sábado, 26 de julio de 2014

Los hexagramas y la orogénesis

Un desplazamiento tenue, a la velocidad de un atardecer. Los cinco perros oscuros iban unidos cervicalmente con cinco respectivas carabelas; aquellos canes también poseían la facultad del soñar, era por ello, por su propia templanza, que podían llevar a cabo una tarea en las ofrendas oníricas. Una simbiosis entre carabelas y perros, que traía beneficios tanto para la raza onírica, como para la raza pseudo-física. Los pasos de Yehoshua se hacían cansados, no había podido entregarse al descanso por este larguísimo evento, que ni siquiera tenía modo alguno de medirlo, no había forma de comparar un momento y otro por la monotonía lumínica. El último rayo de El Sol seguía ahí, intacto; lo único que cambiaba lo suficiente como para percibir variaciones era la cabeza fogosa de El Silencio, las historias de este desierto no le fueron contadas por los otros silencios que habitaban el lugar. El llanto del mar se escuchaba a lo lejos, pero nadie estaba seguro de que esto fuese cierto, pues las imágenes que invocaban las carabelas parecían tan reales y tan tangibles que pudieron haber confundido a cualquier otro ser que interviniese en el transcurso de los relatos  al llegar “casualmente” a ese fractal de las dunas marinas.
“Seis. La orogénesis. Varios hijos de la Lepisma fueron lanzados al planeta, de tal manera que tuviesen la labor de guiar a las civilizaciones que allí iban proliferando. Para cada nivel de la consciencia existía un hijo, y cada civilización le brindaba un nombre distinto. Muy temprano en la evolución de la magia en cada cultura, hubo uno de  aquellos hijos que fue dejando semillas del arte del soñar por todo el mundo; una semilla tras otra en las cienes del personaje equivalente a la cumbre mística de cada tribu. Enseñanzas integrales, efectivas, empáticas.
Aquel dios llegó al mundo más desnudo que todos los demás, pero mantenía una directa conversación con la Lepisma, quien le dijo una vez “no dejes de fluir, o será tu muerte”. La severidad de su origen le causaba un inmenso malestar al momento de dormir; si bien todo el cuerpo seguía fluyendo y la mente también, al reparar y ordenar los asuntos del día, el espíritu manteníase quieto. Noche, tras día, tras amanecer, tras atardecer, tras eclipse fueron acumulando ideas para este dios. Aprendiendo de lo que iban enseñando sus hermanas y hermanos en la totalidad de las culturas, descubrió que había una manera de llevar al espíritu al flujo continuo día y noche: soñando.
Soñar, Xératum se hizo llamar y también bautizó al arte de esta manera, una palabra que encontró en los lugares del mundo más inéditos. Era más fácil llegar a la realidad de las cosas estaba presente para aquellas remotas épocas; los espíritus se paseaban claramente por la faz del planeta, los animales con sus verdaderas formas, pero fueron  los vegetales fueron quienes mostraron gran pista: sus raíces no estaban únicamente conectadas al alma del planeta, sino que tenían una conexión permanente con el aquí y el allá. Soñar permitía a la raza verde pasear entre la vida y la muerte, sin que tuviesen sectores definidos del día para aparecer o desaparecer. La raza verde fluía constantemente. Las praderas australes, palacios de altura, extensas moradas de los silencios, reinos de hielo, todos eran claramente carentes de vida discernible, pero aquellos sectores imposibles eran los más recurridos paraderos para el lado muerto. En un mundo y en otro, existían ciertas conexiones que se repetían y se presentaban desde un plano a otro. Xératum descubrió esto y comprendió que lanzando su alma al flujo, cuando el cuerpo y la menta se mantenían en el equilibrio del descanso, podría entregarse fácilmente al mundo de lo muerto y poder percibir una dual realidad de las cosas. Todo era cierto, y según el punto de vista era falso. Todos los caminos que recorrió, todas las plantas que conoció, absolutamente todo tenía una traducción en palabras venidas desde el interior, con estas palabras fue enseñando a los chamanes, a los místicos, a los brujos, a cualquiera que tuviese un ápice de su ser dedicado al mundo de lo muerto. Quietud, Equilibrio, Valentía, Desapego, Justicia, y muchas otras palabras que ayudaban al aprendiz a internarse en el arte del soñar. Xératum no era un dios muy presente, no se jactaba de sus enseñanzas, pues no era poseedor de algo que sólo él podía otorgar, sino que descubrió una flor allí donde nadie se había enterado que se podía mirar. A pesar de esto, por más de una razón era un hijo de la Lepisma, como el sueño mismo, él no debía dejar de fluir. Era el principal médium, un túnel  para llegar al soñar, un engranaje trascendental en aquella máquina onírica.
