jueves, 25 de diciembre de 2014

Bermellón

Era el gran día, aquel que determinaba la cola emplumada de los ciclos lunares. Como había siete seductoras damas vestidas cada una del blanco que más le representaba, la sincronía en el espiral de sus faldas era desigual y caóticamente hermosa; había unas cuantas que bailaban con resentimiento ante el aliento bien reposado de siete soles que se habían marchado en el horizonte; había otras que en su baile se trazaban caminos por sobre la piel de la noche, y bajo sus diminutos pasos espirales y giros desatentos enraizaban semillas mitológicas, llenándose el vientre de estrellas cromáticas y pintorescas colonias de radiados y rayas. Además, había unas pocas señoritas, dos para ser exactos, que llevaban entre sus faldas los bailes más curiosos y cadavéricos de todo el ciclo nocturno: eran las damas que llamaban al amanecer. 
Espanta y despierta, acerca y observa, calma y empalma, noventa y sesenta, atenta y contenta, tantos filamentos incrustados en el cráneo blanquecino de cada una de estas dos damiselas, palabras que eran disparadas como flechas por los nativos, aquellos lograban mantenerse aún despiertos en las horas cúlmenes de la noche y las horas más mozas de la mañana. Y si bien sus hermanas más jóvenes tenían rayado todo el manto azul y negro con historias bellas sobre cosmos y peces, estas dos últimas levantaban una historia como dos fresnos que sostienen un bosque; para que los siete soles pudiesen seguir el camino correcto para crear el día, había que trazar una sincera línea de ominosidad distinguible, aquella que es tan espinosa que puede diferenciarse con recíproca facilidad por entre el frondoso contraste que crea el baile de las lunas y camino de los soles. Es por esto que estas dos últimas damas, macabras por sobre todo, bailaban a manera de espiral invertido, y bajo cada acto de percusión sobre la faz del planeta con los infinitos pies, un miriápodo -igual de infinito- era sacrificado; las escamas de la muerte se adosaban al exoesqueleto del insecto y creaba telarañas mandálicas en círculos perfectos, incluyendo en ella un orden místico superior  de personalidades pétreas y almas minerales. Así, un calvario de cienpiés era trazado en medio del amanecer incipiente, y la luz sangrienta manchaba los vértices más extremos de las faldas de las dos blancas brujas, haciéndolas una abstracta unidad más sucia y mundana. Lo que no sabían los soles, es que el camino que seguían estaba hecho originalmente hecho con espirales de muerte; lo que no sabían las lunas es que tras el sendero de sacrificios un murciélago, hijo de otras tierras, iba devorando cada uno de los miriápodos ofrendados, lamiendo en primer lugar los cúmulos de muerte -que a tales alturas de descomposición tomaban forma de quitones-, defecando instantáneamente. De esta manera el murciélago se convertía en un anónimo alquimista capaz de invertir muerte en vida, pues de sus heces brotaban numerosos homúnculos que el vuelo ultrasonoro ahuyentaban las sombras nocturnas, y sus excrementos atraían estampidas de isópodos, los verdaderos guías de los siete soles. Ocurría, entonces, que por efectos del contraste entre baile y caminata, los isópodos parecían ser trilobites, los seres sagrados que expandían el universo por orden de la Lepisma; garrapateando por lo que no existía y concluyendo en la creación, era entonces la labor de los siete señores de luz colonizar con frecuencias sabias las nuevas tierras que cabían dentro de la Razón. 

A pesar de todo este asunto confuso entre soles y lunas, había un sabio ser que se paseaba por los párpados del tiempo sin ser afectado por el día y la noche, un crinoídeo bermellón, quien comprendía por qué estas tierras eran cada día más extensas, a pesar de tener cada día las mismas dimensiones. Todo su ser era una flor.

