El joven
terminó de desayunar un venenoso sándwich de mermelada en pan candial. Hubo una
mosca por allí que se deleitaba de la escena irónicamente ponzoñosa, pues antes
de que aquella masa de harina pudiera ahorcar al hombrecito, éste le arrancó
cada pedazo de sí y terminó llenando la escena del crimen con una u otra migaja
desdichada. He aquí el primer inmortal que se volvió mortal. La mermelada
residual que se dignó de permanecer en la quijada del joven, no hizo más que
complementar su gabardina hecha de raíces filiformes teñidas de granate y
contrastar con los bototos imponentes de un negro oscuro o dos grises tenues, armados
a partir de corteza dura y fresca. Los pantalones, compuestos por viejas ramas,
se nublaban en la silla, porque la mesa les robaba todo rastro de sol. El
bípedo era albino, de cabellera caprichosa y cejas que simulaban la sabana
africana. Sus labios se impregnaban de texturas viciosas, como las que llevan
las cartas de juego en sus espaldas, pero también acompañaban al orden de los
hilos y fibrillas que componían toda la gabardina; hilo rojo, hilo negro, hilo
mora, hilo granate, todos jugando a entrelazarse en un orgasmo esquematizado y
frecuente. Sus ojos tenían una profundidad tal, que si se le miraba con
atención bajo la luz arenosa de la luna, se le podía divisar el cerebro
adornado con el iris en forma de corona de leche, pero de vainilla. Una vez
más, la mermelada entra en escena al ser arrastrada por la lengua ciega del
individuo. Se levantó de la mesa y se despidió de sus padres; su madre una
secuoya de almidón violeta, su padre un alcanfor de hojas verde azules. Los
progenitores le pidieron un hijo a las montañas y éstas se lo regalaron, pero
la más viva de estas, Klyuchevskaya Sopka,
exigió a cambio un par pies que las pudieran llevar de un lugar a otro. La
inquietud de los dos árboles se fue acunando desde que el pequeño susurraba en
su madriguera de hojas fragantes y, con una tensión casi inerte, esperaban el
día en que las rocosas entidades vinieran a sacrificar al hijo de la
naturaleza, por no cumplir la deuda prometida.
Volkov, así
le llamaron los maderos, se empeñaba en la crianza de mandrágoras por toda la
península, mientras pudiese conseguir el seso de todo ser viviente vertebrado.
El cultivo, un tanto grotesco, le garantizaba pequeñas amistades inteligentes,
que gustaban de vivir con el joven en sus paseos por toda la región,
acercándose a las zonas con nieve, recorrer descalzos entre los valles a los
ojos de las montañas acechantes, robar comida a cualquiera de los asentamientos
humanos, rediseñar diariamente el nido, recolectar hongos y musgos de lindos
colores, teñir las hojas y los ríos, devolverle las piedras a las dunas, cerros
y quebradas. La vida del personaje antropomórfico era disléxica, el orden que
tenía su destino impuesto carecía de firmeza estructural y ello causaba un eterno
escape del sacrificio a manos de los minerales empolvados de silicio, nieve y
frío.
Una
madrugada, fue a despertar a unas cuantas mandrágoras. Pensó “¿Debería, acaso, elegir una que corriese
conmigo este día o, tal vez, una que me contara fábulas subterráneas? ¿Debería,
acaso, despertar a una o dos? ¿Acaso debería despertar a tres de ellas, que
tuvieran colores lindos, para imaginar paisajes triangulares?”. Se agachó y
disfrutó el sonido que generaba su ropa al ponerse en cuclillas, observó cómo
el suave silencio de la mañana movía con sutileza las hojas verdosas de sus
crías y se quedó pasmado al recibir un peñasco en su espalda. Una montaña le
miraba imponentemente y le rugió sin piedad, mas no pudo dañarle con la
avalancha que generó alrededor de Volkov y sus plantaciones. “Cumple tu promesa, regálanos tus piernas.