Xératum dejó una vez su cuerpo en algún lugar y salió a recorrer con su soñar. Pasó por cuevas, dejó su instinto atrás, se internó entre caminos de enredaderas, cruzó bosques de raíces, escaló hojas caducas, apreció el mundo desde la altura de las espinas, conoció cuanta flor se presentaba en el mundo de lo muerto y buscaba alguna relación al comparar la felicidad de la planta con la flor que se presentaba en el mundo de lo vivo. Se entregó a las llanuras conocimiento, y del conocimiento llegó a las lejanas tierras del poder, la temida geografía del poder. Cuando iba caminando por la muerta ladera de una cordillera, un arbusto que permanecía constante tanto en lo vivo como en lo muerto le llamó la atención; bajo su follaje se extendía un grupo de demonios, que compartían música, tisanas y poemas. Las formas de cada uno era tan bella y curiosa para Xératum, tanto que se vio obligado a compartir con ellos. Por fin, dentro de todos los tiempos que llevaba descubriendo la dualidad de las cosas en los mundos, se encontraba con algo oriundo de lo muerto, pues hasta los espíritus tenían lugar en los dos mundos. Aquellos demonios fueron muy amables con el soñador, no habían visto jamás algo tan nuevo en el mundo de lo muerto. Xératum les hablaba del mundo de lo vivo, y cada una de las facciones de los demonios se mostraba sorprendida ante tan bellísima y viva descripción, sin embargo, el mundo de lo muerto nada tenía que envidiar. Por su parte, los demonios, que eran seis, hablaron a Xératum del mundo en el que vivían; viajaban de lugar en lugar, pero este planeta apenas lo iban conociendo, sólo el arbusto que les otorgaba sombra les había recibido en el momento de su llegada, pues sus flores les habían llamado desde lo muy lejano. La conversación se extendió bastante, hasta el momento en que a los demonios les ganó el cansancio, sus pies estaban exhaustos después de presionar inmensos senderos cósmicos una y otra vez; Xératum besó la nuca de cada uno de ellos y descubrió un hexagrama distinto en cada una de ellas. Aquella amistad se volvería eterna, se prometieron volver a encontrarse en alguno de aquellos lugares en que el mundo de lo vivo y el mundo de lo muerto se encontraban y formaban juramentos diariamente.
