miércoles, 30 de octubre de 2013

Hexa-compuestos

Nos mimetizamos en las deliciosas texturas del césped ventoso, respiramos los patrones oxidados del éter mundano, fraternizamos sobre las vizcosas extensiones imaginarias de cualquier vientre, cantamos en silencio y susurramos a los sentidos todos aquellos secretos fotofóbicos que se arrastran por los tréboles. Creamos las raíces, las pulimos y les dibujamos el simbolismo del mimetismo, homenajeamos al contorsionismo del espiritualismo. Carecemos de cerebros, pero no de cráneos. Nuestra semilla se ha devorado todo su suculento reservorio para dar lugar a los cotiledones del realismo. Hemos germinado en los vapores de las rocas.

sábado, 19 de octubre de 2013

8. El gigante barbudo

Es el hombre del que jamás se supo una historia, de él nadie podría hacer referencia o simbolismo alguno. Cuando alguien se pregunta sobre las grandes personas y obtiene una respuesta, es porque aquellas entidades tuvieron un sagrado límite en el mundo, tan pequeño fue su avanze que toda la humanidad podía todavía describirlos. Sin embargo, este hombre se atrevió a lanzarse más allá de los dioses, más allá de su planeta, más allá de su orgullo y más allá de su galaxia. El gigante barbudo superó toda creencia que en Xeah-Sio, su tierra, le habían propuesto, se entregó a la realidad y en ella vive. Si de algo se arrepiente es de no haberse dado cuenta antes de las ilimitadas capacidades del existir, y de los inmensos portones que hay que cruzar para alcanzar al completo ser. La vejez le había atacado hasta cierto punto, la polilla le había besado casi toda la nuca, pero esa ínfima porción de vitalidad que le quedó en lo más recóndito de las esquinas cerebrales logró mantener en pie al bípedo de curiosa arquitectura.
Yo-yo le nombraron sus tres progenitores. Su pálida cara y los lunares marrones bajo su par de ojos eran un augurio de grandísimo ser. Para toda la comunidad, este niño era la vívida imagen de un visionario religioso, mas nadie logró identificar un tercer lunar en las laderas de su nuca. Tal como una semilla, se fue desarrollando lentamente en el único continente de Xeah-Sio, jugaba con las verdosas aguas y el liviano aire, se entregaba a los carnosos prados de vegetales similares alas anémonas y luego, por la tarde, volvía a su hogar para la cena y la adoración a los santísimos. El planeta entero era una utopía que era visitada frecuentemente por los quince dioses que dieron lugar a la vida en éste, un infértil astro.
Las historias que contaban los dioses y deslumbraban al continente entero por días y noches no fueron suficientes para Yo-yo: él sentía, por alguna razón, que todavía había más.  El joven tenía un sentido más desarrollado que cualquiera de sus benditos pares, aquella cualidad le significaría un peligroso camino hacia la proliferación propia, tal como ocurre con un fruto cuando deja al árbol, una caída extremadamente ominosa y solitaria. Sus latentes cuestionamientos le llevaron al roce de la muerte por un descuido en sus jugarretas a las orillas del lago que correspondía a su tumba; la polilla comenzó a besar la nuca de Yo-yo mientras éste se ahogaba, sin embargo olvidó el insecto que el lunar de su nuca también era parte del cuello. El accidente cavernoso en la nuca de Yo-yo le despertó la consciencia cuando ya estaba llegando a las profundidades de la masa de líquido, entonces volteó y vio claramente a la polilla y su mortal existencia. Ella no tuvo más que escapar, volver por donde vino, grandioso error, pues el muchacho logró visualizar las articulaciones del originador de todo, el humilde creador de todo lo que cabe dentro de la mente y lo que no también, la lepisma. Aquel lunar correspondía nada más que una pista astral de una estrella, su futuro hogar, al cual nadie, con excepción de él, podría llegar. La polilla desconocía lo que las existencias no hubiesen recorrido, si aquel jovencito lograse llegar a algún lugar desconocido por ella, salvándose de su mortalidad, entonces se convertiría en un ser tan colosalmente poderoso como lo es ella. La lepisma, ante tan curiosa situación, no hizo más que regocijarse con lo inesperado de la situación; batió sus extremidades una vez más para zamarrear los últimos restos de incredulidad de la mente del muchacho.