Serán destrozados todos tus huesos y servirán
de cal para los pastores, será arrebatada toda tu carne y servirá de
consuelo para las fieras del continente entero. Cumple tu promesa, pues
nosotros sacrificamos nuestros ojos para darte la vista a ti, otros el habla,
otros el escucha, otros el olfato, otros el tacto, otros el sentido, otros la
voluntad. Cumple tu promesa, danos la cualidad mecánica que padeces”. El
pobre hombrecillo quedó anonadado, se sintió caer en un pozo delicioso,
inundado de esa mermelada venenosa que gustaba de manufacturar en los días más
nublados; sintió que todo su estómago había sido bañado en un revoltijo de
infusiones herbáceas, de las que suele preparar para los días tristes de sus
padres; sintió que todo el universo se caía en una dirección indefinida, todo
menos él. Se puso a llorar entremedio de sus mandrágoras, silenciosamente. Ocho
de ellas fueron bañadas en el jugo de su quebranto y despertaron relucientes,
para consolarle. Le susurraron, para todos sus sentidos, la misma solución:
darle a las montañas el transporte que querían. Volkov se puso a trabajar
arduamente en un cultivo por todo el perímetro de Kamchatka, de manera que todas las nuevas
crías pudieran salir de la tierra a temprana edad. Fueron quinientos cincuenta
y tres partos progresivos y ordenados,
cada una de las mandrágoras tenía un nombre especial que el joven les dio en un
idioma inventado, pero que significaban su propio número. Pronto se les delegó
su misión: mover cada una de las rocas que conformaban a las montañas, para
moverles al lugar que se les antojara, de esta manera tendrían una cualidad
móvil y, de alguna manera, mecánica. Las raíces caminaban en la misma
dirección, con dos sentidos; cantaban, pues habían desarrollado una extraña
configuración vocal; disfrutaban conocer a cada una de las rocosidades de la
montaña y llevarla al lugar que deseaba ir en el tiempo que tenían sus propios
sentidos. El alcanfor y la secuoya por fin tranquilizaron sus pasiones latentes
y Volkov se sentía orgulloso de su logro. Todas las montañas fueron removidas,
excepto una. Toda la geografía cambió, excepto en un punto. Klyuchevskaya Sopka era tan gigante e importante, que
sus rocas, al intentar ser removidas, generaban un intenso calor o un peso
extremo. Para las mandrágoras, incluso en conjunto, les fue imposible movilizar
la más mínima piedra del volcán y este terminó por desatarse en furia y entrar
en erupción. Lo primero que hizo Sopka en su desdicha, fue pulverizar a
los padres de Volkov. Él iba a dejarse a llevar por el pánico, pero sus ocho primeras mandrágoras le
despabilaron y luego susurraron una solución que significaba masacre. Entonces
ordenó a todas las demás raíces a correr en dirección al volcán. El paisaje iba
empeorando; la ceniza volcánica se levantaba por el cielo y le manchaba de un
hermoso tinte sombrío con humeantes nubes anaranjadas; el magma y la
lava se ponían de acuerdo sobre quién saldría primero a la superficie, luego
saltaban y brillaban sobre toda la vegetación, un irónico paisaje,
espectacularmente lumínico y destructor. Sin embargo, Volkov logró a llegar a
los bordes del cráter volcánico sin que alguna de sus crías se quemara y fue
aquí donde comenzó la hecatombe vegetal. La cualidad curativa de las
mandrágoras fue revelada por las ocho
primeras a su dueño, el joven les ordenó a todas que se sacrificaran y
mutilaran su cuerpo, para calmar la rabia de Klyuchevskaya Sopka. Con nostalgia, una a una, se fueron haciendo
pasta y puré y caían a la pulpa hirviendo, calmándola, atenuándola, dándole
nuevos colores carbónicos. Una vez que todas se hubieron regalado, las ocho primeras y Volkov se abrazaron. El
volcán no calmaría su furia, lo prometió. La hecatombe de quinientos cincuenta
y tres mandrágoras fue en vano para el egoísmo del cráter. Entonces el joven se
hizo una imagen de Kamchatka cubierto de ceniza volcánica, sin vegetación, sin
nieve ni vida. Se lanzó al hambriento hijo del magma. Al instante se calcinó y
los toques anaranjados del día cesaron. Las ocho
primeras no pararon su ruidoso llanto y fueron por los ocho continentes comunicándole a todas las mandrágoras la valerosa
historia del cultivador. Ninguna mandrágora quiso salir a la superficie, jamás.
Ninguna de ellas volvió a ser lo que eran, ninguna de ellas quiso enfrentarse a
la realidad y se dedicaron a soñar. Es por esto que cada vez que alguien
retiraba una de esas raíces de la tierra, reventaban en llanto y gritos de
desdichados recuerdos. Por otro lado, el volcán Klyuchevskaya Sopka, también
entró en un sueño profundo y sólo despertaba cada vez que en sus pesadillas
aparecía Volkov disfrutando de un delicioso emparedado de venenosa mermelada.
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