miércoles, 9 de enero de 2013

Paisajes de la acromegalia


La neblina se dispersó, pero aquellas fragancias no dejaron el lugar. Allí se encontraba la pequeñita con una trenza María descansando en su hombro derecho; con un vestido de tintes madrugadores y lunares por donde la luz llegara; unos zapatos empolvados, de origen animal; sentada con las piernas cruzadas, con las rodillas besadas de verde y los nudillos apoyados en el pasto. A pesar de que fuese cinco octavos del día, el humo que traía el paquidermo le apartaba de lo soleado y le dejaba en el mismo lugar, pero con gusto a pupila de huracán. Entonces el corpulento cuadrúpedo le enroscó en su trompa, le miró el ojo del lado diestro y sin mover hueso alguno de su mandíbula le dijo: “Partí esta odisea en un futuro remoto y viejo. Eres de aquellas cositas que busco y jamás espero encontrar. Te lo contaré desde el principio…”. Le subió a su lomo y en vez de retornar por donde vino, siguió adelante con la neblina y todas las fragancias precipitándose ahí mismo.

El elefante le contó que venía de una época antiquísima, el frío que hubo en ese tiempo era por la ausencia de la infante, que ella era una hija del cuadrúpedo y fue robada por el tiempo. En vez de ser parida por un animal, fue dada a luz miles de siglos después, por una mujer. La pequeña fue intercambiada por un bebé muerto. La víctima decidió partir en busca de su fruto, con el pelaje cargado de centenares de desesperanza; caminó en línea recta por el polvo resinoso del tiempo, justo cuando se separó de los caminos temporales de tierra y nieve. Cuánta ayuda quiso recibir, pero ningún material, a diferencia de los gases, podía seguirle en su sublime andar. Primero le consolaban los vapores de los géiseres, cada vez que sentía nostalgia; pronto el humo volcánico le encaminó, para darle una pesada energía muy reconfortante en los tiempos de llanto incoloro; luego, al recorrer tenue, se le adhirió el polvo de las montañas que nacían y separaban esa vieja Pangea; años más tarde, incluso las tormentas polares le acompañaban le acompañaban por sus fragmentos de orgullo. Un día se le encaramó el esperanzador humo, que le significaba mucho, pues era madera quemada por los primeros hombres. El viaje hacia su hija iba terminando en la recta más empinada y viscosa.

Apenas apareció el hombre en el camino del paquidermo, las leyendas y mitos sobre “la bestia humeante” aparecieron de parte de los labios antropomórficos. La apariencia vaporosa del animal asustaba a las civilizaciones y la camanchaca que se alojaba en los valles para dormir, después de un viaje nocturno desde la costa, se apiadó del animal dándole una forma espumosa y familiar, tiempo antes de que la creación de la escritura pudiera registrarle como la potencial fuente de temor que era. Sin embargo, la neblina que se paseaba entre las cordilleras, separando las geografías habitables y las divinas, se encantó de la odisea gaseosa y se montó acurrucando a todos los demás anexos del elefante. Su figura ya no era definida, sino que terminó siendo una continua nube que avanzaba por todo el planeta.

Llegó a Esparta y se tomó tiempo para fijarse un poco más en los humanos, porque ya podría aparecer su hija, pero su espanto fue inmenso; las realidades de los bípedos le aterraban, desde Monte Tagiteo lanzaban a ese tipo de infantes por “matar la belleza” o “ser inútiles”; en más al oriente se les abandonaba en la sabana, bosques o montes, en la India les tiraban en el Sagrado Ganges; los hebreos los apartaban por llevar el pecado; los indios Masai los asesinaban: los indios Chagga les utilizaban para asustar al demonio, los Jukun les identificaban como obras de los malos espíritus, se enteró también que algunos les dejaban en canastas para que navegaran por el Tiber. Crecía a cada momento la tensión en cada una de las células del elefante al pensar que su hija pudo haber sido asesinada por manos del ignorante, pero su miedo fue compensado por los Semang, que consideraban a estos nacidos como sabios, los Mayas les respetaban y les eran gratos, incluso los nórdicos los consideraban dioses. Su tranquilidad mejoró, se llevaba unas tormentas de arena, unos humos de incienso, varios sahumerios, también perfumes, esencias evaporadas y polvillos de canela, anís y clavo de olor. Ya estaba sumergido en el  mundo humano, intentando que nadie le viera, que no le atacaran con esa extraña condición que tienen por quererlo, saberlo y explicarlo todo.

Visualizó las guerras y en ellas se dio cuenta que comenzaban a aparecer varios adultos afectados por ella, mas ninguno le pertenecía. A medida que los seres se volvían avaros y menos espirituales, la forma en que se mataban se volvía exquisitamente más sangrienta, porque el morbo de la muerte les era el mayor gozo, las armas que utilizaban ahora eran gases muertos y bombas dormidas y al despertarse algunas tenían formas de tortuga, otras de árbol, otras de estrella fugaz… “Todas terminaban en lo mismo, todas se llevaban las vidas sin ofrenda ni perdón alguno. Todos los humos que me rodeaban se hacían los sólidos más densos sólo para ayudarme a continuar con nuestra historia, hija mía. Hasta de la hecatombe más grande tu podre podría sobrevivir, me lo prometió la mismísima eternidad.”

La aparición de más niños especiales y discriminados generó una confusión tan corpulenta como el mismo ser peludo que era, le inquietaba la manera en que lucraban con lo magnífico y exótico de cada uno de los infantes, para luego desecharles de la fama por el nacimiento, en otro lugar, de uno más grandioso. Las dudas le hacían viajar de un lugar a otro y la gente empezó a toparse con este animal en medio de la confusión y discordancia climática. Se convirtió primero en un rumor, luego en un mito urbano, después en una noticia y si no se apresuraba, se convertiría en un objetivo, destinado a ser descifrado. Pero allí le encontró, en un jardín cualquiera, en una ciudad común, nacida de una madre y un padre al azar que pensaban en una hija diferente, que le intoxicaban con medicamentos y le aburrían con tratamientos; allí le encontró y la desesperanza que se alojaba en su pelaje se bajó para abrazarle antes; allí todos los gases y polvos y vapores y humos y fragancias comenzaron a llorar; allí todo el terreno dejó de pertenecer a ese mundo monocromático; allí el elefante siguió el camino en línea recta para llevarse a su hija decirle todo cuanto ha vivido. “Porque tu eres mi querida hija, robada por una borrachera del tiempo. Te rescaté en el mejor momento, antes de que atrofiaran tu metamorfosis y te incluyeran en ese perdido grupo de los otros pequeñines que se perdieron en una falsa enfermedad, elefantismo le llaman, hija mía…”. El elefante, vestido de mamut, se llevó a su hija abrigándola en el pelaje, explicándole que jamás fue suerte encontrarle, porque todo este linaje tenía una gran capacidad de memoria, los recuerdos de todos los tiempos.

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