domingo, 27 de enero de 2013

¿Por qué lloran las mandrágoras?



El joven terminó de desayunar un venenoso sándwich de mermelada en pan candial. Hubo una mosca por allí que se deleitaba de la escena irónicamente ponzoñosa, pues antes de que aquella masa de harina pudiera ahorcar al hombrecito, éste le arrancó cada pedazo de sí y terminó llenando la escena del crimen con una u otra migaja desdichada. He aquí el primer inmortal que se volvió mortal. La mermelada residual que se dignó de permanecer en la quijada del joven, no hizo más que complementar su gabardina hecha de raíces filiformes teñidas de granate y contrastar con los bototos imponentes de un negro oscuro o dos grises tenues, armados a partir de corteza dura y fresca. Los pantalones, compuestos por viejas ramas, se nublaban en la silla, porque la mesa les robaba todo rastro de sol. El bípedo era albino, de cabellera caprichosa y cejas que simulaban la sabana africana. Sus labios se impregnaban de texturas viciosas, como las que llevan las cartas de juego en sus espaldas, pero también acompañaban al orden de los hilos y fibrillas que componían toda la gabardina; hilo rojo, hilo negro, hilo mora, hilo granate, todos jugando a entrelazarse en un orgasmo esquematizado y frecuente. Sus ojos tenían una profundidad tal, que si se le miraba con atención bajo la luz arenosa de la luna, se le podía divisar el cerebro adornado con el iris en forma de corona de leche, pero de vainilla. Una vez más, la mermelada entra en escena al ser arrastrada por la lengua ciega del individuo. Se levantó de la mesa y se despidió de sus padres; su madre una secuoya de almidón violeta, su padre un alcanfor de hojas verde azules. Los progenitores le pidieron un hijo a las montañas y éstas se lo regalaron, pero la más viva de estas, Klyuchevskaya Sopka, exigió a cambio un par pies que las pudieran llevar de un lugar a otro. La inquietud de los dos árboles se fue acunando desde que el pequeño susurraba en su madriguera de hojas fragantes y, con una tensión casi inerte, esperaban el día en que las rocosas entidades vinieran a sacrificar al hijo de la naturaleza, por no cumplir la deuda prometida.

Volkov, así le llamaron los maderos, se empeñaba en la crianza de mandrágoras por toda la península, mientras pudiese conseguir el seso de todo ser viviente vertebrado. El cultivo, un tanto grotesco, le garantizaba pequeñas amistades inteligentes, que gustaban de vivir con el joven en sus paseos por toda la región, acercándose a las zonas con nieve, recorrer descalzos entre los valles a los ojos de las montañas acechantes, robar comida a cualquiera de los asentamientos humanos, rediseñar diariamente el nido, recolectar hongos y musgos de lindos colores, teñir las hojas y los ríos, devolverle las piedras a las dunas, cerros y quebradas. La vida del personaje antropomórfico era disléxica, el orden que tenía su destino impuesto carecía de firmeza estructural y ello causaba un eterno escape del sacrificio a manos de los minerales empolvados de silicio, nieve y frío.

