sábado, 30 de julio de 2016

Al migrar con instinto leñoso

Es cosa de detenerse ante la frugivoría, cuestionarse un momento las propias conductas y replantearse las infinitas posiblidades de adoptar o dejar costumbres. Así, un animalillo se dispuso a bajar de la frondosa arboleda, porque quería percibir los rayos del sol en su aspecto más sincero, sin tener aquella cariñosa y sabia interpretación que proponía constantemente el follaje.  
"Las plantas son más sabias, por ello escuchan y beben del sol mucho antes que cualquier otro ser. A ellas les ha enseñado la piedra, y a éstas les ha enseñado la mismísima existencia", así se dirigía el instinto al animalillo, intentando introducirle aquella semilla de misterio que germinaría, algún día en su vientre, como un profundo deseo de búsqueda y evolución. Y así ocurrió, bastó con que aquel pellejo tapizado de colores cálidos y guerrilleros se dispusiera a comer de un árbol del que pocos animales se alimentaban. Aquel árbol entregaba unos frutos cuya cáscara era gruesa, amarga, astringente y con una especie de recubrimiento pubescente que irritaba los tractos digestivos. Algunos esperaban a que sus frutos calleran y comenzaran a podrirse para vertir en sus entrañas el contenido, otros utilizaban afilados miembros para romper la terquedad del fruto. No obstante, había otros animales que eran lo suficientemente pacientes y lo suficientemente atrevidos, puesto que no iban directamente al fruto, sino que buscaban una instancia de tranquilidad en la base del árbol y le conversaban, le convencían de ser merecedores de aquel trozo de vida. Sólo entonces escalaban por el tronco, por el sendero que el mismo árbol les señalaba, y se dirigían al fruto, que se abría ante ellos. De esta manera, el animalillo en cuestión, guiado por el diálogo de su instinto, fue hasta el cuello de uno de aquellos árboles, muy vigorosos en aquella selva,y comenzó a cabar un poco con la única intención de encontrarse con la piel más sincera del árbol, su mismísimo cerebro. Puso una pata en el primer fragmento de raíz que encontró y se dispuso, sólo entonces, a entonar las canciones de realidad que se encontraban alojadas en su interior. La raíz le reconoció como un hijo más, muy sutilmente comenzó a expeler una fragancia amarga que terminó por descolocar al pequeño cuadrúpedo. La situación fue finalizada cuando uno de los frutos calló sobre él, impactándole en el cráneo, pero afectando únicamente la continuidad del asunto y, a su vez, la continuidad del fruto, que luego se entregó al suelo  maquillado de hojarasca, provocando un gran contraste en colores y presentando de par en par la pulpa, verdosa, brillante y suculenta. No tardó en hundir el hocico en el banquete, en ingerir aquel producto final y refinado, que a su vez era también una responsabilidad. "Lleva mi desendencia a ese lugar en el que deseas recibir la más sincera luz del sol, puesto que allí es donde deseo beber y escuchar del astro. Lleva mi desendencia lejos de esta comodidad, porque allí es donde mi deber es pulir la tierra y ser portal entre vida y muerte, entre lucidez y sueño..." . Así habló el árbol al instinto leñoso, y así habló el instinto leñoso al animalillo. Luego, equivalente a un rápido análisis lógico, el instinto leñoso consideró una mano, una de entre todas las posibles de aquella hidra de raíces,  la mano que apuntaba hacia el más lejano límite de los miedos, allí, precisamente donde se acababa la selva. De esta manera, en cuanto aquel animalillo -un precioso coatí vestido de guerra- se dirigía en la dirección de su instinto, su instinto seguía la dirección de la raíz; a su vez, la raíz del árbol vertía en sí misma la lógica de la piedra digerida y la palabra solar, brutal y burda. Sin saber quién o cuál era consecuencia del otro, el asunto ya estaba así desde el comienzo: quizá un árbol dio comienzo a la selva para que el coatí en cuestión llevase las semillas hacia las vertientes del sol, o bien, el coatí nació como tal después de haber reencarnado con anterioridad en infinitos personajes que, al final de su camino -el que llamamos 'presente-, terminarían por otorgarle un sendero que desde un comienzo estuvo trazado. Es un error limitarse a estas dos opciones, puesto hay una infindad de éstas como senderos en la selva, como pelos en la piel del coatí, como divisiones en el cerebro del árbol. No obstante, fuera una de éstas la verdad o no, el coatí iría por ese sendero de instinto y leña y la selva seguiría su ritmo, no se detendría a observar y alabar al coatí por dirigirse hacia donde le corresponde dirigirse. Y aunque parezca duro desde esta perspectiva, la vida descrita es sólo una cadena de favores, donde si se olvida cuál es el favor original, se olvidará el favor final.
Ante el paso del coatí, mientras se abría cada vez más la selva, mientras la humedad disminuía, mientras los cantos de aves impactaban cada vez menos entre sí, hojas caían tras su andar, cortinas de luz y sombra danzaban con la brisa creciente, cerrando un millón de ciclos, combustionando los otros caminos posibles y probables.