Una noche, la última, dejó al descubierto un manto infestado
de soles remotos y persas. El desierto tenía grandes explicaciones, esto hacía
que cada cosa que le habitaba tuviese un sentido inimaginable; toda una
geografía descubierta, toda la historia resumida en un millón de granos de
arena. Los pies de Yehoshua ya no se paseaban únicamente tranquilos por sobre
la tierra, sino que parecían tomar consciencia de las diminutas variaciones
espaciales que descubría aquella piel áspera. Por la mente del viajero se
paseaba una semilla inquietante, una semilla del Cero, y le gritaba
burlonamente “derrumbe, derrumbe, derrumbe”; por alguna extraña razón, la
cúspide de su búsqueda, los Jardines de Colgantes de Babilonia, no eran más que
nuevos ladrillos para otra pirámide, justo al lado de la anterior. La
oscilación térmica y emocional concluyó en la erupción de las edificaciones
internas en el cuerpo de Yehoshua, sentíase identificado con las dunas del
desierto, porque así se encontraba. Tal como la semilla orogénica se alojaba en
su vientre, atenta, él se encontraba en medio de la exagerada extensión de
silencio.
Texturas brotaban de sus pasos, una y otra vez el viento
respiraba por entre sus dedos; los patrones neuronales se dejaban al
descubierto, cubrían la superficie terrestre y pronto se evaporaban para pintar
el cielo estrellado, y en cada estrella construían un hermoso ventanal que no
interfiriera con el deber de la adoración. Una techo de tierra, baldosas de
cielo, extraños gusanos pintados hasta las uñas levantaron sus cuerpos al ritmo
de los pies de Yehoshua, se enamoraban y trenzaban colosales columnas, pulso a
pulso iban construyendo un pasillo que se encontraba entre lo alto y lo bajo,
un pasillo que era el encuentro entre el aire y las piedras. El humor de la
noche iba permutando en un acuoso paraíso. Cada uno de los cabellos de
Yehoshua, oculto bajo el abrigo de un amable turbante, escapó por los
laberintos de las telas y se entregó al vapor seco del exterior. Aunque la
escena era francamente imposible, ocurría, pero los ojos de Yehoshua sostenían
la vista en un punto ausente, muy allá, un ombligo arriba del horizonte, de
esta manera invocó sin esfuerzo la realidad de ese desierto.
Sus pies en lo alto y a lo lejos, unas raíces en lo bajo. Corona del Inca susurraron flautas y
tambores, ordenados por el pulso del paso. Un arbusto hermoso, de grandes hojas
y grandes flores presentaba su hábito con sincero esplendor; desde el ápice
surgían delicados pétalos rojos y luego, pasando por un sendero de verdor, la
rama desnuda presentábase ante Yehoshua. Una planta de felicidad hexagonal le
pidió al viajero que calmara sus pasiones, que trajese la ecuanimidad hasta la
altura de toda su piel.
“Bienvenido al corazón
de los Jardines Colgantes, Yehoshua. Te felicito, ha sido una hazaña del arte
del soñar.”
Un lápiz de esfuerzo en la mano derecha, un pincel de sangre
en la mano izquierda. Instintivamente, y sin dejar la postura de La Flor de Acacia, Yehoshua trazó en las
baldosas de cielo un hexagrama que daba origen a seis más. En sentido
anti-horario dispuso las semillas desde el Uno hasta el Seis. En el hexágono
central se encontraba él, la semilla del Siete, la orogénica. Bajo la sombra deaquella Corona del Inca todo era fuera de lugar. Un demonio germinó de cada
una de las semillas en cada uno de los hexagramas apicales. Un miedo inmenso
germinaba de la semilla orogénica en el vientre de Yehoshua, pero este se debía
a la falta de luz. El viajero relajó sus músculos, dejó ver su vientre a los
ojos de la planta y sobre él calló una flor hexagonal. Un destello doloroso dejó todos sus sentidos
embotados, todos en Cero.
“Uno, Dos, Tres,
Cuatro, Cinco, Seis, Yehoshua, Cero. Gracias hijo de la Acacia.”
Cinco niños estrella iban por delante, cinco perros oscuros
con cinco carabelas respectivamente unidas a sus cervicales iban por detrás. Al
invocar los hexagramas bajo la sombra de la planta hija del Seis, Yehoshua
derrumbó su propio mundo. El efecto de la semilla del Cero fue perfecto, un
trueque justo. Desconcertado, miró a su alrededor y ya no se encontraba ningún
patrón desértico, ni las baldosas de cielo ni el techo de tierra; se encontraban
las estrellas liberadas. Atrás, el planeta y la cara de Xératum en su cuerpo,
despidiéndole cariñosamente. Delante, el
cadáver del ave, que por cada aleteo recuperaba la carne sobre sus
huesos y en su nuca un fuego azul; más allá, El Sol. El universo entero calló,
la Lepisma pestañó y Yehoshua se encontraba en su destino, una transición acabó;
un trozo de tierra desconocido para todo el cuerpo del viajero tenía lugar bajo
su asiento, ya no había una semilla del Cero en su vientre, sino que una
semilla del Siete. Sus túnicas habían desaparecido, se encontraba desnudo bajo la
tenue luz de un curioso sol y, como si alguien hubiese decidido la posición de
su nuevo nacimiento, se encontraba abrazando un cofre de arena, en cuyo
interior se alojaban cinco semillas de amor, cinco palabras de mar, cinco
palabras de estrella, cinco palabras de cuarzo, cinco semillas de equilibrio y
un poema de lo eterno. Yehoshua reconoció estos tesoros, eran las ofrendas para
un nuevo soñar; sin embargo, faltaba una cosa, un huevo tóxico. Un escalofrío
recorrió toda su cervical, un calor en la nuca le hizo levantar la mirada y por
entre las colinas que se disponían en ese momento había un ave de gran
envergadura, un ave curioso, de plumaje gris y ponzoñosas flores que invitaban
al viajero a alojarse bajo la sombra que derrumbaba bajo el implume follaje del
animal, le invitaban a abrazar un tronco hecho de piel, ausente de raíces. Yehoshua
se encontraba quizás en un lugar del universo que estaba un poco más cerca de
la Lepisma, quizás un poco más cerca de lo que creía.
Un desplazamiento tenue, a la velocidad de un atardecer. Los
cinco perros oscuros iban unidos cervicalmente con cinco respectivas carabelas;
aquellos canes también poseían la facultad del soñar, era por ello, por su
propia templanza, que podían llevar a cabo una tarea en las ofrendas oníricas.
Una simbiosis entre carabelas y perros, que traía beneficios tanto para la raza
onírica, como para la raza pseudo-física. Los pasos de Yehoshua se hacían
cansados, no había podido entregarse al descanso por este larguísimo evento,
que ni siquiera tenía modo alguno de medirlo, no había forma de comparar un
momento y otro por la monotonía lumínica. El último rayo de El Sol seguía ahí,
intacto; lo único que cambiaba lo suficiente como para percibir variaciones era
la cabeza fogosa de El Silencio, las historias de este desierto no le fueron
contadas por los otros silencios que habitaban el lugar. El llanto del mar se
escuchaba a lo lejos, pero nadie estaba seguro de que esto fuese cierto, pues
las imágenes que invocaban las carabelas parecían tan reales y tan tangibles
que pudieron haber confundido a cualquier otro ser que interviniese en el
transcurso de los relatos al llegar “casualmente”
a ese fractal de las dunas marinas.
“Seis. La orogénesis.
Varios hijos de la Lepisma fueron lanzados al planeta, de tal manera que
tuviesen la labor de guiar a las civilizaciones que allí iban proliferando.
Para cada nivel de la consciencia existía un hijo, y cada civilización le
brindaba un nombre distinto. Muy temprano en la evolución de la magia en cada
cultura, hubo uno de aquellos hijos que
fue dejando semillas del arte del soñar por todo el mundo; una semilla tras
otra en las cienes del personaje equivalente a la cumbre mística de cada tribu.
Enseñanzas integrales, efectivas, empáticas.
Aquel dios llegó al
mundo más desnudo que todos los demás, pero mantenía una directa conversación
con la Lepisma, quien le dijo una vez “no dejes de fluir, o será tu muerte”. La
severidad de su origen le causaba un inmenso malestar al momento de dormir; si
bien todo el cuerpo seguía fluyendo y la mente también, al reparar y ordenar
los asuntos del día, el espíritu manteníase quieto. Noche, tras día, tras
amanecer, tras atardecer, tras eclipse fueron acumulando ideas para este dios.
Aprendiendo de lo que iban enseñando sus hermanas y hermanos en la totalidad de
las culturas, descubrió que había una manera de llevar al espíritu al flujo
continuo día y noche: soñando.
