Texturas brotaban de sus pasos, una y otra vez el viento
respiraba por entre sus dedos; los patrones neuronales se dejaban al
descubierto, cubrían la superficie terrestre y pronto se evaporaban para pintar
el cielo estrellado, y en cada estrella construían un hermoso ventanal que no
interfiriera con el deber de la adoración. Una techo de tierra, baldosas de
cielo, extraños gusanos pintados hasta las uñas levantaron sus cuerpos al ritmo
de los pies de Yehoshua, se enamoraban y trenzaban colosales columnas, pulso a
pulso iban construyendo un pasillo que se encontraba entre lo alto y lo bajo,
un pasillo que era el encuentro entre el aire y las piedras. El humor de la
noche iba permutando en un acuoso paraíso. Cada uno de los cabellos de
Yehoshua, oculto bajo el abrigo de un amable turbante, escapó por los
laberintos de las telas y se entregó al vapor seco del exterior. Aunque la
escena era francamente imposible, ocurría, pero los ojos de Yehoshua sostenían
la vista en un punto ausente, muy allá, un ombligo arriba del horizonte, de
esta manera invocó sin esfuerzo la realidad de ese desierto.
Sus pies en lo alto y a lo lejos, unas raíces en lo bajo. Corona del Inca susurraron flautas y
tambores, ordenados por el pulso del paso. Un arbusto hermoso, de grandes hojas
y grandes flores presentaba su hábito con sincero esplendor; desde el ápice
surgían delicados pétalos rojos y luego, pasando por un sendero de verdor, la
rama desnuda presentábase ante Yehoshua. Una planta de felicidad hexagonal le
pidió al viajero que calmara sus pasiones, que trajese la ecuanimidad hasta la
altura de toda su piel.
“Bienvenido al corazón
de los Jardines Colgantes, Yehoshua. Te felicito, ha sido una hazaña del arte
del soñar.”
Un lápiz de esfuerzo en la mano derecha, un pincel de sangre
en la mano izquierda. Instintivamente, y sin dejar la postura de La Flor de Acacia, Yehoshua trazó en las
baldosas de cielo un hexagrama que daba origen a seis más. En sentido
anti-horario dispuso las semillas desde el Uno hasta el Seis. En el hexágono
central se encontraba él, la semilla del Siete, la orogénica. Bajo la sombra de aquella Corona del Inca todo era fuera de lugar. Un demonio germinó de cada
una de las semillas en cada uno de los hexagramas apicales. Un miedo inmenso
germinaba de la semilla orogénica en el vientre de Yehoshua, pero este se debía
a la falta de luz. El viajero relajó sus músculos, dejó ver su vientre a los
ojos de la planta y sobre él calló una flor hexagonal. Un destello doloroso dejó todos sus sentidos
embotados, todos en Cero.
“Uno, Dos, Tres,
Cuatro, Cinco, Seis, Yehoshua, Cero. Gracias hijo de la Acacia.”
Cinco niños estrella iban por delante, cinco perros oscuros
con cinco carabelas respectivamente unidas a sus cervicales iban por detrás. Al
invocar los hexagramas bajo la sombra de la planta hija del Seis, Yehoshua
derrumbó su propio mundo. El efecto de la semilla del Cero fue perfecto, un
trueque justo. Desconcertado, miró a su alrededor y ya no se encontraba ningún
patrón desértico, ni las baldosas de cielo ni el techo de tierra; se encontraban
las estrellas liberadas. Atrás, el planeta y la cara de Xératum en su cuerpo,
despidiéndole cariñosamente. Delante, el
cadáver del ave, que por cada aleteo recuperaba la carne sobre sus
huesos y en su nuca un fuego azul; más allá, El Sol. El universo entero calló,
la Lepisma pestañó y Yehoshua se encontraba en su destino, una transición acabó;
un trozo de tierra desconocido para todo el cuerpo del viajero tenía lugar bajo
su asiento, ya no había una semilla del Cero en su vientre, sino que una
semilla del Siete. Sus túnicas habían desaparecido, se encontraba desnudo bajo la
tenue luz de un curioso sol y, como si alguien hubiese decidido la posición de
su nuevo nacimiento, se encontraba abrazando un cofre de arena, en cuyo
interior se alojaban cinco semillas de amor, cinco palabras de mar, cinco
palabras de estrella, cinco palabras de cuarzo, cinco semillas de equilibrio y
un poema de lo eterno. Yehoshua reconoció estos tesoros, eran las ofrendas para
un nuevo soñar; sin embargo, faltaba una cosa, un huevo tóxico. Un escalofrío
recorrió toda su cervical, un calor en la nuca le hizo levantar la mirada y por
entre las colinas que se disponían en ese momento había un ave de gran
envergadura, un ave curioso, de plumaje gris y ponzoñosas flores que invitaban
al viajero a alojarse bajo la sombra que derrumbaba bajo el implume follaje del
animal, le invitaban a abrazar un tronco hecho de piel, ausente de raíces. Yehoshua
se encontraba quizás en un lugar del universo que estaba un poco más cerca de
la Lepisma, quizás un poco más cerca de lo que creía.
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