Se posicionaba cerca de un rio, que venía desde alguno
de los centros gravitatorios de un óvalo tridimensional; su extensión partía
desde la sombra imparipinada de unos arbustos verdeazulados, impuesto sobre la
tierra, hasta la impoluta costa de la rivera, de donde venían los eternos crustáceos
grises; la estructura pareció importunar el paisaje imponiendo su impar figura.
El origen de tal palacio, hecho de uñas y cabellos, se
remonta a la época imborrable del tiempo, cuando ese desierto estaba impregnado
de alcachofas y los impalas se desplazaban suavemente sobre el improvisado
suelo. Utopía impropia le llamaban
los cuadrúpedos, pero tal combinación de palabras estaba dentro del diccionario
de lo impronunciable bajo un juramento de lo divino. Un impulso con forma
física impregnó los suelos para darles castigo, pues ningún ser vivo que haya
gozado de la utopía impropia merecía
seguir vivo. Cada una de las alcachofas comenzó una impurificación temprana,
todos los impalas se volvieron imputables de vivir y con derecho a una
imprevista muerte. Mas hubo un vegetal y un mamífero que decidieron impugnar:
se besaron las impresiones para impostar un canto que importara la existencia
de uno al otro, imaginando la absolución de lo imbatible, de lo impedido e
impenetrable, el resultado de tal situación generó un impétigo en la superficie
impertérrita, allí se quedó imperioso un ser imbricado, que mezclaba las
pezuñas y las hojas duras en un insecto pequeño pero impecable en su existir,
allí se quedó por siempre para madurar y, en el período de imago, ordenó su
ornamentación fibrosa a forma de estupas
de Myanmar. Se volvió una maravilla que deseaba impeler una nueva vida en aquel
vestigio físico de una utopía, pero el insecto ya muerto no pudo hacer más que
depositar un huevo en la antesala de tan grandioso lugar de pelo y uña. Del
huevo nació un hombre con impiedad al actuar, con la cara oblonga, pálida; con
los ojos visualizando la impartida realidad; con las yemas tan blancas que
incluso la leche, que le traían los cangrejos de la arena, se opacaba al
contactarse con los imbíbitos dedos de él; con la nariz respingada y seria, con
los labios ajados, suspirantes y honestos. Al hombre lo vestían los crustáceos
por la mañana y la luna le desnudaba por la noche.
Implume se hacía llamar este hermoso joven, imperioso en su
pequeña tierra y muy cuidadoso en su diminuto palacio. Con los primeros momentos
de consciencia, exigió a los cangrejos, que eran de color gris, que le
relataran una y otra vez la historia de su hermafrodita padre insecto, para
siempre recordar los ideales del ser que con su cuerpo construyó una fantasiosa
figura arquitectónica. Implume se dedicó a buscar semillas de alcachofa por
toda la región y terminó inmutando su camino; pues allí adelante del pequeño
trozo de desierto inexacto se encontró con unas inescrutables vegetaciones que,
en conjunto con el viento y la inercia, barrían las impunidades de ese suelo
infértil. Su asombro le hizo imprecar en contra de las hojas de la ipomea violácea, pero en el preciso
instante en el que una de las flores atacó su vista de improvisto, generó un
sentimiento de impresionismo roto en el joven, la imaginativa del príncipe
cambió de un momento a otro. De su búsqueda sólo obtuvo unas cuantas semillas,
imprescindibles sobre todo, de las flores y definió como impracticable el uso
psicoactivo de éstas, pues le podrían llevar a un estado indemne del cuál
emanaría varias combinaciones de palabras impronunciables.
