martes, 12 de agosto de 2014

El palacio del líquen

Siete soles se asomaban por el erizado horizonte, definiendo de esta manera el día. Se acomodaban el en extremo contrario y siete atardeceres tomados de la mano teñían el cielo de colores cardíacos, así como paralelamente Yehoshua pasaba sus dedos por el rosario que habitaba su tobillo. Luego de que las siete caras acabasen de ruborizar el cielo, siete lunas iban caminando tímidamente por entre las estrellas. Aquel ave, cuyo plumaje servía de sombra a Yehoshua durante el día y abrigo durante la noche, hablaba un idioma tan ajeno al corazón del viajero que de ningún modo lograron entenderse; sólo destellos del instinto les permitían viajar descalzos en la misma dirección: hacia allá.
El curioso valle se extendía muy por encima de los oculares del ave, su paso pesado se estremecía ante el oleaje pétreo de las colinas que alzaban sus rocosas células desde la tierra, los minerales asomaban oraciones por las laderas y tinturaban rutas de vuelo, oscilantes e inalcanzables, serpenteaban helicoidales, zigzagueantes, ausentes y eternas. Un día había de cumplirse, Yehoshua comenzaba a sentir un hambre en el vientre y en medio de este valle desértico tanto complicado era encontrar algo comestible que no fuesen los dos patiperros, uno lampiño y otro emplumado. El silencio dejó ante los oídos las melodías de un viento incipiente, algún recuerdo del aire rondaba por ahí y quizá podía ofrecer pista de vida, pero el cansancio en las plantas de los viajeros les terminó por derrotar y el ave se desparramó ante una lápida de piedra pulida. Yehoshua, aún con un poco de energía quiso seguir el rastro de la brisa, se adentró por entre las cónicas colinas y en ellas encontró un vergel de sombras, matorrales ominosos y pastizales de oscuridad se hacían lugar entre los pliegues geográficos. El follaje de aquella flora, abstracta y poco apetitosa, tiritaba levemente ante el paso de la brisa aún más oscura que ellas mismas, extendíase el susurro muy por entre las pronunciadas dunas y allí, un poco más lejos de esos ídolos de piedra, aparecía un ápice negro que escapaba de lo abstracto. Los pies cansados del bípedo cruzaron las laderas, su propio vientre venía alumbrando el camino en penumbras, con colores difícilmente definibles logró discernir entre las páginas de tierra  una pirámide hecha enteramente de piedra. Vapores excesivos fluían y un calor tremendo echaba raíces hacia el cielo y permitía que sobre la piedra creciesen aquellos primordios de color, líquenes por todo el paisaje triangular. Unos cuántos por las esquinas, otros tantos en la punta; había uno circular, crecía desde el centro y se extendía casi perfectamente hasta todos los puntos exteriores. "Un ojo" pensó Yehoshua, y en cuanto esto cruzó su ruidosa mente, dos de aquellos lentos seres dejaron a la vista un portal y un larguísimo pasillo en su interior, una alfombra se extendió desde la base de la pirámide hasta los pies de Yehoshua. Se dio lugar a una pequeña vacilación decisiva, pero algo en el confundido hizo que su pie izquierdo tomara lugar en la rugosa textura de la tela y a medida que sus pies iban avanzando por ese camino de vellosidades, una historia se iba dibujando entre sus cálidos colores. Paralelamente, la pradera de la sombra iba despojándose de lo que Yehoshua creía el suelo, dejando ante la luz de las siete lunas un acantilado hipnótico, comprendió entonces que no debía mirar hacia abajo, sino la historia que se le iba relatando en la transición al portal de aquel palacio.
"Un día, un hijo del Nilo rindió homenaje a la belleza, en un lugar donde el mar y la arena se juntaban a vivir. Sin embargo, una disputa dolorosa germinó entre las dos complementarias entidades y el cielo se llevó todo lo que pudo, con ello el círculo de árboles y el más bello hijo del Nilo en su interior. Aquél círculo era un círculo de hermosos árboles que evocaban El Sol en cada una de sus flores, fueron la sangre que pagó el pasaje al universo que este hijo del Nilo ganó.
Aquel que agita sus patas en lo más alto de universo envió dos de sus hijas, un trueque de dos medusas por un hombre. De esta manera, Venus, el hijo del Nilo, fue depositado en Omilen antü. La imaginación y la creación entre las grietas de su cráneo florecieron de inmediato y construyó un palacio, su propio palacio. El Palacio del Líquen. Un premio al hijo del Nilo por traer consigo, en su cuerpo, el único material necesario para la creación, la forma más pura de amor, un río de amor."
La historia dejó de dibujarse entre los hilos de la alfombra: el portal de la pirámide de negra piedra dejó ante los ojos de Yehoshua sus deslumbrantes proporciones, que a su vez eran diminutas con respecto a los líquenes que le habitaban y las dimensiones exageradas de la pirámide. La oscuridad del camino que venía en frente le dijo de un solo susurro, el mismo susurro que le obligó a venir hasta este lugar, que si pisaba no había vuelta atrás. Yehoshua volvió por donde venía, venciendo el vértigo, pero con la intención de volver con el mismo ave que le acogió en su llegada y ahora desfallecía en una lápida que ella misma eligió.
Aproximábase ante la figura del ave, ante sus valiosas flores y creyéndola muerta, una lágrima escapó de sus lagrimales y se escabulló entre su garganta para obligarle a pronunciar "Tentuu". Las tóxicas flores se cerraron de un pestañear, un fruto hostil nació de cada una y el plumaje del ave despertó en color; sus párpados se abrieron lentamente y clavó uno de sus ojos en el recíproco de Yehoshua. La vitalidad de uno y de otro se trenzaron, junto con una tercera y desconocida vitalidad. Varias visualizaciones hubieron de cruzar los oculares del lampiño y el emplumado, hasta que la charla de luces cedió. Una sincronía de pisadas se dibujó por entre las páginas de tierra, luego resonaron armónicamente por la historia de la alfombra, mientras el aullido del amanecer iba digiriendo toda la flora ominosa, todas las praderas de sombra y todo camino recorrido. El acantilado bajo la alfombra se hizo cada vez más presente y pronto se hallaron en el portal del Palacio del Líquen, flotando sobre la superficie terrestre. Helechos, vapores, líquenes y la negra piedra acogieron a los dos viajeros entre las entrañas pétreas de la pirámide. Un pedazo de alfombra quedaba aún sin ser dibujado; Yehoshua lo puso en el espaldar del ave y allí un trozo de historia se dibujó:
"El Tentuu, ave hija de la sombra, traerá desde la cripta de su corazón un canto tan tóxico como su propio espíritu. Esta es la metáfora más pura del arte."

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