Soñar, Xératum se hizo
llamar y también bautizó al arte de esta manera, una palabra que encontró en
los lugares del mundo más inéditos. Era más fácil llegar a la realidad de las
cosas estaba presente para aquellas remotas épocas; los espíritus se paseaban
claramente por la faz del planeta, los animales con sus verdaderas formas, pero
fueron los vegetales fueron quienes
mostraron gran pista: sus raíces no estaban únicamente conectadas al alma del
planeta, sino que tenían una conexión permanente con el aquí y el allá. Soñar
permitía a la raza verde pasear entre la vida y la muerte, sin que tuviesen sectores
definidos del día para aparecer o desaparecer. La raza verde fluía
constantemente. Las praderas australes, palacios de altura, extensas moradas de
los silencios, reinos de hielo, todos eran claramente carentes de vida
discernible, pero aquellos sectores imposibles eran los más recurridos
paraderos para el lado muerto. En un mundo y en otro, existían ciertas
conexiones que se repetían y se presentaban desde un plano a otro. Xératum
descubrió esto y comprendió que lanzando su alma al flujo, cuando el cuerpo y
la menta se mantenían en el equilibrio del descanso, podría entregarse
fácilmente al mundo de lo muerto y poder percibir una dual realidad de las
cosas. Todo era cierto, y según el punto de vista era falso. Todos los caminos
que recorrió, todas las plantas que conoció, absolutamente todo tenía una
traducción en palabras venidas desde el interior, con estas palabras fue
enseñando a los chamanes, a los místicos, a los brujos, a cualquiera que
tuviese un ápice de su ser dedicado al mundo de lo muerto. Quietud, Equilibrio,
Valentía, Desapego, Justicia, y muchas otras palabras que ayudaban al aprendiz
a internarse en el arte del soñar. Xératum no era un dios muy presente, no se
jactaba de sus enseñanzas, pues no era poseedor de algo que sólo él podía
otorgar, sino que descubrió una flor allí donde nadie se había enterado que se
podía mirar. A pesar de esto, por más de una razón era un hijo de la Lepisma,
como el sueño mismo, él no debía dejar de fluir. Era el principal médium, un
túnel para llegar al soñar, un engranaje
trascendental en aquella máquina onírica.
Xératum dejó una vez
su cuerpo en algún lugar y salió a recorrer con su soñar. Pasó por cuevas, dejó
su instinto atrás, se internó entre caminos de enredaderas, cruzó bosques de
raíces, escaló hojas caducas, apreció el mundo desde la altura de las espinas,
conoció cuanta flor se presentaba en el mundo de lo muerto y buscaba alguna
relación al comparar la felicidad de la planta con la flor que se presentaba en
el mundo de lo vivo. Se entregó a las llanuras conocimiento, y del conocimiento
llegó a las lejanas tierras del poder, la temida geografía del poder. Cuando
iba caminando por la muerta ladera de una cordillera, un arbusto que permanecía
constante tanto en lo vivo como en lo muerto le llamó la atención; bajo su
follaje se extendía un grupo de demonios, que compartían música, tisanas y
poemas. Las formas de cada uno era tan bella y curiosa para Xératum, tanto que
se vio obligado a compartir con ellos. Por fin, dentro de todos los tiempos que
llevaba descubriendo la dualidad de las cosas en los mundos, se encontraba con
algo oriundo de lo muerto, pues hasta los espíritus tenían lugar en los dos
mundos. Aquellos demonios fueron muy amables con el soñador, no habían visto
jamás algo tan nuevo en el mundo de lo muerto. Xératum les hablaba del mundo de
lo vivo, y cada una de las facciones de los demonios se mostraba sorprendida
ante tan bellísima y viva descripción, sin embargo, el mundo de lo muerto nada
tenía que envidiar. Por su parte, los demonios, que eran seis, hablaron a
Xératum del mundo en el que vivían; viajaban de lugar en lugar, pero este planeta
apenas lo iban conociendo, sólo el arbusto que les otorgaba sombra les había
recibido en el momento de su llegada, pues sus flores les habían llamado desde
lo muy lejano. La conversación se extendió bastante, hasta el momento en que a
los demonios les ganó el cansancio, sus pies estaban exhaustos después de presionar
inmensos senderos cósmicos una y otra vez; Xératum besó la nuca de cada uno de
ellos y descubrió un hexagrama distinto en cada una de ellas. Aquella amistad
se volvería eterna, se prometieron volver a encontrarse en alguno de aquellos
lugares en que el mundo de lo vivo y el mundo de lo muerto se encontraban y
formaban juramentos diariamente.
El paseo del soñador
siguió por la misma ladera, otro arbusto de la misma especie le encontró, y
creyendo a los hexagramas los responsables de traer demonios a este mundo, dibujó
uno a los pies del arbusto. Notó entonces que la flor de aquel arbusto era
también una especie de hexagrama, y sus colores vivos y muertos evocaban el
seis. Guardó seis semillas en su vientre onírico, tomó una flor y la puso al
centro del hexagrama; levantó la vista para ver si se acercaban demonios al
planeta, pero el paisaje había cambiado completamente, un mar hermoso se
largaba por todo el horizonte, plantas inmensamente poderosas se hacían
amorosamente a la arena, abrazándola en cada paso de su crecimiento. Las nubes
salían del agua, y se recostaban en la arena para disfrutar de El Sol,
paulatinamente partían al cielo para viajar una vez más. Xératum olvidó todo lo
que era, dejó una vida atrás. Conversaba con todas las plantas, pero ninguna le
respondía. Algo extraño sucedía, no le era posible discernir si era el mundo de
lo vivo o el mundo de lo muerto, nada le entregaba pista de dónde se
encontraba. Perdido en sí, comenzó a caminar por la eterna playa, la belleza de
lo que vivía hacía que sus preocupaciones se fueran, se olvidó de su labor
educativa, se olvidó de ser un hijo de la Lepisma, se olvidó de su nombre. El hálito
marina cruzaba por su vientre, se llevaba cualquier rastro de conocimiento y
sólo los hexagramas quedaron en su corazón, éste era ahora un ser nuevo… Un pie
y la arena, una pestaña y la brisa, un respiro y el cielo entero, sus ojos eran
un fractal de El Sol, se miraba a sí mismo al mirar el brillo de aquel sitio.
Sintió un destello en la nuca, a su izquierda se encontraba un ave marina
revolcándose en sus problemas y frecuentemente ahogándose en la saliva del mar.
Siguió una especie de relato gutural, las cosas en su cabeza se quedaron
quietas y su cuerpo llevó las extremidades hasta el plumaje grisáceo, el ave
tenía el cuello roto. El corazón del antiguo soñador, que en este sitio solo
alojaba los hexagramas, comenzó a verse invadido por un atardecer de
sentimientos, las espinas de las plantas que crecían allí le hacían sentir
dolor desde la planta de los pies hasta el más fino de sus cabellos. Dos manos
sostenían al pájaro, la derecha el cuerpo, la izquierda afirmaba su nuca. La
vegetación emocional tenía una constante primavera, muy pronto las enredaderas de
su ser escaparon de sus lagrimales y flores azules saludaban a El Sol. Praderas
enteras se levantaron por toda su piel, cereales de dolor lanzaban semillas sin
parar. El ave agonizaba, el corazón de esta misma lucía un fuego verde, temía
al oleaje y a las manos; puso su ojo izquierdo en el ojo derecho de quien le
tomaba y disparó. La voz gutural retumbó en todos los materiales que componían
al soñador: “Un ave venida de algo más lejano que el cielo, impactó en un lugar
sin sitio y allí una muerte le encontró”. Espirales fluían de un ocular al
otro, fueron fertilizantes para toda la flora primaveral que se iba originando
dentro del perdido bípedo. Un sol, luego dos, tres, cuatro, cinco y pronto
fueron seis los soles que miraban la escena, aquel niño nuevo en este mundo
estaba comprendiendo la realidad de las cosas, la muerte fue desde siempre
sincera con él y la vida le acompañaba por la espalda. A pesar de que no se
encontraba solo, había una extraña sensación que hacía de estos momentos los
más profundos y solitarios de la completa historia del universo. La Lepisma asomó
un ojo, un hijo perdido en sí mismo se había sacado de lugar y un ave
castigado, venida de otro creador, fue castigada. Aquel encuentro significaba
la colisión entre dos universos nada relacionados. La verdadera forma del ave
fue modificada hasta que la metáfora de su ser fue permutada hasta un implume, llegó
a tener debilidades factibles y la vértebra de su propio domino reventó, la
médula de su control se escapó y se lanzó justo al centro de los hexagramas que
habitaban el corazón del antiguo Xératum. Una flecha de socorro no fue
suficiente. El ave ahogada en impotencia picaba las manos del soñador, pero no
comprendía que ahora los dos morían. Sangre por dentro, sangre por fuera; así
es como los mundos internos y mundos externos se someten a la transición, a la
evolución. Con la poca vida que le quedaba, y con lo poco que las lágrimas le
permitían ver, Xératum buscó el más hermoso lugar para vomitar toda su
esperanza; un roquerío con vista a la playa, a los seis soles y la maravillosa
flora silenciosa fue el ataúd del ave, que aún agonizaba. Con sus manos secas
dibujó un gran hexagrama, del cual nacían seis más. Ayuda necesitaba, y un
ápice de memoria evocó a sus seis amigos demoniacos y la inexperiencia en un
antiguo planeta vivo. Con sólo una gota de vida corriendo por sus venas,
Xératum cayó rendido ante el cuerpo del pájaro, cerró sus ojos y no paró de
soñar. Cerró sus ojos y seis soles se apagaron, cerró sus ojos y el sueño absoluto
se acabó. Aquel dios tenía tanto que entregar, que cada partícula de
conocimiento se volvió un lamentoso grano de arena; tenía tanto que entregar
que cada felicidad de su cuerpo se hizo colosal roca y fue levantando montañas
en ese desierto; tenía tanto que entregar que los caminos que recorrió volvieron
a su lugar, llevándose cada uno una ración de vapor para el caluroso viaje. Un
desierto se iba forjando, un lugar al que ni vida ni muerte les era permitido
cruzar. El llanto cesó, Xératum se durmió ahí mismo, en el preciso instante en
que la agonía del ave se agotó, de rodillas frente a un cadáver. Cordilleras de
dolor reventaron en cólera, alejaron los humores de humedad; dunas
incomprensibles avanzaron furiosamente por entre los pies montañosos,
asesinando cualquier rastro de existencia. Aquel lugar existía en alguna parte
del cuerpo de la Lepisma, y una parte de ella misma moría junto con su hijo, el
dedicado al arte del soñar. El mar estaba pasmado, le echaba la culpa la tierra
por ser tan dura ante el impacto del ave; la tierra, por su parte, culpó al mar
por no levantar una mano de agua para amortiguar la caída del pájaro. Una
discusión estúpida se creó entre los dos, la relación amorosa de infinita
belleza se acabó; el mar se llevó el cadáver del pájaro por puro orgullo, y la
tierra alojó el cuerpo de Xerátum, para no ser menos. Aquellas razas que en el
mundo de lo vivo aprendieron a soñar, comenzaron a pudrirse junto con la muerte
de aquel dios; el mundo cada vez estaba más sediento de soñar… La tierra
meditó, se lamentó y comenzó a extrañar al mar, quiso traer una nueva
oportunidad para el amor, pero también ocurría que sólo el soñador lo podría
arreglar. Tomó toda la arena que nació del su degradado cuerpo, tomó sus
porosos huesos y con ellos armó una pirámide, una colina que no quiere abrir
sus ojos, por ello sólo tiene boca. Esa boca es la que te cuenta todo esto,
Yehoshua. El mundo se derrumbó.”