El paseo del soñador siguió por la misma ladera, otro arbusto de la misma especie le encontró, y creyendo a los hexagramas los responsables de traer demonios a este mundo, dibujó uno a los pies del arbusto. Notó entonces que la flor de aquel arbusto era también una especie de hexagrama, y sus colores vivos y muertos evocaban el seis. Guardó seis semillas en su vientre onírico, tomó una flor y la puso al centro del hexagrama; levantó la vista para ver si se acercaban demonios al planeta, pero el paisaje había cambiado completamente, un mar hermoso se largaba por todo el horizonte, plantas inmensamente poderosas se hacían amorosamente a la arena, abrazándola en cada paso de su crecimiento. Las nubes salían del agua, y se recostaban en la arena para disfrutar de El Sol, paulatinamente partían al cielo para viajar una vez más. Xératum olvidó todo lo que era, dejó una vida atrás. Conversaba con todas las plantas, pero ninguna le respondía. Algo extraño sucedía, no le era posible discernir si era el mundo de lo vivo o el mundo de lo muerto, nada le entregaba pista de dónde se encontraba. Perdido en sí, comenzó a caminar por la eterna playa, la belleza de lo que vivía hacía que sus preocupaciones se fueran, se olvidó de su labor educativa, se olvidó de ser un hijo de la Lepisma, se olvidó de su nombre. El hálito marina cruzaba por su vientre, se llevaba cualquier rastro de conocimiento y sólo los hexagramas quedaron en su corazón, éste era ahora un ser nuevo… Un pie y la arena, una pestaña y la brisa, un respiro y el cielo entero, sus ojos eran un fractal de El Sol, se miraba a sí mismo al mirar el brillo de aquel sitio. Sintió un destello en la nuca, a su izquierda se encontraba un ave marina revolcándose en sus problemas y frecuentemente ahogándose en la saliva del mar. Siguió una especie de relato gutural, las cosas en su cabeza se quedaron quietas y su cuerpo llevó las extremidades hasta el plumaje grisáceo, el ave tenía el cuello roto. El corazón del antiguo soñador, que en este sitio solo alojaba los hexagramas, comenzó a verse invadido por un atardecer de sentimientos, las espinas de las plantas que crecían allí le hacían sentir dolor desde la planta de los pies hasta el más fino de sus cabellos. Dos manos sostenían al pájaro, la derecha el cuerpo, la izquierda afirmaba su nuca. La vegetación emocional tenía una constante primavera, muy pronto las enredaderas de su ser escaparon de sus lagrimales y flores azules saludaban a El Sol. Praderas enteras se levantaron por toda su piel, cereales de dolor lanzaban semillas sin parar. El ave agonizaba, el corazón de esta misma lucía un fuego verde, temía al oleaje y a las manos; puso su ojo izquierdo en el ojo derecho de quien le tomaba y disparó. La voz gutural retumbó en todos los materiales que componían al soñador: “Un ave venida de algo más lejano que el cielo, impactó en un lugar sin sitio y allí una muerte le encontró”. Espirales fluían de un ocular al otro, fueron fertilizantes para toda la flora primaveral que se iba originando dentro del perdido bípedo. Un sol, luego dos, tres, cuatro, cinco y pronto fueron seis los soles que miraban la escena, aquel niño nuevo en este mundo estaba comprendiendo la realidad de las cosas, la muerte fue desde siempre sincera con él y la vida le acompañaba por la espalda. A pesar de que no se encontraba solo, había una extraña sensación que hacía de estos momentos los más profundos y solitarios de la completa historia del universo. La Lepisma asomó un ojo, un hijo perdido en sí mismo se había sacado de lugar y un ave castigado, venida de otro creador, fue castigada. Aquel encuentro significaba la colisión entre dos universos nada relacionados. La verdadera forma del ave fue modificada hasta que la metáfora de su ser fue permutada hasta un implume, llegó a tener debilidades factibles y la vértebra de su propio domino reventó, la médula de su control se escapó y se lanzó justo al centro de los hexagramas que habitaban el corazón del antiguo Xératum. Una flecha de socorro no fue suficiente. El ave ahogada en impotencia picaba las manos del soñador, pero