La metamorfosis ha comenzado, el capullo del niño se había ubicado en un terreno inmensamente hostil, asechado constantemente por la polilla. Ni los dioses ni sus pares tenían significancia en esta peligrosa carrera. El joven se hizo hombre, y el hombre se hizo viejo. Yo-yo tardó muchísimo en encontrarse, las dificultades vitales que proponía la polilla a lo largo de su empresa eran tales que cada segundo que pasaba era una inmensa batalla entre el uno y el otro y, a pesar de ello, el muchacho-hombre-vejestorio aprendía bastante con cada golpe que le daba al insecto, ese polvo color ocre que despedían las eternas alas del hexápodo contenían toneladas de conocimiento. Ya era bastante viejo cuando Yo-yo descubrió en si mismo su nombre, entonces se lanzó al centro del planeta, gracias a la millonada de cosas que ya había aprendido y dominado, para beberse el elixir gravitatorio de ese mundo, recuperaría de esta manera la energía invertida en toda su primera batalla. Aunque destruyó el planeta por completo, al digerir la masa unificadora de éste, prometió a toda la flora y fauna que se había cultivado en ese lugar un futuro mejor, los engulló también, pero en los pliegues de su memoria. “Hoy mi mundo, mañana el cielo.”. El vejete partió su caminata hacia el astro dibujado en su nuca y en su viaje cósmico era acompañado de su más grandiosa creación, un homúnculo fusiforme dotado de ocho extremidades y un exoesqueleto de escamas imbricadas compuestas por ónix fundido, la araña neuronal. Así como los seudópodos, este arácnido metálico recogía toda la información que el hombre, por su avanzada edad, no podía recoger del universo. A medida que avanzaban por las galaxias y senderos de hidrógeno, el viejo aumentaba su tropa al recoger ónix de los planetas que adornaban los caminos. Una araña instruía a la otra y ésta a la siguiente, de pronto un ejército de mil arácnidos estaba bajo la orden de viajero, quien les pagaba sus servicios con tres simples cosas: “Muchísimas gracias, queridísima mía!”, “Lo has hecho bien, hermosa mía!” y, por sobre todo, “Había una vez...”. Los maravillosos cuentos que formulaba el vejete hacían que sus hijos metálicos, octópodos sinápticos,  se motivaran en buscar más información por todos los lugares para que el señor de la palabra diera origen a algo que no se encontraba en ningún otro lugar del universo, algo comparable a las capacidades de la lepisma, la imaginación. Tal era el trabajo de las arañas que el viejo se sentía inmensamente en deuda y, a la vez, tal era lo magnífico de sus cuentos, que las arañas, por su parte, se sentían inmensamente en deuda también. De esta manera, el viaje hacia el astro se volvió más cómodo y agradable, donde en un principio era una única araña la que dejaba sus labores para ahuyentar los molestos revoloteos de la polilla. Ahora un ejército entero estaba al tanto de los movimientos del coleóptero. La guerra entre el veterano y el insecto comenzó aquel día en que los dos guerreros encontraron yacimientos de polvo sempiterno, aquellos eran pequeñas acumulaciones de imaginación provenientes de la infinita imaginación de la lepisma. Tal era la dificultad de obtener estos pobres materiales, que al obtenerla uno de los dos batallantes, obviamente después de una ardua búsqueda y una probable pelea por ello, se rendían homenaje el uno al otro para demostrar el respeto por las grandiosas capacidades que cada uno había logrado alcanzar.

El astro plasmado en la nuca del viejo concluyó su misión una vez que el ejército de las mil arañas neuronales y el amo de estas arribaron al más bellísimo planeta mineral, Xibalbá. Allí, el veterano pudo descansar, almacenó todos sus conocimientos en el centro gravitacional del cuerpo celeste y liberó un montón de demoniacas entidades a los alrededores del huevo para que custodiasen la valiosa información recogida por todo el inacabable universo. La mítica flora y fauna de su primitiva cultura se pegó en las laderas de planeta y proliferó como vapor en el frío.