Los perros oscuros siguieron su camino. Yehoshua, El
Silencio y la colina se detuvieron a llorar, juntos los tres. Seis semillas tenía el viajero en su mano, un
hexagrama en su corazón y una planta por encontrar. Una última petición nació
de la boca de la colina, que se cerraba ante el término de la ofrenda onírica,
le pidió al viajero que sembrase esas seis semillas bajo el arbusto hijo del
Seis, para poder de alguna manera encontrar su cuerpo, lanzarse a El Sol a
buscar al ave, a sus seis amigos y pedirle perdón a su origen, la Lepisma. La
vida y la muerte habían traído de vuelta todos los recuerdos de Xératum, su
antigua vida y su presunta perdición.
“Sólo tengo una pista
para ti, que también es una pista para mí: Venus, Q-atz, Wadi-Rum.”
Yehoshua se despidió, la boca se cerró y El Silencio se
marchó. Conocía tan poco de este mundo, y ni siquiera sabía soñar. Apreció
entonces la última obra de Xératum, el grande, todo un desierto nacido de su
historia. Yehoshua tenía nuevas metas en la vida, quería que al morir algo aún
más inmenso germinara de la semilla orogénica que había en el punto central de
su vientre. Sus pies no se detuvieron ante la llegada de la noche, se marchaba
para buscar una planta hija del Seis, para ofrendarle un Siete.
La llama que se extendía desde la cervical de El Silencio,
su cabeza, anunciaba la partida de la época callada. El número de carabelas
comenzó a declinar, pero los relatos de la colina aún no llegaban a su completo
fin. Quizás la noche comenzaba a asomarse por el camino perfectamente contrario
al último rayo de luz, que había presentado cascadas de templanza durante
cuatro, cinco semillas.
“Cinco. El fractal
onírico. Las lenguas más antiguas cuentan que existe en lo alto del universo un
ser poco llamativo, cuya labor es ser el creador. Confunde su encuentro al dar
a luz a más hijos con la capacidad de crear, con la capacidad de ser
consciencia total en todas las palabras que componen sus nombres, de tal manera
que somos conscientes de la existencia
de aquellos a los que llamamos dioses, maestros, eternos. Sin embargo, no hay
ser más inmenso que aquel, al menos en nuestro universo. Dicen también aquellas
antiguas lenguas que algunos grandes le han visto, y escuchado únicamente un
ápice de su nombre: Lepisma. Sus patas dejan que todo nuestro universo se aloje
bajo ella, de tal manera que no nos veamos gravemente interferidos por su viaje
de creación en la pradera de la Inexistencia; quizá hay otros grandes que van
viajando por donde nada existe, creando y compitiendo a la par con nuestra
Lepisma. Ella tiene absoluta consciencia sobre lo que ocurre en su cosmos
propio y ataca y defiende los humores que se generan aquí con amor, justicia y
compasión. Es una perfecta imperfección, un magnífico ser caminando amablemente
en el Oxímoron, su hogar que es ella misma.
Por aquellas épocas en
las que el mar y el desierto que abriga tus pies y tu asiento, Yehoshua, andaba
por aquí un místico, un dios dedicado al arte del soñar. Una época en la que
existían civilizaciones armadas de amor
a la tierra, al cielo, a El Sol y la Madre Luna. Una cooperación biológica se
desarrollaba por entre los lazos afectivos de una especie y otra, destellos y
bombas de superación coherente se daba lugar cada día, absolutamente todo ser
se enteraba de los milagros que ocurrían a cada instante. Un mundo basto, dual,
fluido y encarnado en sí mismo. Un día soleado y de frío abundante, aquel dios
dedicado al arte del soñar se entregó a la muerte, y entregó el cadáver de un
ave a un hermoso roquerío; un engranaje apenas tan grande como su propio nombre
traería consecuencias desastrosas, el derrumbe del mundo. Junto con la vaporosa
vida del dios, se fue desgranando el sueño del planeta entero; se esfumaban de
cada cráneo, desastres naturales fueron eliminando a las razas durante siglos y
siglos, milenios y milenios, hasta que un ápice de vida dio lugar a nuevos
humanos, nuevas civilizaciones que germinaban y crecían en el mundo sin la
presencia del dios dedicado al arte del soñar. El continente más enfermo dedicó
su existencia a lo empírico, es decir, llevó a cabo el desarrollo de una
civilización que ignoraba lo que cinco sentidos muy burdos y contaminados no
alcanzaban vagamente a percibir, el misticismo del mundo y los otros tres
sentidos dejados atrás fueron llenando de enfermedad y demonios los cráneos
achatados de tal especie bípeda. Como si fuese parte de un plan de la Lepisma,
esta enfermedad se esparció perfectamente por el resto del globo, eliminando
otros ápices del soñar. Paralelamente al desarrollo de esta historia, hubo una
respuesta inmediata a la muerte del dios dedicado al arte del soñar; la Lepisma
envió a dos de sus más oníricas hijas a promover la labor que daba los tan
indispensables frutos para cada organismo, las Onirificaciones.
Al menos el universo
que habitamos se rige por ciertas leyes absolutas, una de ellas es la Ley de
los Fractales. Las dos hijas oníricas, Turritopsis nutrícula y Turritopsis
dohrnii, emprendieron un oscilante viaje hacia las profundidades marinas del
planeta sin sueño, de tal manera que, con el engranaje faltante en su estado
más básico y simple, pusieran en el lugar de origen a la pieza faltante. El
principio de la vida en el planeta se encontraba en un maravilloso lugar, las
dunas marinas, donde una vez en la historia hubo chimeneas alborotadas, luz
cruda y fragmentos de un sueño, materiales que dieron lugar a las más
modificables partículas de vida, personalidad del mismísimo planeta. La
catedral de creación de la Lepisma se encontraba en el punto medio entre sus
numerosos ojos, un fractal de las dunas marinas se encontraba en el ápice más
lejano de la cola más extensa. Un suspiro constante de la Lepisma evocaba la
imagen de las dunas marinas, el aliento que rodeaba este aire viajero
correspondía a un fractal del universo y el suspiro correspondía a un fractal
de las dunas. Una estrella madre, que enseñaba a sus hijas estrellas a no ser
estáticas, también poseía un fractal de las dunas, en este organismo celeste,
las dunas formaban parte de su tercer ojo, la estrella llevada a lo astral. La
Madre Luna cuidaba un fractal de las mismas dunas entre sus cariñosas pestañas;
y por último, un fractal de las mismas dunas se ubicó en este desierto, en el
momento en que el dios dedicado al arte del soñar murió.
