domingo, 27 de julio de 2014

Los hexagramas

Una noche, la última, dejó al descubierto un manto infestado de soles remotos y persas. El desierto tenía grandes explicaciones, esto hacía que cada cosa que le habitaba tuviese un sentido inimaginable; toda una geografía descubierta, toda la historia resumida en un millón de granos de arena. Los pies de Yehoshua ya no se paseaban únicamente tranquilos por sobre la tierra, sino que parecían tomar consciencia de las diminutas variaciones espaciales que descubría aquella piel áspera. Por la mente del viajero se paseaba una semilla inquietante, una semilla del Cero, y le gritaba burlonamente “derrumbe, derrumbe, derrumbe”; por alguna extraña razón, la cúspide de su búsqueda, los Jardines de Colgantes de Babilonia, no eran más que nuevos ladrillos para otra pirámide, justo al lado de la anterior. La oscilación térmica y emocional concluyó en la erupción de las edificaciones internas en el cuerpo de Yehoshua, sentíase identificado con las dunas del desierto, porque así se encontraba. Tal como la semilla orogénica se alojaba en su vientre, atenta, él se encontraba en medio de la exagerada extensión de silencio.
Texturas brotaban de sus pasos, una y otra vez el viento respiraba por entre sus dedos; los patrones neuronales se dejaban al descubierto, cubrían la superficie terrestre y pronto se evaporaban para pintar el cielo estrellado, y en cada estrella construían un hermoso ventanal que no interfiriera con el deber de la adoración. Una techo de tierra, baldosas de cielo, extraños gusanos pintados hasta las uñas levantaron sus cuerpos al ritmo de los pies de Yehoshua, se enamoraban y trenzaban colosales columnas, pulso a pulso iban construyendo un pasillo que se encontraba entre lo alto y lo bajo, un pasillo que era el encuentro entre el aire y las piedras. El humor de la noche iba permutando en un acuoso paraíso. Cada uno de los cabellos de Yehoshua, oculto bajo el abrigo de un amable turbante, escapó por los laberintos de las telas y se entregó al vapor seco del exterior. Aunque la escena era francamente imposible, ocurría, pero los ojos de Yehoshua sostenían la vista en un punto ausente, muy allá, un ombligo arriba del horizonte, de esta manera invocó sin esfuerzo la realidad de ese desierto.
Sus pies en lo alto y a lo lejos, unas raíces en lo bajo. Corona del Inca susurraron flautas y tambores, ordenados por el pulso del paso. Un arbusto hermoso, de grandes hojas y grandes flores presentaba su hábito con sincero esplendor; desde el ápice surgían delicados pétalos rojos y luego, pasando por un sendero de verdor, la rama desnuda presentábase ante Yehoshua. Una planta de felicidad hexagonal le pidió al viajero que calmara sus pasiones, que trajese la ecuanimidad hasta la altura de toda su piel.
“Bienvenido al corazón de los Jardines Colgantes, Yehoshua. Te felicito, ha sido una hazaña del arte del soñar.”
Un lápiz de esfuerzo en la mano derecha, un pincel de sangre en la mano izquierda. Instintivamente, y sin dejar la postura de La Flor de Acacia, Yehoshua trazó en las baldosas de cielo un hexagrama que daba origen a seis más. En sentido anti-horario dispuso las semillas desde el Uno hasta el Seis. En el hexágono central se encontraba él, la semilla del Siete, la orogénica. Bajo la sombra de aquella Corona del Inca todo era fuera de lugar. Un demonio germinó de cada una de las semillas en cada uno de los hexagramas apicales. Un miedo inmenso germinaba de la semilla orogénica en el vientre de Yehoshua, pero este se debía a la falta de luz. El viajero relajó sus músculos, dejó ver su vientre a los ojos de la planta y sobre él calló una flor hexagonal.  Un destello doloroso dejó todos sus sentidos embotados, todos en Cero.
Uno, Dos, Tres, Cuatro, Cinco, Seis, Yehoshua, Cero. Gracias hijo de la Acacia.”

Cinco niños estrella iban por delante, cinco perros oscuros con cinco carabelas respectivamente unidas a sus cervicales iban por detrás. Al invocar los hexagramas bajo la sombra de la planta hija del Seis, Yehoshua derrumbó su propio mundo. El efecto de la semilla del Cero fue perfecto, un trueque justo. Desconcertado, miró a su alrededor y ya no se encontraba ningún patrón desértico, ni las baldosas de cielo ni el techo de tierra; se encontraban las estrellas liberadas. Atrás, el planeta y la cara de Xératum en su cuerpo, despidiéndole cariñosamente. Delante, el  cadáver del ave, que por cada aleteo recuperaba la carne sobre sus huesos y en su nuca un fuego azul; más allá, El Sol. El universo entero calló, la Lepisma pestañó y Yehoshua se encontraba en su destino, una transición acabó; un trozo de tierra desconocido para todo el cuerpo del viajero tenía lugar bajo su asiento, ya no había una semilla del Cero en su vientre, sino que una semilla del Siete. Sus túnicas habían desaparecido, se encontraba desnudo bajo la tenue luz de un curioso sol y, como si alguien hubiese decidido la posición de su nuevo nacimiento, se encontraba abrazando un cofre de arena, en cuyo interior se alojaban cinco semillas de amor, cinco palabras de mar, cinco palabras de estrella, cinco palabras de cuarzo, cinco semillas de equilibrio y un poema de lo eterno. Yehoshua reconoció estos tesoros, eran las ofrendas para un nuevo soñar; sin embargo, faltaba una cosa, un huevo tóxico. Un escalofrío recorrió toda su cervical, un calor en la nuca le hizo levantar la mirada y por entre las colinas que se disponían en ese momento había un ave de gran envergadura, un ave curioso, de plumaje gris y ponzoñosas flores que invitaban al viajero a alojarse bajo la sombra que derrumbaba bajo el implume follaje del animal, le invitaban a abrazar un tronco hecho de piel, ausente de raíces. Yehoshua se encontraba quizás en un lugar del universo que estaba un poco más cerca de la Lepisma, quizás un poco más cerca de lo que creía.

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