viernes, 12 de diciembre de 2014

Iris

"Hay ocho ojos en el cuerpo, cada uno concibe al mundo de una forma distinta, pero todas son necesarias: Un espiral contínuo y lleno de escamas magnificamente imbricadas; la vida relatada;  aquella sincronía perfecta de vocales y llena de colores;la pulpa del desierto; la cúspide de la selva; el fondo de una montaña; la pureza del mar; la solidez del aire. Olvidar tan bellos detalles porque una espina se nos ha enganchado a la piel sólo nos traerá dolor, dado que la vida únicamente nos pide vivir."
En el comienzo, la Lepisma dispuso infinitas partículas divinas incrustadas en las telarañas invisibles que se tejen bajo sus patas, eran el rocío de la vida. Mientras su paso por la nada era infinito, había que llenarlo de creación y, de esta manera, dejar un rastro de recuerdo por los pasajes y senderos que jamás antes habían existido. Esta es la caminata pionera, una caminata que emprendía cada una de las voluntades evolutivas que surgen por simple sincronía de emociones, sentimientos y contrastes. 
Cada una de aquellas partículas divinas formó un espiral en sí misma, repartiendo la vida a manera de fractales y de las más infinitas y originales formas, donde ningún color se repetía y ningún patrón era similar a otro; la diversificación iba a pasos agigantados desde ínfimos suspiros hasta colosales gritos. Luego llegó el polvo y lo húmedo se hizo viscozo, el paso por lo gélido de lo absoluto terminó por solidificar la piel más externa de estas entidades y la Lepisma les llamó Hydeass (planetas). La personalidad cromática que carcaterizaba a cada Hydeass estaba determinada por la cercanía con el vientre de la lepisma, formando de esta manera un arcoiris onírico. 
Allí, por donde los colores de viento comienzan a ser notorios, germinó un Hydeass que se encontraba especialmente asociado a la pata más izquierda de la Lepisma; en ese mismo lugar se daría origen al Bennu, la expresión máxima de las partículas guerreras que componían la existencia de la Lepisma. El Bennu fue, en un principio, un león con bellísimos filamentos que ahuyaban "melanismo" por cada brisa se le topaba, y por cada ventarrón salpicaba versos de sombra, y por cada tormenta nacía de su mismo pelaje una monstruosa versión de la involución, pero por cada huracán que se le ponía en frente un ojo devorador aparecía en algún lugar de la invisible telaraña, devorando cualquier primordio de vitalidad. A pesar de su magno poder, el león Bennu rehusaba de acometerse contra su padre directo y prefería llenarse de conocimiento. Omilen antü fue el nombre que dio a aquella tierra ventosa y desértica que le dio lugar, una vez que recorrió las cavernas cardiacas que concluían en el corazón del planeta, una vez que conversase mil años con aquella personalidad esférica, magmática y pétrea. Subió entonces la montaña más árida y alta de su tierra y plantó allí una semilla ventral, por la que comenzarían a fluir extensas y finas raicillas que conectarían cada una de las articulaciones, musculatura y huesos del planeta a su propia voluntad. Decidió, entonces, ir recorriendo la telaraña invisible para llenar su oscuro pelaje con los colores más sinceros, los mismos que iban componiendo la existencia de la Lepisma, pero en una expresión más burda y física. Comenzó por recorrer los senderos cósmicos, una vez que aprendió a observar los distintos niveles de la materia; luego se paseaba por las regiones etarias, porque se enamoró con el tiempo, y se correspondieron. En uno de sus viajes llegó a toparse con la cola de la Lepisma, en el sector más imposible y onírico de toda la existencia, la creación y la inversión (aunque no existía cosa alguna que pudiese superar lo que había más allá de lo existente, sólo la Lepisma podía concebir en su experiencia las grotescas vivencias en la Nada); y en esa zona descomunal se volvió estudiante de las hermanas Turritopsis: Nutrícula y Dohrnii, concluyendo en la magnífica capacidad de nacer y renacer, la trenza perfecta para ir por siempre con su amado eterno, el mismísimo Tiempo, y sin hacerle actuar como hipócrita ante su labor, dictada por la Lepisma.