Las hermanas
Turritopsis generaron seis viajes paralelos, seis viajes paralelos y
espontáneamente conectados, un viaje por los fractales significaba todos los
viajes. Como una enfermedad en un planeta significaba una enfermedad en todo el
universo, las hermanas medusas lograron concebir el catastrófico efecto de la
muerte del sueño en un único planeta, llevado a comprensión de soles, colonias
de meteoritos, luces pasajeras, palacios astrales, la raza Luna, el orden de
las galaxias, la disposición de las llamas y las oraciones de la materia que
une todos los orgánulos del universo. Un lento paso desde la razón de la
Lepisma hasta el ápice más lejano del mismo ser permitió a las hermanas
formular sus tácticas en esta guerra, enteráronse entonces de las seis
distintas historias perfectamente sincronizadas que se tejían entre sí; cinco
historias para una sola.
Arribaron las hermanas
a las dunas marinas; ante su encuentro un dragón de agua infestado en colores,
vida y huesos recreó un sueño en el que las metáforas se hacían toscas
realidades, una hazaña increíble y habitada por dificultades aterradoras para
un vivo, pero ya nada tenía que perder un ave parcialmente muerto. Las medusas
pudieron ver en el flujo de amor que circulaba en la médula de sus adornados
huesos muchísimos destellos oníricos; cinco semillas de amor aparecieron en la
nuca de cada una de las medusas. Cinco palabras de mar levantaron la esperanza
de un mundo con nuevo soñar.
Arribaron las hermanas
a las dunas marinas; la madre estrella estaba dando educación a las almas de
sus hijas estrellas, diciéndoles que volvieran la frente a los caminos de El
Tiempo y allí, en una época muy muy pasada, podían tomar la decisión de ser
sedentarias o nómadas; levanten la revolución onírica en el universo los niños
estrella, que han convencido a El Tiempo de llevarlos a El Espacio donde las
probabilidades abundan como blanca maleza. Cinco almas estrellas fuéronse a
meditar en el preciso lugar donde los tentáculos de las medusas acariciaban la
nueva tierra para el evento. Cinco tentáculos fueron puesto en el triángulo de
cada alma, cinco palabras de estrella levantaron la esperanza de un mundo con
nuevo soñar.
Arribaron las hermanas
a las dunas marinas; la civilización que habitaba la piel de la Madre Luna
estaba al tanto del encuentro místico con dos enviados directamente de la
entidad magna, las dos medusas fueron recibidas en el pueblo de L’hakhar con bailes
y música; sus mismos habitantes eran presa de la educación que la Madre Luna
les otorgaba, aprendiendo ella misma de lo que ocurría en el planeta del
quiebre del soñar, entonces la civilización celeste poseía ya conocimientos
previos sobre los correctos objetos de ofrenda. Un huevo tóxico, cinco palabras
de cuarzo, una semilla del Cinco fueron regaladas y levantaron la esperanza de
un nuevo soñar.
Arribaron las hermanas
a las dunas marinas; el vapor constante que el aliento de la Lepisma contenía
en sí hizo de la tarea algo horroroso, pero las medusas aprendieron en esta
extensión del viaje, la más corta, el principio del cambio. Podían descubrir en
los eventos del aliento aquellas cosas que la mismísima Lepisma se ahorraba de
enseñarles: no hay solidez, todo es recuerdo. La temperatura, la humedad basada
en miles de materiales distintos, el equilibrio y el cambio ,y por sobre todo,
el amor motivaban a que el aliento girase entorno de sí mismo, imitando
patrones de geometría sagrada, que es la geometría orogénica, que es la
geometría pétrea, que es la geometría botánica, que es la geometría fúngica,
que es la geometría onírica. Se dejaron al descubierto, entonces, formas de
flora y fauna que jamás tomará lugar en un mundo que dure mucho, porque su base
de existencia se basaba en el caos mismo, en el eterno cambio. Un espíritu
gaseoso les esperaba en el centro del suspiro de la Lepisma, abrió su boca y
cinco semillas del equilibrio, junto con cinco semillas del cambio levantaron
la esperanza de un nuevo soñar.
En la raíz de la razón
de la Lepisma comenzaba el sendero hasta el ápice más lejano de la cola más
extensa. Las medusas recorrían por primera vez la imposible geografía que se
desarrollaba encima de las escamas del insecto; la Lepisma armaba su propio
templo con una geología visionaria, muy por delante de lo que cualquier
organismo alcanzaría a llegar a conocer. Tomaba los recuerdos de su experiencia
y en si propio cuerpo hacía las ofrendas al universo inexistente que recorría,
incluso entre sus propias patas generaba un universo propio, la práctica
correspondiente a la teoría de la vida. Arribaron las medusas al ápice de la
cola más extensa de la Lepisma, aquellas dunas marinas fueron el único paisaje
racionalmente posible para las hermanas; cada tentáculo tenía una sensación
distinta de sorpresa y respeto, comprendían a cada segmento del viaje por qué
la Lepisma se encontraba en lo más alto del universo, pero no comprendían por
qué en el ápice de la cola más extensa se encontraría un lugar tan tosco como
las dunas marinas; tampoco comprendían
por qué una fracción sedienta de sueño existía aquí, si la Lepisma era un ser
tan inmenso, eterno y consciente. En el lugar de la intersección había un poema
de lo eterno, cuyo contenido levantaba la esperanza de un nuevo soñar.
El desierto estaba
sereno, el cuerpo del dios dedicado al arte del soñar estaba en la etapa
concluyente de su degradación, de su eterna muerte, todo esto mientras llevaba
a cabo inconscientemente su última obra de creación. Arribaron las medusas a
éste, el sexto fractal, y siendo esta la grieta que agotó el sueño del planeta,
pusieron en ella todos los materiales recolectados en los otros cinco
fractales. Alrededor de los restos del dios se encontraba la pista de un
hexagrama, conectado a otros seis más que le rodeaban, las medusas dibujaron
con sus tentáculos un pentagrama sobre la nuca del dios y le hicieron
responsable de toda su última obra, conectado con dolorosos filamentos aquella
creación con los sesos de su consciencia, aún algo dormida. Aquel dios, desde
entonces, puede moverse libremente por este desierto y desde aquí puede ver
cómo las medusas comenzaron su labor en las Onirificaciones, cuya primera
acción fue la de liberar de los cuentos a los sifonóforos más hermosamente
descritos en la raíz de la razón de la Lepisma.
Cinco carabelas
quedan, nada más. Cinco cruzarán este desierto y se llevarán la ofrenda onírica
que las medusas han recolectado por todo el planeta. Cinco perros oscuros
cerrarán este ciclo de eternidad, que no es ni vida ni muerte. La semilla del
Cinco cierra el pentagrama del dios, pero aquel dios dibujó los hexagramas a su
alrededor. No es estrictamente necesario, Yehoshua, pero aún puedo contarte qué
ocurre con la semilla del Seis…”
El Silencio miró a Yehoshua, parecía que de tanto relato,
las palabras se volvían discernibles para el viajero. En el horizonte se veía
cómo se aproximaban las cinco carabelas, aferradas con todos sus tentáculos a
la médula de cinco perros oscuros. Yehoshua se puso de pie, El Silencio también,
y en conjunto con la colina comenzaron a avanzar. Cinco perros, cinco
carabelas, un silencio, un hombre y un dios iban avanzando a paso de culminar
por el fractal de las dunas marinas. Un último cuento correspondía ser la testa
de la semilla del Seis.
El Silencio traducía fluidamente las palabras pétreas que
nacían de la garganta de aquella colina, pero de un instante a otro su
modulación se volvió vacilante y azul. Para El Silencio, el cambio de ánimo de
aquella colina significó una mayor dificultad en la traducción, pues no sabía
cómo presentarle a Yehoshua aquellas palabras espirales que se adosaban a las
paredes más erguidas del relato, y como la hiedra la penetraban y destrozaban
justo cuando correspondía que fuesen escuchadas. A pesar de esto, Yehoshua
presintió que una parte delicada del relato saldría a flote y mostraría sus
primeras hojas. Las carabelas se detuvieron y cariñosamente se reunieron alrededor
de la colina y los dos oyentes.
“Cuatro. El dragón de
agua. Luego de que las dos medusas, las hermanas Turritopsis, llegaran a las
profundidades marinas a dar inicio a sus labores, las Onirificaciones, el
fractal de este sitio –situado aquí mismo- dio una nueva esperanza de vida a un
esqueleto de ave arrastrado por las garras del mar. El origen de este cadáver tan
especial se remonta a la época en que las dunas del desierto poseían una
amorosa relación; el momento del quiebre emocional tiene como llave principal
estos huesos de los que hablo, y antes de que el mar se llevase muy muy lejos
el cadáver, éste se encontró con la tribu de los Kraatus. Comenzaré en el
preciso instante en que unas manos misteriosas dejaron el cuerpo casi inerte de
un ave costera en el roquerío más hermoso de aquella costa… La tierra echó la
culpa al mar, el mar le otorgó la culpa a la tierra y ésta, indignada, levantó
una pared de silencio…Entonces el mar tomó el cuerpo del ave y se la llevó
consigo a un lugar en que el perturbador sonido de la discusión no contaminase
sus aguas; se secó las lágrimas y de un susurro le dijo al cadáver del ave: “Hija
mía, levántate algún día y quema esta tonta división en los párpados de El Sol…”
Los huesos de aquel
ave fueron plasmados con palabras de amor, el mar recitaba día y noche poemas
que convocaban vida en las aguas poco profundas. Pronto los restos cálcicos
fuéronse llenando de diminutos organismos que llenaban los vacíos de la vida,
cada uno de los animales del mar llevaba sus propios huesos como ofrenda ante
el ave, la historia que le precedía se mantenía aún latente en la médula de su
estructura ósea, pues una esperanza le abordó desde siempre. El tamaño regular del
cuerpo reordenó sus letras y ahora correspondía a cuatro veces el tamaño del
ave más grande de la tierra; el orgullo del mar seguía vigente, expresado en
términos de magnitud, pero las intenciones de perdón y reencuentro eran aún
mayores, expresadas en términos de vida. Magníficos arrecifes se formaron hasta
en las extremidades más alejadas del corazón del ave, la médula del ser
compartía una historia sobrecogedora para todo aquel que apenas se le aproximase.