Una madrugada, fue a despertar a unas cuantas mandrágoras. Pensó “¿Debería, acaso, elegir una que corriese conmigo este día o, tal vez, una que me contara fábulas subterráneas? ¿Debería, acaso, despertar a una o dos? ¿Acaso debería despertar a tres de ellas, que tuvieran colores lindos, para imaginar paisajes triangulares?”. Se agachó y disfrutó el sonido que generaba su ropa al ponerse en cuclillas, observó cómo el suave silencio de la mañana movía con sutileza las hojas verdosas de sus crías y se quedó pasmado al recibir un peñasco en su espalda. Una montaña le miraba imponentemente y le rugió sin piedad, mas no pudo dañarle con la avalancha que generó alrededor de Volkov y sus plantaciones. “Cumple tu promesa, regálanos tus piernas. Serán destrozados todos tus huesos y servirán  de cal para los pastores, será arrebatada toda tu carne y servirá de consuelo para las fieras del continente entero. Cumple tu promesa, pues nosotros sacrificamos nuestros ojos para darte la vista a ti, otros el habla, otros el escucha, otros el olfato, otros el tacto, otros el sentido, otros la voluntad. Cumple tu promesa, danos la cualidad mecánica que padeces”. El pobre hombrecillo quedó anonadado, se sintió caer en un pozo delicioso, inundado de esa mermelada venenosa que gustaba de manufacturar en los días más nublados; sintió que todo su estómago había sido bañado en un revoltijo de infusiones herbáceas, de las que suele preparar para los días tristes de sus padres; sintió que todo el universo se caía en una dirección indefinida, todo menos él. Se puso a llorar entremedio de sus mandrágoras, silenciosamente. Ocho de ellas fueron bañadas en el jugo de su quebranto y despertaron relucientes, para consolarle. Le susurraron, para todos sus sentidos, la misma solución: darle a las montañas el transporte que querían. Volkov se puso a trabajar arduamente en un cultivo por todo el perímetro de  Kamchatka, de manera que todas las nuevas crías pudieran salir de la tierra a temprana edad. Fueron quinientos cincuenta y tres  partos progresivos y ordenados, cada una de las mandrágoras tenía un nombre especial que el joven les dio en un idioma inventado, pero que significaban su propio número. Pronto se les delegó su misión: mover cada una de las rocas que conformaban a las montañas, para moverles al lugar que se les antojara, de esta manera tendrían una cualidad móvil y, de alguna manera, mecánica. Las raíces caminaban en la misma dirección, con dos sentidos; cantaban, pues habían desarrollado una extraña configuración vocal; disfrutaban conocer a cada una de las rocosidades de la montaña y llevarla al lugar que deseaba ir en el tiempo que tenían sus propios sentidos. El alcanfor y la secuoya por fin tranquilizaron sus pasiones latentes y Volkov se sentía orgulloso de su logro. Todas las montañas fueron removidas, excepto una. Toda la geografía cambió, excepto en un punto. Klyuchevskaya Sopka  era tan gigante e importante, que sus rocas, al intentar ser removidas, generaban un intenso calor o un peso extremo. Para las mandrágoras, incluso en conjunto, les fue imposible movilizar la más mínima piedra del volcán y este terminó por desatarse en furia y entrar en erupción.  Lo primero que hizo Sopka en su desdicha, fue pulverizar a los padres de Volkov. Él iba a dejarse a llevar por el pánico, pero sus ocho primeras mandrágoras le despabilaron y luego susurraron una solución que significaba masacre. Entonces ordenó a todas las demás raíces a correr en dirección al volcán. El paisaje iba empeorando; la ceniza volcánica se levantaba por el cielo y le manchaba de un hermoso tinte sombrío con humeantes nubes anaranjadas; el magma y la lava se ponían de acuerdo sobre quién saldría primero a la superficie, luego saltaban y brillaban sobre toda la vegetación, un irónico paisaje, espectacularmente lumínico y destructor. Sin embargo, Volkov logró a llegar a los bordes del cráter volcánico sin que alguna de sus crías se quemara y fue aquí donde comenzó la hecatombe vegetal. La cualidad curativa de las mandrágoras fue revelada por las ocho primeras a su dueño, el joven les ordenó a todas que se sacrificaran y mutilaran su cuerpo, para calmar la rabia de Klyuchevskaya Sopka. Con nostalgia, una a una, se fueron haciendo pasta y puré y caían a la pulpa hirviendo, calmándola, atenuándola, dándole nuevos colores carbónicos. Una vez que todas se hubieron regalado, las ocho primeras y Volkov se abrazaron. El volcán no calmaría su furia, lo prometió. La hecatombe de quinientos cincuenta y tres mandrágoras fue en vano para el egoísmo del cráter. Entonces el joven se hizo una imagen de Kamchatka cubierto de ceniza volcánica, sin vegetación, sin nieve ni vida. Se lanzó al hambriento hijo del magma. Al instante se calcinó y los toques anaranjados del día cesaron. Las ocho primeras no pararon su ruidoso llanto y fueron por los ocho continentes comunicándole a todas las mandrágoras la valerosa historia del cultivador. Ninguna mandrágora quiso salir a la superficie, jamás. Ninguna de ellas volvió a ser lo que eran, ninguna de ellas quiso enfrentarse a la realidad y se dedicaron a soñar. Es por esto que cada vez que alguien retiraba una de esas raíces de la tierra, reventaban en llanto y gritos de desdichados recuerdos. Por otro lado, el volcán Klyuchevskaya Sopka, también entró en un sueño profundo y sólo despertaba cada vez que en sus pesadillas aparecía Volkov disfrutando de un delicioso emparedado de venenosa mermelada.

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