no comprendía que ahora los dos morían. Sangre por dentro, sangre por fuera; así es como los mundos internos y mundos externos se someten a la transición, a la evolución. Con la poca vida que le quedaba, y con lo poco que las lágrimas le permitían ver, Xératum buscó el más hermoso lugar para vomitar toda su esperanza; un roquerío con vista a la playa, a los seis soles y la maravillosa flora silenciosa fue el ataúd del ave, que aún agonizaba. Con sus manos secas dibujó un gran hexagrama, del cual nacían seis más. Ayuda necesitaba, y un ápice de memoria evocó a sus seis amigos demoniacos y la inexperiencia en un antiguo planeta vivo. Con sólo una gota de vida corriendo por sus venas, Xératum cayó rendido ante el cuerpo del pájaro, cerró sus ojos y no paró de soñar. Cerró sus ojos y seis soles se apagaron, cerró sus ojos y el sueño absoluto se acabó. Aquel dios tenía tanto que entregar, que cada partícula de conocimiento se volvió un lamentoso grano de arena; tenía tanto que entregar que cada felicidad de su cuerpo se hizo colosal roca y fue levantando montañas en ese desierto; tenía tanto que entregar que los caminos que recorrió volvieron a su lugar, llevándose cada uno una ración de vapor para el caluroso viaje. Un desierto se iba forjando, un lugar al que ni vida ni muerte les era permitido cruzar. El llanto cesó, Xératum se durmió ahí mismo, en el preciso instante en que la agonía del ave se agotó, de rodillas frente a un cadáver. Cordilleras de dolor reventaron en cólera, alejaron los humores de humedad; dunas incomprensibles avanzaron furiosamente por entre los pies montañosos, asesinando cualquier rastro de existencia. Aquel lugar existía en alguna parte del cuerpo de la Lepisma, y una parte de ella misma moría junto con su hijo, el dedicado al arte del soñar. El mar estaba pasmado, le echaba la culpa la tierra por ser tan dura ante el impacto del ave; la tierra, por su parte, culpó al mar por no levantar una mano de agua para amortiguar la caída del pájaro. Una discusión estúpida se creó entre los dos, la relación amorosa de infinita belleza se acabó; el mar se llevó el cadáver del pájaro por puro orgullo, y la tierra alojó el cuerpo de Xerátum, para no ser menos. Aquellas razas que en el mundo de lo vivo aprendieron a soñar, comenzaron a pudrirse junto con la muerte de aquel dios; el mundo cada vez estaba más sediento de soñar… La tierra meditó, se lamentó y comenzó a extrañar al mar, quiso traer una nueva oportunidad para el amor, pero también ocurría que sólo el soñador lo podría arreglar. Tomó toda la arena que nació del su degradado cuerpo, tomó sus porosos huesos y con ellos armó una pirámide, una colina que no quiere abrir sus ojos, por ello sólo tiene boca. Esa boca es la que te cuenta todo esto, Yehoshua. El mundo se derrumbó.”
Los perros oscuros siguieron su camino. Yehoshua, El Silencio y la colina se detuvieron a llorar, juntos los tres.  Seis semillas tenía el viajero en su mano, un hexagrama en su corazón y una planta por encontrar. Una última petición nació de la boca de la colina, que se cerraba ante el término de la ofrenda onírica, le pidió al viajero que sembrase esas seis semillas bajo el arbusto hijo del Seis, para poder de alguna manera encontrar su cuerpo, lanzarse a El Sol a buscar al ave, a sus seis amigos y pedirle perdón a su origen, la Lepisma. La vida y la muerte habían traído de vuelta todos los recuerdos de Xératum, su antigua vida y su presunta perdición.
Sólo tengo una pista para ti, que también es una pista para mí: Venus, Q-atz, Wadi-Rum.”

Yehoshua se despidió, la boca se cerró y El Silencio se marchó. Conocía tan poco de este mundo, y ni siquiera sabía soñar. Apreció entonces la última obra de Xératum, el grande, todo un desierto nacido de su historia. Yehoshua tenía nuevas metas en la vida, quería que al morir algo aún más inmenso germinara de la semilla orogénica que había en el punto central de su vientre. Sus pies no se detuvieron ante la llegada de la noche, se marchaba para buscar una planta hija del Seis, para ofrendarle un Siete.

No hay comentarios:

Publicar un comentario