Las formas de vida se esforzaron para hacer del ave un nuevo ser un tanto más
consciente de lo que era antes.
El mar seguía
avanzando en su retirada a sectores lejanos, la brecha se hacía más grande a
cada ola...
Los eventos que dieron
origen a la separación del mar y la tierra tuvieron una repercusión mayor en
todo el planeta, paralelamente, repercusión que llevó una notificación hasta lo
más alto del universo: el creador, la Lepisma, se dio cuenta de que algo grave
ocurría en uno de sus hijos, el planeta entero estaba enfermo de sueño. En
consecuencia, envió a las hermanas Turritopsis, que consigo arrastraron una
oportunidad para el cadáver viviente, tendría la posibilidad de extender sus
alas desnudas y emprender vuelo hacia El Sol para dar fin al infierno de
silencio y resentimiento. “¡Una ofrenda, una ofrenda!” le susurraban cada una
de las diminutas formas de vida que habitaban la corteza más viva de el
esqueleto; “¡Una hermosa ofrenda para las hermanas oníricas!”, a lo que la
médula del ave respondía con su flujo intranquilo “¡No tengo ojos, no tengo
ojos para buscar una ofrenda en el mundo!”. Las hermanas emprendieron un
oscilante vuelo desde lo alto del universo hasta las profundidades más
recónditas del mar, afortunadamente unas dunas marinas muy próximas al
grandioso esqueleto del ave. Seis fractales, seis dunas repartidas por el
universo, seis lugares que seguían el orden natural de las cosas: la
profundidad más bella, el desierto más bello, la luna más bella, la estrella
más bella, el aliento más bello y, por último, el ápice más mínimo de la cola más
larga de la mismísima Lepisma. El ave, sintiéndose afortunada, hizo un gran
esfuerzo y recitó poemas de resurrección; con un esfuerzo máximo extendió cada
una de sus alas, tomando la posición del recóndito vuelo que recordaba cada día
y cada noche; los animales metafóricos, los nacidos del oxímoron, fueron
llamados con el canto del ave y se unieron al arrecife de su cuerpo el
Celacanto, la Lamprea y dos Anémonas. Estas dos últimas invocaron un ojo de
agua en cada una de sus cavidades oculares, mientras las otras dos transiciones
de vida dibujaron conjuros en las corrientes marinas para convencer a las
corrientes de aire de seguir cada uno de las peticiones del ave, con tal de
llevar a cabo la resurrección en el momento del impacto medúsico.
Las Anémonas trajeron
a la realidad dos perfectos ojos, que le permitían ver más allá del aire, del
viento, de las tormentas y los huracanes. Divisó a lo lejos una tribu perdida
entre las confusiones de su instinto, convocó al Celacanto y a la Lamprea y
éstos siguieron los flujos de la idea del ave: la última vértebra de su columna
saldría a la superficie y conectaría con las corrientes de aire, que a su vez conectaron con las corrientes
instintivas de cada uno de los humanos perdidos en aquella tierra, una cadena
perfecta, el montaje perfecto para hacer una ofrenda onírica a las hermanas
Turritopsis. El evento se llevaría a cabo, las medusas se iban acercando a las
dunas marinas y la tribu Kraatus ya divisaba la costa marina. El flujo de la
esperanza en la médula de los huesos del ave se acrecentó, creó gravedad en
cada uno de sus poros, la gravedad fue transmitida al arrecife y el mar escuchó
la petición, el poema de resurrección era modulado, las mareas se separaron y
crearon paredes a cada lado de la columna vertebral del ave. La última vértebra
invitó a los humanos a un sueño lúcido, lo mismo ocurrió con cada uno de los
cuatro ojos de las medusas que se quedaron pasmados ante tan poético recibimiento.
Óseo. Reencuentro. Pétreo. Térreo. Hídrico. Vuelo. Llanura. Duna. Médano.
Colina. Abrazo. Fuego. Corteza. Coral. Planicie. Desierto. Impacto. Trueno.
Médula. Magma. Lava. Salomónico. Ornamental. Corazonada. Laberíntico.
Concurrente. Figurado. Ponzoñoso. Cuántico. Bestial. Elemental, trascendental.
Lozanía. Impunidad. Flameante. Nacarón. Pasquín. Teórico. Desvivido. Cónico.
Bitor. Cada una de las metáforas creó un paisaje distinto en el camino de los bípedos
y una sensación exacta en los tentáculos de las hermanas Turritopsis. Una
ofrenda con desapego, un premio con gozo.
La tribu cruzó el mar sin envejecer,
un sueño casi eterno cruzó por sus cuerpos; las medusas, por su parte,
otorgaron al ave la posibilidad de cumplir un sueño. Se aseguró ésta de que
hasta el último pie tocara tierra firme y culminó el poema de resurrección con
palabras que invitaban a cada uno de los habitantes del arrecife a evolucionar.
Hijos del viento serían ahora. Vértebra por vértebra fue despertando su cuerpo
y hasta su cuello bostezó para reencontrarse con el cielo. Extendió sus alas y
dirigió el ápice de sus huesos al cielo; cada una de las formas de vida
evolucionaba a velocidades indescriptibles. Un plumaje etéreo se distribuyó a
lo largo de su voluntad y emprendió vuelo. Cuatro lágrimas cayeron de sus ojos,
la cuarta se evaporó. El ave dirigió su determinación hacia los caminos
solares, fue allí donde esta humilde colina le perdió de vista… Cuatro eran los
ojos de las medusas, pero cinco eran sus percepciones. La semilla del Cinco es
la tierra santa para cuatro ojos en la arena… Cuatro colores dieron lugar a cuatro
más, una pluma criaba cuatro y cuatro derivados modularon cuatro palabras más,
cuatro evoluciones en cada especie, cada una de ellas era la palabra de otras
cuatro más…
Yehoshua y El Silencio no comprendieron bien este relato,
faltaban detalles muy especiales, pero cada vez que el follaje de la historia
se aproximaba a alguno de estos detalles, la voz de la colina se tornaba
temblorosa y parecía a punto de quebrar. Las carabelas siguieron su flujo,
sabiendo bien cuál de las semillas venía a surgir de la garganta del
cuentacuentos, inflaron sus pechos y llamaron más colores a su encuentro.
Parecía que un amanecer privado surgía de las cienes de cada
carabela, no dejaban de fluir y otras no dejaban de acumularse ante el
espectáculo de combustión triste que tenía el olivo en sus múltiples brazos;
para finalizar el evento, el árbol juntó todas sus ramas y del ápice primordial
soltó una única flor, con ella besó la mejilla de cada uno de los presentes
incluyendo la mejilla de la colina.
“Tres. Los nómadas del
desierto. Hubo una etapa en la evolución de la vida en estas tierras que trajo
una novedad a los cráneos de ciertos seres; mientras plantas, piedras y casi lo
absoluto de animales tenía su existencia unida tanto a la realidad como a la
lucidez. Una raza de perros, los perros oscuros, separaron su existir entre la
lucidez y el soñar, de manera que podían saltar a la realidad cada vez que
dormían, dando lugar a una definición entre el cuerpo físico y el cuerpo
astral. La raza humana también comenzó a desarrollar tales frutos evolutivos y
fue aquí, en este desierto, donde una tribu nómada venida de sectores más
húmedos logró dominar pacientemente el arte del soñar debido a su proximidad
con los fractales de las dunas marinas. Los minerales que habitaban la piel del
desierto y las sábanas arenosas que le daban aspecto arisco escondían en sus células
bandadas de pájaros costeros, fosilizados hasta los recuerdos.
