su plumaje con manchas de sombra; el antojo de aquellas hijas del viento fue compartido con la marea y ésta, sin poder resistirse al encanto de la perfección buscó una roca de alguna cueva submarina y la sacó de lugar para poder estrellarla contra la superficie, que los humores del frío y el calor la rompieran y dejasen que aquel huevo pétreo liberase el ánima que alojaba en su interior: un hijo del Nilo... Apenas separó sus tres párpados, las dunas le dotaron del ayuno eterno y conocimientos trascendentales del vivir. Cada grano de arena le suplicó traer la sombra ante tan hermoso lugar, sólo para hacerlo aún más hermoso, aún más hermoso, aún más hermoso... Venus, como le nombraron, se encaminó entonces hacia los lugares donde crecían los árboles, los más valientes árboles; de esta manera, caminando por las dunas mientras se desarrollaba su educación, llegó a toparse con el río Eufrates y allí el agua dulce que tocó su boca le confesó el nombre de las flores que crecen en el árbol que podría establecer sus raíces en aquella cuna de belleza y que además podría navegar sin problemas con su magnífico follaje entre el viento seco y hostil, seco y hostil, seco y hostil... Venus, agradecido, rindió homenaje al Eufrates construyendo tres orzas con el lodo de los bordes, pero el río le regaló la tercera orza para que en ella llevase agua de su sangre, con la cual haría despertar las semillas de tan bizarro árbol... El viaje continuó, los granos de arena le fueron susurrando a Venus los lugares en los que se había visto flores con tales nombres, pero eran muchísimos árboles que habían decidido, durante la evolución, se poseedores de flores tan cardiacas. La gran familia de árboles que rendía culto a ésta flor, flor del color de tu túnica, regaló una semilla, la más viva, para que creciese en aquel lugar tan lujosamente descrito por Venus... El viaje parecía infinito, casi tan infinito como el número de estambres que poseía la flor de la que te hablo...Una vez que Venus regresó con las semillas que le fueron ofrendadas por los mismísimos árboles, le contó a las dunas las hazañas de su viaje y las veces que tuvo que cantarle al vapor del agua del Eufrates para que no dejara su ovalado aposento. Sembró las semillas de la misma forma en que cada estambre de la flor se dispone en los árboles y allí se quedó, justo en medio, esperando que el aliento del mar alentara al vapor del agua del Eufrates a viajar por cada una de las túnicas que vestían a las semillas. Pronto, mientras Venus recitaba las oraciones de la vida, las raíces se dieron lugar entre la estrecha tierra y la sombra germinaba día a día, día a día, día a día... Un grandioso paraíso de luz y sombra eligió nacer entre el círculo de árboles y la relación entre las dunas y el mar. Venus, notó que el viento dentro del círculo no era hostil, era tan amable como las flores de las acacias en cada primavera; le prometió por siempre quedarse ahí recitando las oraciones de la vida, de tal manera que pudiesen arreglar el mundo entero con las palabras del corazón... Un día, luego de que muchos siglos hubiesen pasado, El Tiempo se puso celoso de la juventud de Venus y los árboles del círculo, que escapaban a la vejez sin el menor esfuerzo. Hizo un trato con El Espacio y sacaron de lugar y de época la última letra de las oraciones. Con esto, la relación entre las dunas y el mar se rompió, y cada caño la costa se alejaba más... Venus siguió recitando y los árboles entraron en latencia, aguantando los suspiros porque sabían que en algún momento la última letra de la oración volvería a su lugar. Mientras, ellos seguirían al borde de la playa y toda la arena dentro del círculo se fue desplazando paralela a la contracción del mar. Es por esto que el cráter que hay aquí enfrente tuyo se hace presente ante tus ojos, Yehoshua. Yo soy la última sílaba de la oración de la vida, y me has hecho germinar; los cristales de mi corazón ya han modulado su geometría gracias al fuego de tu corazón... Ahora lánzame querida flor de acacia, que tus túnicas con el color más sincero de El Sol me guíen por el camino que ha dejado este cráter para mi...
Yehoshua miró a la piedra, que ya no era piedra, sino un curioso cristal de geometría indescriptible y colores alucinantes. Tuvo que dejar de observar la tentación visual en el mineral y le lanzó al cráter con la mano izquierda y un aliento de pasión... Yehoshua escribió en su palma una petición a la letra final de aquella oración, le pidió que el día que el viajero arribase los jardines colgantes, Venus le fuera a encontrar.

martes, 8 de julio de 2014

Octántrico

Quinientos sueños pasaron bajo sus tristes párpados, quinientos más debían pasar. El color de su sombra iría permutando de coral a medusa, y cuando la medusa se destiñera permutaría a nómade. Cuando el nómade descubra que la medusa está bajo sus tristes párpados, tomará una semilla de su alma y la pondrá justo en el centro de su propio corazón; quinientos sueños más han de pasar, pero por el vientre del nómade, que despierta sus párpados para germinar en la cumbre del mar. Sólo entonces, los colores recorridos por su sombra y el espectro de vida que ha engullido la misma serán los suficientes para que la ominosa entidad detenga su existencia en un universo basado en el dos -dependiente del tres- para saltar al universo del cinco y pintar con ello los colores corales en las paredes de las medusas que enraizan en la cumbre del nómade que germinó en su propio corazón.

jueves, 3 de julio de 2014

Antípodas


Se cuenta por los altiplanos del mundo, que absolutamente todos los nidos de nubes están conectados, y aquellas aves que las incuban invitan al viajero a que se pierda entre las paredes pétreas y las agujas de viento. Los puertos hacia las estrellas están siempre abiertos entre túnel y túnel. Los colores son de lo más vistosos y dolorosos. Allí, en todos los altiplanos, aloja una paleta de sensaciones monstruosas que suelen dormir en la tundra, en el desierto y en las montañas, día y noche, esperando recuperar energías para partir nuevamente y lanzarse de un salto al manto. Cada uno de estos gigantes no tiene más arma que el miedo, cada uno de sus poros invisibles dispara miedo a los ojos de cualquier cráneo y desata los terrores del alma. Sin embargo, el viajero debe seguir los pasos del ápice de un río, debe seguir el aliento de la vida que elige nacer justo donde las sombras beben de la noche. Se cuenta por los altiplanos del mundo que las colinas y las dunas se repiten en el mundo, que están duplicadas, triplicadas y nadie lo sabe, nadie lo sabe porque han hecho un pacto de silencio con las hierbas: otorgamos nuestro secreto a aquel cuyas raíces alcancen el corazón del planeta, y en sus magmáticas emociones no cedan de vivir, a cambio de un lugar donde proliferan los más curiosos pólipos astrales.
Y es en los mismísimos altiplanos del mundo donde cada día y cada noche las medusas, laboriosas en las onirificaciones, cambian su rumbo hacia otra esfera sedienta de soñar.