La neblina se dispersó, pero aquellas fragancias no
dejaron el lugar. Allí se encontraba la pequeñita con una trenza María descansando en su hombro derecho; con un vestido de
tintes madrugadores y lunares por donde la luz llegara; unos zapatos
empolvados, de origen animal; sentada con las piernas cruzadas, con las
rodillas besadas de verde y los nudillos apoyados en el pasto. A pesar de que
fuese cinco octavos del día, el humo que traía el paquidermo le apartaba de lo
soleado y le dejaba en el mismo lugar, pero con gusto a pupila de huracán.
Entonces el corpulento cuadrúpedo le enroscó en su trompa, le miró el ojo del
lado diestro y sin mover hueso alguno de su mandíbula le dijo: “Partí esta odisea en un futuro remoto y
viejo. Eres de aquellas cositas que busco y jamás espero encontrar. Te lo
contaré desde el principio…”. Le subió a su lomo y en vez de retornar por
donde vino, siguió adelante con la neblina y todas las fragancias precipitándose
ahí mismo.
El elefante le contó que venía de una época
antiquísima, el frío que hubo en ese tiempo era por la ausencia de la infante,
que ella era una hija del cuadrúpedo y fue robada por el tiempo. En vez de ser
parida por un animal, fue dada a luz miles de siglos después, por una mujer. La
pequeña fue intercambiada por un bebé muerto. La víctima decidió partir en
busca de su fruto, con el pelaje cargado de centenares de desesperanza; caminó
en línea recta por el polvo resinoso del tiempo, justo cuando se separó de los
caminos temporales de tierra y nieve. Cuánta ayuda quiso recibir, pero ningún material,
a diferencia de los gases, podía seguirle en su sublime andar. Primero le
consolaban los vapores de los géiseres, cada vez que sentía nostalgia; pronto
el humo volcánico le encaminó, para darle una pesada energía muy reconfortante
en los tiempos de llanto incoloro; luego, al recorrer tenue, se le adhirió el
polvo de las montañas que nacían y separaban esa vieja Pangea; años más tarde,
incluso las tormentas polares le acompañaban le acompañaban por sus fragmentos
de orgullo. Un día se le encaramó el esperanzador humo, que le significaba
mucho, pues era madera quemada por los primeros hombres. El viaje hacia su hija
iba terminando en la recta más empinada y viscosa.
Apenas apareció el hombre en el camino del paquidermo,
las leyendas y mitos sobre “la bestia humeante” aparecieron de parte de los
labios antropomórficos. La apariencia vaporosa del animal asustaba a las
civilizaciones y la camanchaca que se alojaba en los valles para dormir,
después de un viaje nocturno desde la costa, se apiadó del animal dándole una
forma espumosa y familiar, tiempo antes de que la creación de la escritura
pudiera registrarle como la potencial fuente de temor que era. Sin embargo, la
neblina que se paseaba entre las cordilleras, separando las geografías
habitables y las divinas, se encantó de la odisea gaseosa y se montó
acurrucando a todos los demás anexos del elefante. Su figura ya no era
definida, sino que terminó siendo una continua nube que avanzaba por todo el
planeta.
Llegó a Esparta y se tomó tiempo para fijarse un poco
más en los humanos, porque ya podría aparecer su hija, pero su espanto fue
inmenso; las realidades de los bípedos le aterraban, desde Monte Tagiteo lanzaban
a ese tipo de infantes por “matar la
belleza” o “ser inútiles”; en más al oriente se les abandonaba en la sabana,
bosques o montes, en la India les tiraban en el Sagrado Ganges; los hebreos los
apartaban por llevar el pecado; los indios Masai los asesinaban: los indios
Chagga les utilizaban para asustar al demonio, los Jukun les identificaban como
obras de los malos espíritus, se enteró también que algunos les dejaban en
canastas para que navegaran por el Tiber. Crecía a cada momento la tensión en
cada una de las células del elefante al pensar que su hija pudo haber sido
asesinada por manos del ignorante, pero su miedo fue compensado por los Semang,
que consideraban a estos nacidos como sabios, los Mayas les respetaban y les
eran gratos, incluso los nórdicos los consideraban dioses. Su tranquilidad
mejoró, se llevaba unas tormentas de arena, unos humos de incienso, varios sahumerios,
también perfumes, esencias evaporadas y polvillos de canela, anís y clavo de
olor. Ya estaba sumergido en el mundo
humano, intentando que nadie le viera, que no le atacaran con esa extraña
condición que tienen por quererlo, saberlo y explicarlo todo.
Visualizó las guerras y en ellas se dio cuenta que
comenzaban a aparecer varios adultos afectados por ella, mas ninguno le
pertenecía. A medida que los seres se volvían avaros y menos espirituales, la
forma en que se mataban se volvía exquisitamente más sangrienta, porque el
morbo de la muerte les era el mayor gozo, las armas que utilizaban ahora eran
gases muertos y bombas dormidas y al despertarse algunas tenían formas de
tortuga, otras de árbol, otras de estrella fugaz… “Todas terminaban en lo mismo, todas se llevaban las vidas sin ofrenda
ni perdón alguno. Todos los humos que me rodeaban se hacían los sólidos más
densos sólo para ayudarme a continuar con nuestra historia, hija mía. Hasta de
la hecatombe más grande tu podre podría sobrevivir, me lo prometió la mismísima
eternidad.”
La aparición de más niños especiales y discriminados
generó una confusión tan corpulenta como el mismo ser peludo que era, le
inquietaba la manera en que lucraban con lo magnífico y exótico de cada uno de
los infantes, para luego desecharles de la fama por el nacimiento, en otro
lugar, de uno más grandioso. Las dudas le hacían viajar de un lugar a otro y la
gente empezó a toparse con este animal en medio de la confusión y discordancia
climática. Se convirtió primero en un rumor, luego en un mito urbano, después
en una noticia y si no se apresuraba, se convertiría en un objetivo, destinado
a ser descifrado. Pero allí le encontró, en un jardín cualquiera, en una ciudad
común, nacida de una madre y un padre al azar que pensaban en una hija
diferente, que le intoxicaban con medicamentos y le aburrían con tratamientos;
allí le encontró y la desesperanza que se alojaba en su pelaje se bajó para
abrazarle antes; allí todos los gases y polvos y vapores y humos y fragancias
comenzaron a llorar; allí todo el terreno dejó de pertenecer a ese mundo
monocromático; allí el elefante siguió el camino en línea recta para llevarse a
su hija decirle todo cuanto ha vivido. “Porque
tu eres mi querida hija, robada por una borrachera del tiempo. Te rescaté en el
mejor momento, antes de que atrofiaran tu metamorfosis y te incluyeran en ese
perdido grupo de los otros pequeñines que se perdieron en una falsa enfermedad,
elefantismo le llaman, hija mía…”. El elefante, vestido de mamut, se llevó
a su hija abrigándola en el pelaje, explicándole que jamás fue suerte
encontrarle, porque todo este linaje tenía una gran capacidad de memoria, los
recuerdos de todos los tiempos.
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