Iban los Kraatus
cruzando maravillosos paisajes mediterráneos, cuando un estremecimiento de la
tierra abrió paso entre el mar, dejó una cervical que dividía los humores del
océano próximo en dos. La tribu tomó esto como una señal divina, los dioses de
la piedra y del río abrían un paso en la cuenca de la vida, quizá se
encontrarían con la ciudad prometida. A medida que los pies de los individuos
cruzaban el puente improvisado, veían cómo a cada lado del mar se expresaban
diversas formas de vida, el agua subía y bajaba sus corrientes, dejaba ver
corales, roqueríos, acantilados marinos, monstruos hidrófilos, un sinnúmero de
peces y hasta los abismos se presentaron ante los ojos de los viajeros;
curiosamente, el agua nunca los cubrió, paredes de agua se extendían hasta lo
más alto y luego, de un pestañeo, se encontraba a más de seis hombres bajo sus
pies. La cervical manteníase sincera y dotada de inmensa templanza, sus
invitados permanecieron en un trance constante hasta que el sendero concluyó en
un paisaje árido, adornado con colosales pómulos de piedra negra y valles
espeluznantes, el desierto los había llamado al encuentro. El hambre volvió a
los vientres de los viajeros, un hambre inhibido por todo el alucinante paso
fronterizo que pudo haber durado siglos sin generar la más ínfima molestia en
los organismos; fueron recorriendo ahora lentamente las pálidas facciones de la
tierra, el calor iba cocinando lentamente sus pies, que se hubieron mantenido
jóvenes desde el principio del desafío, hasta los más viejos mantuvieron su
edad intacta, incluso los más jóvenes eludieron el paso del tiempo.
Los Kraatus pensaron
en volver por donde vinieron, al no encontrar nada de vida en aquella tierra
ofrendada por los dioses para una próspera civilización, pero la cervical que
separaba el mar pronto se levantó; vértebra por vértebra fue dejando ver un
esqueleto de pájaro más magno que el humor de aquel desierto. El ave extendió
sus alas y su cuello levantó su cráneo sin problemas, miraba al sol y tres
lágrimas cayeron de su ojo derecho. La primera lágrima cayó a las espaldas de
los espectadores, generando allí un río efímero, que a su vez dio lugar a un
oasis de rápido crecimiento, como pidiendo perdón a la tribu completa. La
segunda lágrima cayó mucho más lejos y en el sitio de su impacto no nació un
nuevo río, sino que un monolito se expresó en respuesta, escrituras pétreas se
distinguían en su clara tez. La última lágrima cayó mucho más lejos que las primeras
dos, tan lejos sólo dejó una pista vaporosa para que los Kraatus encontrasen su
paradero.
“Toda mi carne es sueño, toda mi sangre es sueño.
Mi plumaje se ha marchado con El Sol, hacia El Sol voy.
Cada respuesta merece un sacrificio, así como ustedes han sido mi
respuesta.
Cada respuesta merece recompensa, mi pista, mi historia, mis sueños les
dejo.
Ofrenda mía, aliméntante de los sacrificios y de los sueños.
Que mi palabra sea tu vibra, que mi camino sea tu norte.
Encontradme ahí, donde deben mezclar agua y sangre.”
La tribu completa tomó
las palabras inscritas en el monolito como un sagrado testamento, toda su
cultura se basaría ahora en el recuerdo de aquel dragón de agua. Siguieron
entonces su paso en dirección a la tercera lágrima, no sin antes haberse dotado
de alimento para llenar sus barrigas y para llenar el nuevo viaje. La noche les
encontró entre los pasadizos rocosos, y ahora la Madre Luna refrescaba sus
nucas con un rocío imposible. Cuando la medianoche se hizo vidente, una pradera
desértica se abrió ante la experiencia de los Kraatus, y una colina resaltaba
el centro del lugar, esta misma colina que permite que descanses las historias
de tu espalda, Yehoshua. Caminaron entonces hasta tal lugar y en su cima
esperaron a que el chamán de la tribu pronunciase una vez más el testamento
dejado por el ave, aquellas palabras fueron hechas canciones y describían la
nueva época de la tribu. Uno de los Kraatus descifró el acertijo y comprendió
que la labor del sacrificio les correspondía a ellos ahora que su dios, el
Dragón de Agua, les ha dejado un desierto en sus manos; graves discusiones se
generaron entre ellos hasta que decidieron ofrendar la vida del más inocente.
El chamán, sintiéndose un poco confundido, tomó al bebé y en la cima de la
colina descubrió su cuello y luego su carne. Las lágrimas de aquel hombre tan
viejo mezcláronse con la primera gota de sangre sincera justo antes de que ésta
callera en la punta exacta de la colina. El impacto desató un estremecimiento
del cielo, que comenzó a llenar su cara de nubes negras; luego la milagrosa
lluvia trajo consigo un estremecimiento de la tierra, que desesperada por el
agua abrió sus poros, dejando de que miles y miles de aves costeras
emprendieran vuelo después de un milenario baño de minerales. El paisaje cambió
por completo, aquella pradera desierta que tenía a esta colina como centro se
modificó al punto de ser un vulgar valle. Los Kraatus ya se sentían agobiados
de presenciar tanta cosa maravillosa, sus cráneos requerían de algún sustento,
un espacio más allá de las paredes de sus cabezas. Un gran número de aves no
emprendió vuelo, y su carne de cuarzo se volvió carne de ave. La lluvia se
detuvo, el valle expresó maderos y el festín dio inicio a la nueva vida: la
carne era el nutriente necesario para desarrollar perfectamente el sueño en
cada uno de sus cuerpos. Los Kraatus pasaron a llamarse Thuálagas y teniendo
como bandera un ave de onírico plumaje, dedicaron sus vidas a viajar por el
desierto, tanto soñando, tanto andando, de tal manera de ofrecer vida, lágrimas
y sangre a la colina que les ofrecía un pasajero vergel para sustentar la más
extraña de las vidas. Los Thuálagas fueron conocidos en toda la región como los
hijos del Tres, humanos que podían traer la vida buscándola a través del más complicado
arte, el de soñar. A pesar de que la semilla del Tres se ve perfecta, completa,
le debe su origen a otra entidad, la semilla del Cuatro.”
El Silencio se entristeció levemente por el relato; Yehoshua
le apaciguó entre sus brazos. Las carabelas se sorprendían al ver la
representación de todos los sacrificios llevados a cabo en la cima de la colina
que, según la historia, cambiaba de lugar cada vez que se le intercambiaba por
un repetido vergel de gran sustento. Yehoshua nunca quiso girar su cabeza y posicionar
sus ojos en la morbosa escena que explicaba una cultura entera, tanto él como
El Silencio comprendían que el verdadero sacrificio era otro.
(…) Las carabelas seguían su nublado paso por el cielo,
siguiendo la cariñosa pista de El Sol. Yehoshua y El Silencio permanecían en la
mejilla de aquella colina, escuchando las palabras pétreas, que luego eran
traducidas a un idioma más legible para el humano, de tal manera que el
alimento de cada semilla estuviese bien constituido y la testa respectiva
aguantase las tormentas de habladuría en el cráneo del viajero. El manto
completo comenzó a cambiar su coloración tenue, parecía que las manchas
lumínicas de las fragatas le convencieron de no ser tan caprichoso, y un tímido
susurro se abría paso entre la arena. La boca de la colina hizo una pausa al
terminar de contar la primera historia y para cuando separó sus labios con la
intención de relatar la semilla del dos, de una piedrecilla negra, justo
enfrente de Yehoshua, surgió una raíz blanca y eterna.
“Dos. El olivo azul. Hay
estrellas en el cielo que prefieren viajar por el universo en vez de germinar
un universo a su alrededor. Estas estrellas se reúnen en grupos de seis y
viajan por los senderos cósmicos tomadas de la mano, creando milagros por donde
se les antoje, robando colores e inventando otros tantos. Van de la mano porque
permiten que de esta manera la justicia fluya desde un extremo a otro, así
también ocurre con el equilibrio y el cambio. A su vez, viajan en grupos de
seis en honor a los Hexagramas, y en base a ello establecen su conformación
espiritual: justicia, equilibro y cambio en los dos polos del cuerpo, seis.
De vez en cuando, las
mareas del cielo permiten que los niños estrella lleguen a esta tierra, como
abriéndoles las puertas a sus deberes milagrosos. De las tantas veces que han
venido a nuestro pedacito de universo, pocas veces se han dejado ver por otras
entidades que no sean tan puras como las piedras; sin embargo, el fractal de
las dunas marinas correspondía a un punto de encuentro turístico entre niños
estrella, que se repite en seis puntos distintos de todo el universo. Hay seis
maneras distintas de llegar a este mismo lugar, la primera es así como tu has
llegado Yehoshua; la segunda es encontrar el fractal de las dunas marinas en la
piel de la Madre Luna.