Con el tiempo, el león Bennu llenó su ominoso pelaje con minerales hexagonales, la púlpa cristalizada de geodas recóndicas, hermosas arcillas, y su pelaje fue hecho con plumas ofrendadas por numerosas aves paradisiacas que se repartían por todo lo recorrido. Uno a uno fue recolectando los fragmentos de su personalidad y una vez que se sintió completo, decidió comenzar sus labores divinas en el planeta del que provenía; al llegar, muy cansado del eterno conocimiento, descubrió que por las tierras desérticas habían aparecido mares, ríos, lagos, una variedad intensa de personalidades botánicas y sobre ellas una variedad aún más intensa de personalidades evolutivas cinéticas. Por entre algunas acumulaciones de amor y seguridad geográficas, se discernían bípedos que se contaban entre ellos mismos la llegada de un antiguo dios, aquel que cuya furia fue a encarar. Desde entonces, cuando el Bennu descendió sobre la montaña más alta de Omilen antü, un altar de vida le vino al encuentro, y una fuente de espiritual revivió la personalidad implume de su melena, evocando en aquella cuna todas y cada una de las aves que componían su follaje cervical.
"Allí mismo le vi bajar, poniendo sus bellísimas patas sobre la piel verde de la selva, sentí entonces cómo se levantaba la tierra ante su encuentro. Se separaron varios árboles, pero un palmar dio lugar al lecho de nuestro dios Bennu. Me acerqué temblorosa y me dijo "Shanti, darás a luz a Kumo, mi único hijo, y le enviarás con la voluntad del viento". Desde ese momento que llevo una semilla en mi pecho, esperando mi muerte para crecer sobre mi tumba, aquel Kumo que quiere nacer en la cordillera de la que vengo...Con ocho ojos quiere observar las ocho montañas, y con ocho colores primos dira sus primeras ocho palabras."

miércoles, 10 de diciembre de 2014

Otrora fábula

Habían ya germinado mil años desde el nacimiento del Bennu, y éste aún seguía en su cuna de aves respondiendo las dudas que yacían en los cráneos de los vivos, al existir una fuente directa de respuestas, todos aquellos curiosos se convirtieron en peregrinos y emprendían viajes desde donde fuese hasta Omilen antü, con tal de concebir una conversación sincera y ventral con el hijo directo de la Lepisma, aquella que está en lo más alto del universo. 
En un pueblo circular, en medio de las llanuras, nació Azhir. Esta fémina quería encontran la solución al flujo del tiempo y lo estático de espacio, pero nadie en toda la región podía responderle; decidió entonces emprender un viaje hasta el lecho de Bennu, que se encontraba por donde nacían todos los ríos. Tomó un equipaje ligero, dado que las condiciones climáticas de la zona daban lugar a una inmensa serie de recursos nutritivos suculentos y también secos, y luego emprendió su viaje con el pie izquierdo; con la mano derecha se despidió de su bien conformada familia sin considerar la reacción de ésta, sin previo aviso y sin advertencia ni pista alguna. La noche se lanzaba por sobre la arena y encima de ésta crecía el tradicional matorral sombrío, cada noche, haciendo de las llanuras un denso bosque de oscuridad en el cual incluso crecían pájaros de luz, que comían todos y cada uno de los frutos lumínicos que cuajaban a la media noche y concluían la madurez un par de horas antes del amanecer. Un festival de canto y degradación ante la aparición el primer sol, luego el cielo se pintaba de vida y se hacía visible la flora perenne de las llanuras. Azhir saboreaba con gusto la primera gran transición de su vida, sin saber realmente a qué se dirigía cuando el Bennu respondiese aquella pregunta tan grande y peligrosa al ser respondida.
Fruto tras fruto, arrollo tras arrollo, loma tras loma, así transcurrieron treinta días de paso ligero por los pies de Azhir, así muy rutinario día y noche adornado por siete soles y siete lunas hasta el encuentro de los pies de las mesetas verdes. El contraste era abrupto, caótico, brutal y grotesco, puesto que en cuanto terminaba la arena reventaba una cubierta verdosa de frondosidad envidiable, y luego de un cielo muy despejado se encontraba el intenso flujo de seres que entraban en la selva en busca del lecho del Bennu. Azhir no podía distinguir si era más denso el follaje de todos aquellos árboles, arbustos, pastos, suculentas y colosos, o la carne de quienes buscaban respuestas entre los espirales de plumas. 
Allí, en el punto exacto donde la arena de las llanuras abrazaba los pies de las inmensas mesetas verdes, crecían esporádicamente comunidades de Cucú que, según los cuentos que le contaba la abuela Shanti a Azhir, era la planta que correspondía a la mítica Plumbeia, crecía de aquellas lágrimas muy sinceras de su pecho que siempre ocultaba ante los ojos de los otros dioses. El cuento también contaba que el fruto del Cucú, algo así como un melón muy verde por fuera y color desconocido por dentro, fortalecía todos los sentidos del cuerpo, pero para obtenerlo había que cantarle y rezarle a la planta y si se tenía suerte, la eterna floración de ésta culminaría en el pepónido. Azhir se sentó de rodillas y saludó a las plantas de primeras; en cuanto hizo esto, la cara de cada una de las flores se dirigió hacia ella. La situación le sorprendió, se sacudió los espasmos y cerró los ojos para comenzar a cantar:
"Un color me ha encontrado en la noche...y la noche se sorprendió...una sorpresa regó al color...y el color se abrió...La abuela me dio una valija...para guardar el color...pero el color era tan grande...que la valija reventó...Entonces puse el color en la noche...pero el día se lo quitó...Creí que todo se había perdido...pero entre el día y la noche...un nuevo sol brilló...aquel sol, era mi color.."

