lunes, 21 de julio de 2014

Los hexagramas y el olivo azul

(…) Las carabelas seguían su nublado paso por el cielo, siguiendo la cariñosa pista de El Sol. Yehoshua y El Silencio permanecían en la mejilla de aquella colina, escuchando las palabras pétreas, que luego eran traducidas a un idioma más legible para el humano, de tal manera que el alimento de cada semilla estuviese bien constituido y la testa respectiva aguantase las tormentas de habladuría en el cráneo del viajero. El manto completo comenzó a cambiar su coloración tenue, parecía que las manchas lumínicas de las fragatas le convencieron de no ser tan caprichoso, y un tímido susurro se abría paso entre la arena. La boca de la colina hizo una pausa al terminar de contar la primera historia y para cuando separó sus labios con la intención de relatar la semilla del dos, de una piedrecilla negra, justo enfrente de Yehoshua, surgió una raíz blanca y eterna.
“Dos. El olivo azul. Hay estrellas en el cielo que prefieren viajar por el universo en vez de germinar un universo a su alrededor. Estas estrellas se reúnen en grupos de seis y viajan por los senderos cósmicos tomadas de la mano, creando milagros por donde se les antoje, robando colores e inventando otros tantos. Van de la mano porque permiten que de esta manera la justicia fluya desde un extremo a otro, así también ocurre con el equilibrio y el cambio. A su vez, viajan en grupos de seis en honor a los Hexagramas, y en base a ello establecen su conformación espiritual: justicia, equilibro y cambio en los dos polos del cuerpo, seis.
De vez en cuando, las mareas del cielo permiten que los niños estrella lleguen a esta tierra, como abriéndoles las puertas a sus deberes milagrosos. De las tantas veces que han venido a nuestro pedacito de universo, pocas veces se han dejado ver por otras entidades que no sean tan puras como las piedras; sin embargo, el fractal de las dunas marinas correspondía a un punto de encuentro turístico entre niños estrella, que se repite en seis puntos distintos de todo el universo. Hay seis maneras distintas de llegar a este mismo lugar, la primera es así como tu has llegado Yehoshua; la segunda es encontrar el fractal de las dunas marinas en la piel de la Madre Luna. 
La semilla del dos apareció un día que treinta y seis niños estrella llegaron al fractal de las dunas marinas mediante la piel de la Madre Luna, allí bailaron y cantaron en la cima de esta misma colina, dando lugar a uno de los milagros que nacen de sus imaginaciones estelares. Un olivo nació, un olivo alimentado solamente de las cascadas subtérreas de la imaginación. Por esos sectores, en el fractal de nuestra tierra, una civilización nómada del desierto acababa de acoger en su cultura el arte del soñar; sus cuerpos astrales, equivalente al cuerpo de los niños estrella, se dedicaba a recorrer la realidad del mundo y aprender de ella. Una muchacha, llamada Q-atz por su madre y su padre, decidió internarse por entre las dunas del desierto y se encontró con el evento tribal de los treinta y seis niños estrella. Q-atz se emocionó y corrió al encuentro, una fogata de luz azul bailaba justo en el centro de la ronda que armaban las manos abrazadas de las estrellas. Ella gritó amorosamente, desde lejos les anticipaba su llegada y anticipaba más aún sus ganas de formar parte del rito. Casi mecánicamente, la hicieron bailar en el centro de la ronda con la estrella que le pareciera más versátil a su color de alma. Q-atz le tomó la mano a una estrella nacida cerca de Orión y con él fue a bailar en honor al fuego azul. Los cantos del nacimiento se extendían por toda la pampa, al igual que el amor entre el niño estrella y la soñada. Cuando todos se cansaron, el fuego azul se levantó y su flujo se volvió arbóreo; un árbol de olivo nació del amor de treinta y cinco niños estrella y dos enamorados.
Q-atz despertó, olvidó preguntarle el nombre al niño estrella, como también confesarle su condición de humana, su condición de dualidad. Dos. Dos. Dos. Tomó sus túnicas y su turbante, se internó por los caminos que por la noche había recorrido sin frío, ni calor, ni cansancio, y se encontró que en la cima de la colina no se encontraba el árbol de olivo, sino que había una pequeña flor de piedra sobre un trozo pequeño de cuarzo. Q-atz lloró, pero cuando sus lágrimas hidrataron el mineral, el día se evaporó y  la noche se enredó con el cielo nuevamente. Los niños estrella seguían ahí y Q-atz estaba cara a cara con su enamorado, con la pareja con quien imitó los movimientos de la creación. El joven le dijo que pronunciaría su nombre a cambio de que le diera su mano, ella no lo pensó Dos veces y tanto su cuerpo astral como su cuerpo terrenal se unieron con la carne cósmica del joven. “Wadi-Rum”. Una extraña reacción ocurrió; el cuerpo físico de Q-atz trajo a Wadi-Rum a la luz del día, se esfumaron espontáneamente los treinta y cinco niños estrella que hacían una ronda a su alrededor y el joven se hizo opaco, pero no menos hermoso. Para el muchacho era primera vez que se encontraba con un sitio alimentado de tanta luz de parte de una estrella estática, de esas estrellas a la que renunció ser, y le pidió a su amada que le llevase a recorrer todo lo que pudiera mostrarle, mientras aquella estrella tan magnífica, El Sol, dibujaba todos los caminos posibles e imposibles de imaginar. Recorrieron dunas, quebradas, subieron montañas, escalaron ríos y perforaron lagunas, dibujaron ofrendas a las piedras y recordaban a cada momento el árbol de olivo que les unió. Wadi-Rum le propuso matrimonio eterno a Q-atz, ella aceptó y le dijo que se encontraran después del atardecer en la misma colina donde el sueño los unió. La muchacha fue a vestir los artilugios de matrimonio que su cultura nómada acostumbraba a llevar. Wadi-Rum, por su parte, fue a buscar los trozos de cuarzo más hermosos que vio durante los paseos diurnos con su amada. Al caer la tarde la noche se apresuró a presenciar el curioso matrimonio; Wadi-Rum se paró en la cima de la colina y dispuso cuarzos por todo el sector, trayendo buenos augurios al matrimonio. Sin embargo, aquel centinela de la cultura nómada se sintió atraído por las figuras de piedra y encontró en el centro del lugar al niño estrella, lumínico como su propia naturaleza lo permitía, y le secuestró. La semilla de Uno existe gracias a la semilla del Dos, pero ninguna de estas dos puede vivir estable sin la semilla del Tres.”

Mientras la colina relataba esto, las hojas del olivo iban nadando por entre las ramas. Cada vez que un momento impactante del cuento se hacía entre las palabras pétreas de la colina y la traducción de El Silencio, las hojas invocaban su natural fuego azul, la voluntad del olivo se dejaba ver ante los ojos de Yehoshua. El fuego azul atraía a algunas de la carabelas, de tal manera que el relato de la semilla del Dos tuvo más audiencia que el primero.

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