La semilla del dos
apareció un día que treinta y seis niños estrella llegaron al fractal de las
dunas marinas mediante la piel de la Madre Luna, allí bailaron y cantaron en la
cima de esta misma colina, dando lugar a uno de los milagros que nacen de sus
imaginaciones estelares. Un olivo nació, un olivo alimentado solamente de las
cascadas subtérreas de la imaginación. Por esos sectores, en el fractal de
nuestra tierra, una civilización nómada del desierto acababa de acoger en su
cultura el arte del soñar; sus cuerpos astrales, equivalente al cuerpo de los
niños estrella, se dedicaba a recorrer la realidad del mundo y aprender de
ella. Una muchacha, llamada Q-atz por su madre y su padre, decidió internarse
por entre las dunas del desierto y se encontró con el evento tribal de los
treinta y seis niños estrella. Q-atz se emocionó y corrió al encuentro, una
fogata de luz azul bailaba justo en el centro de la ronda que armaban las manos
abrazadas de las estrellas. Ella gritó amorosamente, desde lejos les anticipaba
su llegada y anticipaba más aún sus ganas de formar parte del rito. Casi mecánicamente,
la hicieron bailar en el centro de la ronda con la estrella que le pareciera
más versátil a su color de alma. Q-atz le tomó la mano a una estrella nacida
cerca de Orión y con él fue a bailar en honor al fuego azul. Los cantos del
nacimiento se extendían por toda la pampa, al igual que el amor entre el niño
estrella y la soñada. Cuando todos se cansaron, el fuego azul se levantó y su
flujo se volvió arbóreo; un árbol de olivo nació del amor de treinta y cinco
niños estrella y dos enamorados.
Q-atz despertó, olvidó
preguntarle el nombre al niño estrella, como también confesarle su condición de
humana, su condición de dualidad. Dos. Dos. Dos. Tomó sus túnicas y su
turbante, se internó por los caminos que por la noche había recorrido sin frío,
ni calor, ni cansancio, y se encontró que en la cima de la colina no se
encontraba el árbol de olivo, sino que había una pequeña flor de piedra sobre un trozo pequeño de cuarzo. Q-atz lloró, pero cuando sus lágrimas hidrataron el
mineral, el día se evaporó y la noche se
enredó con el cielo nuevamente. Los niños estrella seguían ahí y Q-atz estaba
cara a cara con su enamorado, con la pareja con quien imitó los movimientos de
la creación. El joven le dijo que pronunciaría su nombre a cambio de que le
diera su mano, ella no lo pensó Dos veces y tanto su cuerpo astral como su
cuerpo terrenal se unieron con la carne cósmica del joven. “Wadi-Rum”. Una
extraña reacción ocurrió; el cuerpo físico de Q-atz trajo a Wadi-Rum a la luz
del día, se esfumaron espontáneamente los treinta y cinco niños estrella que
hacían una ronda a su alrededor y el joven se hizo opaco, pero no menos
hermoso. Para el muchacho era primera vez que se encontraba con un sitio
alimentado de tanta luz de parte de una estrella estática, de esas estrellas a
la que renunció ser, y le pidió a su amada que le llevase a recorrer todo lo
que pudiera mostrarle, mientras aquella estrella tan magnífica, El Sol,
dibujaba todos los caminos posibles e imposibles de imaginar. Recorrieron
dunas, quebradas, subieron montañas, escalaron ríos y perforaron lagunas,
dibujaron ofrendas a las piedras y recordaban a cada momento el árbol de olivo
que les unió. Wadi-Rum le propuso matrimonio eterno a Q-atz, ella aceptó y le
dijo que se encontraran después del atardecer en la misma colina donde el sueño
los unió. La muchacha fue a vestir los artilugios de matrimonio que su cultura
nómada acostumbraba a llevar. Wadi-Rum, por su parte, fue a buscar los trozos
de cuarzo más hermosos que vio durante los paseos diurnos con su amada. Al caer
la tarde la noche se apresuró a presenciar el curioso matrimonio; Wadi-Rum se
paró en la cima de la colina y dispuso cuarzos por todo el sector, trayendo
buenos augurios al matrimonio. Sin embargo, aquel centinela de la cultura
nómada se sintió atraído por las figuras de piedra y encontró en el centro del
lugar al niño estrella, lumínico como su propia naturaleza lo permitía, y le
secuestró. La semilla de Uno existe gracias a la semilla del Dos, pero ninguna
de estas dos puede vivir estable sin la semilla del Tres.”
Mientras la colina relataba esto, las hojas del olivo iban
nadando por entre las ramas. Cada vez que un momento impactante del cuento se
hacía entre las palabras pétreas de la colina y la traducción de El Silencio,
las hojas invocaban su natural fuego azul, la voluntad del olivo se dejaba ver
ante los ojos de Yehoshua. El fuego azul atraía a algunas de la carabelas, de
tal manera que el relato de la semilla del Dos tuvo más audiencia que el
primero.
El Sol comenzaba a bostezar y sus rugidos eran escuchados solemnemente
por toda la existencia allí en los médanos, las campanadas del día iban
liberando gradualmente una paleta de colores derivados del oro, del cobre y del
aire; Yehoshua comenzó a declinar el paso y finalmente se decidió por detenerse
para pasar la noche en la mejilla de una colina blanca, que cada mañana y cada
atardecer dejaba que la tintura de los bostezos solares cambiara por completo
la configuración emocional de su pétreo vestido. El viajero esperaba
inocentemente la noche, esperaba a la madre Luna para que le cuidara durante
las penumbras, pero en vez de ello El Sol se detuvo cuando sólo un pelo de su
cabellera permanecía refulgente en el horizonte y El Tiempo detuvo su acelerado
paso: Yehoshua eligió casualmente
como aposento un fractal de las dunas
marinas.
El atardecer no fluía, el susurro constante del viento
tampoco se esparcía por la tierra, los colores del manto comenzaron a
mimetizarse entre sí hasta el punto en que sólo se percibía un cielo plano y un
rayo de sol cruzándolo de un lado a otro, muy por encima de la coronilla de
Yehoshua, quien se mostraba un tanto intranquilo, luchando por mantener el
sudor del miedo dentro de su cuerpo, apaciguando su humor sobre las amables
texturas de la manta con que armó su carpa. El Silencio se puso a un lado de
Yehoshua, le dijo con voz baja que aquella mejilla era su lugar favorito para
ver el espectáculo de las ofrendas oníricas. El viajero no comprendía, pero en
cuento se dispuso a formular un cuestionamiento a El Silencio una colonia de
luces se aproximaba desde el extremo contrario a la pista de El Sol. Millones
de carabelas venían zigzagueando vaporosamente muy por encima de la superficie
del desierto; las coloraciones azules de sus crestas traían nuevamente un color
esperanzador que manchaba el cielo, y los tentáculos se arrastraban por la
tierra, como sondeando su camino, o quizás despidiendo a las piedras. El
Silencio acercó su boca al oído de Yehoshua, y sin que este último advirtiera
el relato, el paso de aquellos oníricos
sifonóforos se fue mezclando con las dulces palabras que pronunciaba el
primero; como nada fluía, excepto aquellas luminosas figuras, la más mínima
influencia en el sistema que se armó ahí en el fractal de las dunas marinas tendría un magnífico efecto a nivel de fractal.
“Hay seis historias
estrechamente relacionadas con este espectáculo. Cada una tiene una pieza del
origen de este evento, cada una es perfectamente geométrica y cada una de ellas
se aloja dentro de la boca de esta misma colina, que se las arregló para que
tú, Yehoshua, lleves seis semillas quién sabe dónde.”
El Silencio y el viajero no se movieron de su lugar a pesar
de que la boca de aquella colina se abriera sigilosamente. En el idioma de los
minerales comenzó un grave relato y El Silencio participó de médium para que la
voluntad de la colina fuese cumplida:
“Uno. La ofrenda
onírica. Existió aquí hace muchos eclipses una civilización que dominaba el
arte del soñar, esto mientras en la mayoría de los lugares del orbe los sueños
correspondían a motivos de muerte. Esta comunidad, como muchas otras,
practicaba el sacrificio a la vida, con tal de inyectar energía a los flujos de
la tierra; una noche uno de los centinelas trajo un botín astral – un niño
estrella perdido en los paisajes lunares del desierto - al centro del pueblo,
argumentando que si sacrificaban a uno de estos niños, no tendrían la necesidad
de sacrificar seis de su propia raza. Ante la propuesta, nadie en el pueblo arguyó,
pero una muchacha que conocía a aquel niño estrella se opuso al sacrificio, por
lo que la comunidad concluyó en sacrificarlos a los dos. El evento se llevó a
cabo en la cima de una colina, quien relata todo esto, y cuando ya hubieron
muerto ella y él, la civilización entera fuera digerida por una colonia de
estas carabelas que se pasean por el cielo. Estas entidades son sólo algunas de
las magnas formas de vida invisible que no permiten que cualquier cosa se
establezca sobre tierra santa, obligando a la cultura popular llamarlas
despectivamente “desierto”. Por otro lado, lo que ocurrió en la inversa de la
vida da origen a la llegada de estas carabelas; en cuanto la muchacha y el niño
estrella fueron lanzados a aquella pampa que precede al pasillo del sacrificio.
Siguiendo una brillante idea, ella pensó en enseñarle a soñar a él, de manera
que no siguieron una inerte caminata hasta la degradación de sus energías.