Las flores comenzaron a llorar y se cerraron, para abrirse al anochecer, pero ya no eran flores, sino tres frutos de Cucú. Azhir tomó los tres, abrió uno para comerlo y notó que el color que había dentro del fruto era el mismo color que describía la abuela Shanti cuando le enseñó la canción. Masticó, sintió el extremo dulzor y luego mucho dolor en las muelas. El intenso flujo y las voces del gentío que entraba en la selva cesó y únicamente un canto escuchó; los árboles abrieron paso a un túnel en medio de toda la frondosidad y había cabellos que marcaban un camino hacia un paradero lejano. Azhir partió con su pie izquierdo y se despidió de las llanuras, caminó y caminó y encontró a Plumbeia muy luminosa, jugando con ochenta roedores blanquecinos a los pies de una cascada. Sin querer ofender, pero muy voluntariosa, escapó del lugar para no quedarse jugando eternamente con Plumbeia, como cuenta la leyenda, así que siguió el camino de cabellos que se escurría muy cerca de la cascada. De la nada comenzó a correr muy desesperadamente, y la selva se volvió un silencioso palmar, a lo lejos el fulgor del Bennu se hacía notar y sobre él un constante espiral de pájaros de todos colores reflejaban la vida que emanaba el león. Se acercó sigilosa, con los pies ligeros y llenos de historias, el león la observó con amor y mucho antes de que Azhir comenzara a formular su pregunta, el león saltó de su lecho y le mordió el cuello. En vez de espantarse con la respuesta, la muchacha miró hacia el cielo y pudo ver por entre los pétalos de cada pájaro aquella montaña que daba lugar a todos los ríos. Sintió, por último, la tibia sangre de su interior mezclándose con su morena piel y tambien cómo el Bennu le dejaba cariñosamente en su lado izquierdo, pudo distinguir que no era la única en el lecho del león, sino que habían otros cuantos en la misma situación, quizá presa de la misma pregunta. Cerró sus ojos y se entregó a su muerte, satisfecha.
"Ya estamos todos, madre, padre, hijo, hija, hemano, hermana. Es hora de comenzar"
Azhir abrió sus ojos, su consciencia se había unido a la de los otros siete participantes y se encontraban inmersos en la vitalidad del Bennu. Escalaba con belleza aquella única montaña y en cuanto alcanzaron la cima, llena de nieve y la extrema hermosa vista, pudo apreciar absolutamente todas las aristas del único continente de Omilen antü. Entonces saltaron hacia el norte, con mucha fuerza y amor, y antes de caer, una nueva montaña surgió. La orogénesis de la segunda generación comenzaba ahora, es la nueva época en donde se persiguen ballenas para aprender su lenguaje. El único idioma que no conocía el Bennu era, precisamente, el de las ballenas.

Cuando la lepisma recorría lo absoluto y la nada, se encontró con un efímero, y éste le disparó unos maravillosos cetáceos. Cayeron en algún lugar de su corazón, y el Bennu, el Tentuu, fueron a buscarles y aprender. Que el tiempo es mito y el espacio su pareja, pero los dos están hechos con espirales de pájaros y una misma piel mineral.