lunes, 18 de junio de 2018

Insípido uróboro marítimo armónico

Quince flautas enérgicas, hechas de hueso pulido con vida gruesa y arena sana. Cuatro de ellas recitaban la frase más bélica del viento, las once restantes hablaban sobre el equilibrio del cuerpo.

Una cosmogonía infinita e imaginaria hubo de sembrar un sueño, una vez hace millones de años, en el la hondonada más abrigada de mi ombligo. Desde entonces, hongos y musgos se han encargado de colonizar cada escama humana que me compone. Uno a uno, los planetas fueron derrotados por la energía; por donde se mirase había una profunda selva, xérica o umbría. En mis mejillas pintorescas se reflejaba el rubor del calor, aquel que mantiene mi vida atenta como fruto del arte, como seudópodo de Gaia, como el guerrero pastoril de mi historia, como el mejor amigo de mi sombra, mi locura, mi soledad, mi tristeza, mi particularidad, mi individualidad, mi corporalidad.

Yama, pureza de mente. El caos radicular cuyo nido se extiende en todo mi cóncavo cráneo ha migrado al resto de mi cuerpo.

Niyama, pureza de cuerpo. El orden radicular cuyo nido es el sol de mi vientre se erige hacia el norte.

Pranayama, la respiración. El prequeño brote de consciencia bate sus hojas, se refresca con la lluvia, medita con lágrimas, sonríe al sol, se endurece ante el viento y su haliento.

Tres grandes vinieron desde el crepúsculo de mi cosmogonía. Trajeron habladurías, palabras de incienso, un montón de imagos de polilla y también hierbas emenagogas. Había en sus facciones una ternura remota que, al parecer, no es más que la proyección de un futuro superior. La selva no posee tiempo y por ello encursionó hacia mi presente temporal para tenderme una rama de ayuda... y una piramidal infrutescencia de suculencia orquídea y ocre.