Mientras los jóvenes conversaban sobre esto, el desfile de todos los soles del
universo comenzó inconscientemente, y en cuanto los sacrificados se entregaron
a la blanca arena del suelo para dar lugar al soñar, cada uno de los soles se
fue convirtiendo en un ave de gran envergadura. Cada uno de estas aves
carroñeras bebía del soñar de los muchachos y emprendía un delicioso vuelo. La
simbiosis entre los muchachos y un sol-ave en el mundo de los muertos, sería
traducido en una carabela en el mundo de los vivos. Fue así como nació la
ofrenda onírica, una hecatombe de sueños que va siguiendo la pista de El Sol en
la única hora del día donde la muerte se asoma a la vida. Sin embargo, la
semilla del Uno no es nada sin la semilla del Dos…”
Yehoshua iba pasando la piel de sus pies por la arena suave y caliente, sentía claramente cómo es que cada una de aquellas semillas de piedra estaba ya satisfecha de engullir tanto sol y ahora, amablemente, compartían su alimento con la grave planta del viajero. El Sol seguía comunicando sus respectivas enseñanzas a las raíces cervicales y craneales de Yehoshua, y éste, por su parte, se topaba con una geoda alojada en el borde de un cráter. Aquella piedra poseedora de un hermoso corazón de cristal observó con detención al viajero y luego le comentó:
-Tus túnicas, de aquel color tan primario, tan cálido y áspero, me han recordado una historia que se tejió aquí mismo, en este cráter. Si quieres oírla, tómame y presióname contra tu pecho; de esta manera el fuego de tu corazón hará crecer los cristales que habitan el mío y mi historia hará crecer tu follaje.
Yehoshua, sin pensarlo dos veces, se apresuró y tomó asiento. Tomó la postura de la flor de acacia, dictada por la geoda y le tomó, para abrazarle cariñosamente.
-En la época en que estas tierras todavía tenían una relación idílica con el mar, estas costas costas daban lugar a playas con personalidades limpias y cristalinas, limpias y cristalinas, limpias y cristalinas... Esta misma arena que se encuentra bajo tu asiento bebía cada día de la marea, y luego se bañaba en la luz de El Sol; las dunas dejaban que maravillosas plantas criaran sus hojas entre el viento arisco y sus raíces entre la suntuosa y densa tierra, suntuosa y densa tierra, suntuosa y densa tierra... Estas plantas tan enamoradas del paisaje, no querían despegarse de la superficie, por lo que no generaban la sombra que atraía a tantos otros viajeros en la hostilidad de los desiertos. Sólo valientes insectos se atrevían a cruzar océanos de arena hambrienta y quién sabe qué otras entidades solanáceas... Un día, las dunas de este lugar, como son de caprichosas, quisieron teñir su plumaje con manchas de sombra; el antojo de aquellas hijas del viento fue compartido con la marea y ésta, sin poder resistirse al encanto de la perfección buscó una roca de alguna cueva submarina y la sacó de lugar para poder estrellarla contra la superficie, que los humores del frío y el calor la rompieran y dejasen que aquel huevo pétreo liberase el ánima que alojaba en su interior: un hijo del Nilo... Apenas separó sus tres párpados, las dunas le dotaron del ayuno eterno y conocimientos trascendentales del vivir. Cada grano de arena le suplicó traer la sombra ante tan hermoso lugar, sólo para hacerlo aún más hermoso, aún más hermoso, aún más hermoso... Venus, como le nombraron, se encaminó entonces hacia los lugares donde crecían los árboles, los más valientes árboles; de esta manera, caminando por las dunas mientras se desarrollaba su educación, llegó a toparse con el río Eufrates y allí el agua dulce que tocó su boca le confesó el nombre de las flores que crecen en el árbol que podría establecer sus raíces en aquella cuna de belleza y que además podría navegar sin problemas con su magnífico follaje entre el viento seco y hostil, seco y hostil, seco y hostil... Venus, agradecido, rindió homenaje al Eufrates construyendo tres orzas con el lodo de los bordes, pero el río le regaló la tercera orza para que en ella llevase agua de su sangre, con la cual haría despertar las semillas de tan bizarro árbol... El viaje continuó, los granos de arena le fueron susurrando a Venus los lugares en los que se había visto flores con tales nombres, pero eran muchísimos árboles que habían decidido, durante la evolución, se poseedores de flores tan cardiacas. La gran familia de árboles que rendía culto a ésta flor, flor del color de tu túnica, regaló una semilla, la más viva, para que creciese en aquel lugar tan lujosamente descrito por Venus... El viaje parecía infinito, casi tan infinito como el número de estambres que poseía la flor de la que te hablo...Una vez que Venus regresó con las semillas que le fueron ofrendadas por los mismísimos árboles, le contó a las dunas las hazañas de su viaje y las veces que tuvo que cantarle al vapor del agua del Eufrates para que no dejara su ovalado aposento. Sembró las semillas de la misma forma en que cada estambre de la flor se dispone en los árboles y allí se quedó, justo en medio, esperando que el aliento del mar alentara al vapor del agua del Eufrates a viajar por cada una de las túnicas que vestían a las semillas. Pronto, mientras Venus recitaba las oraciones de la vida, las raíces se dieron lugar entre la estrecha tierra y la sombra germinaba día a día, día a día, día a día... Un grandioso paraíso de luz y sombra eligió nacer entre el círculo de árboles y la relación entre las dunas y el mar. Venus, notó que el viento dentro del círculo no era hostil, era tan amable como las flores de las acacias en cada primavera; le prometió por siempre quedarse ahí recitando las oraciones de la vida, de tal manera que pudiesen arreglar el mundo entero con las palabras del corazón... Un día, luego de que muchos siglos hubiesen pasado, El Tiempo se puso celoso de la juventud de Venus y los árboles del círculo, que escapaban a la vejez sin el menor esfuerzo. Hizo un trato con El Espacio y sacaron de lugar y de época la última letra de las oraciones. Con esto, la relación entre las dunas y el mar se rompió, y cada caño la costa se alejaba más... Venus siguió recitando y los árboles entraron en latencia, aguantando los suspiros porque sabían que en algún momento la última letra de la oración volvería a su lugar. Mientras, ellos seguirían al borde de la playa y toda la arena dentro del círculo se fue desplazando paralela a la contracción del mar. Es por esto que el cráter que hay aquí enfrente tuyo se hace presente ante tus ojos, Yehoshua. Yo soy la última sílaba de la oración de la vida, y me has hecho germinar; los cristales de mi corazón ya han modulado su geometría gracias al fuego de tu corazón... Ahora lánzame querida flor de acacia, que tus túnicas con el color más sincero de El Sol me guíen por el camino que ha dejado este cráter para mi...
Yehoshua miró a la piedra, que ya no era piedra, sino un curioso cristal de geometría indescriptible y colores alucinantes. Tuvo que dejar de observar la tentación visual en el mineral y le lanzó al cráter con la mano izquierda y un aliento de pasión... Yehoshua escribió en su palma una petición a la letra final de aquella oración, le pidió que el día que el viajero arribase los jardines colgantes, Venus le fuera a encontrar.
Quinientos sueños pasaron bajo sus tristes párpados, quinientos más debían pasar. El color de su sombra iría permutando de coral a medusa, y cuando la medusa se destiñera permutaría a nómade. Cuando el nómade descubra que la medusa está bajo sus tristes párpados, tomará una semilla de su alma y la pondrá justo en el centro de su propio corazón; quinientos sueños más han de pasar, pero por el vientre del nómade, que despierta sus párpados para germinar en la cumbre del mar. Sólo entonces, los colores recorridos por su sombra y el espectro de vida que ha engullido la misma serán los suficientes para que la ominosa entidad detenga su existencia en un universo basado en el dos -dependiente del tres- para saltar al universo del cinco y pintar con ello los colores corales en las paredes de las medusas que enraizan en la cumbre del nómade que germinó en su propio corazón.
Se cuenta por los altiplanos del mundo, que absolutamente todos los nidos de nubes están conectados, y aquellas aves que las incuban invitan al viajero a que se pierda entre las paredes pétreas y las agujas de viento. Los puertos hacia las estrellas están siempre abiertos entre túnel y túnel. Los colores son de lo más vistosos y dolorosos. Allí, en todos los altiplanos, aloja una paleta de sensaciones monstruosas que suelen dormir en la tundra, en el desierto y en las montañas, día y noche, esperando recuperar energías para partir nuevamente y lanzarse de un salto al manto. Cada uno de estos gigantes no tiene más arma que el miedo, cada uno de sus poros invisibles dispara miedo a los ojos de cualquier cráneo y desata los terrores del alma. Sin embargo, el viajero debe seguir los pasos del ápice de un río, debe seguir el aliento de la vida que elige nacer justo donde las sombras beben de la noche. Se cuenta por los altiplanos del mundo que las colinas y las dunas se repiten en el mundo, que están duplicadas, triplicadas y nadie lo sabe, nadie lo sabe porque han hecho un pacto de silencio con las hierbas: otorgamos nuestro secreto a aquel cuyas raíces alcancen el corazón del planeta, y en sus magmáticas emociones no cedan de vivir, a cambio de un lugar donde proliferan los más curiosos pólipos astrales.
Y es en los mismísimos altiplanos del mundo donde cada día y cada noche las medusas, laboriosas en las onirificaciones, cambian su rumbo hacia otra esfera sedienta de soñar.