Atendió a las semillas como sus primeros visitantes en
aquel desértico terreno. Con ayuda de los cangrejos les buscó un buen hogar una
indeterminable cantidad de veces y por fin les encontró un sitio donde el sol
era indefectible y los susurros húmedos del río no generarían incuria sobre el
inextricable crecimiento de las semillas sembradas. Su ipomea violácea crecía con apariencias inextinguibles, se repartía
por aquel terreno antes muerto y dibujaba en la arena infecunda una serie de
texturas infantiles, dictadas por el viento. También se saludaban desde lejos
con el otro brote de la planta, sin duda sus ínferos estaban más que conectados
y seguían las mismas frecuencias que el príncipe Implume tenía en el cráneo. Pronto
los cangrejos y el hombre quedaron asombrados por la manera en que se
reproducía por el terreno la planta, que recordaba en algunos casos un pasado
alcachófico infeccionado por una rara entidad infeliz por ciertas combinaciones
de palabras idóneas. Aún así, el príncipe temía que una vez más esta tierra
fuera corrompida por las malas energías que venían de un inexpugnable inframundo,
incluso el camino era inescrutable.
Una noche, mientras la luna desnudaba al pálido
príncipe, ella le notó infausto y tranquilamente le fue relatando la
inflorescencia de las vegetaciones que han pasado por aquel lugar: “Estuvieron las umbelas, en las Púnicas
Granatum; estuvieron los racimos, en las Vitis Viniferas; estuvieron las
espigas, en las Triticum Spelta; estuvieron los corimbos, en las Spireas
Albeas. Ahora están los dicasios, en manos de tus Ipomeas Violásceas. Debes
darte cuenta de lo grande que eres.” Y del príncipe surgieron dudas,
inherentes a su ser. Primero preguntó sobre qué vendría después de aquellas
inflorescencias y luego sobre cómo llegó la granada a este lugar, mucho antes
de que su padre le engendrara después de muerto, a lo que la luna le informó: “Luego tu comprenderás, no te diré cómo, que
vienen los siconos y los ciatos tomados de la mano. Ingenuo has sido tú al
creer que las semillas han llegado con inopia, pues mucho antes que vinieran
las otras especies, hubo un primer cultivador inquilino. Él es, ahora, un
injerto de este lugar.” Las dudas del príncipe casi le dan un sueño insano,
pero su amor por inquirir sobre el primer cultivador le adormeció
inmejorablemente.
Apenas amaneció y mientras los cangrejos vestían al
insepulto príncipe Implume, comenzó con una serie de insinuaciones. Les
cuestionaba el por qué todavía existían, aún después de que la tierra fuese
infectada por las energías del juramento divino. Los crustáceos dejaron de ser
grises y se volvieron igual de pálidos que el hombre y le instigaron a buscar
sobre el primer cultivador, le revelaron que el camino hacia él era nadar por
el río vertical, que debía mantenerse intacto en la búsqueda integral, que
incluso conocería el lugar donde todos estos cangrejos dormían. El bípedo no se
dejó instruir por la sorpresa y les ordenó vestirle con túnicas de colores
violáceos y se llevó unas cuantas semillas de sus Ipomeas, molidas en un bolsillo hecho de hueso. Salió de su palacio
de uña y pelo en dirección al insulso río, para llegar a la costa y verificar.
Se lanzó hacia aquel vacío líquido y en su caída intemporal sentía el agua
besarle la frente, la mejilla, los brazos, las piernas, el vientre, la espalda,
las nalgas, la nuca, la sien, le llevó a un estado de sensaciones idílicas. La combinación impronunciable casi escapa de
sus labios, pero se alojó en alguna de las paredes de su cerebro interrogante.
En su caída logró visualizar un espacio intercolumnio; ya no bajaba por el río,
sino caía hacia un mar intempestivo y cercano a una región insular. El lugar en
el que se encontraba era el centro del ovalado tridimensional y allí en la isla
descansaba un hermoso ser tan pálido como él mismo, dormía entre las
invencibles páginas de un diccionario interminable, abrazado de una pluma gigante
de colores cálidos. Miró hacia la parte superior de aquel centro, y cerca de la
apertura por donde caía el río, se encontraban las pequeñas cuevas donde
algunos cangrejos grises, los más viejos, dormían plácidamente. A un lado del
hombre que dormía entre páginas, se encontraba un pequeño árbol de granada y
bajo éste se encontraba una vasija llena de jugo de granada, aparentemente la
tinta con la que éste ser tan maravilloso escribía en las dos columnas que
sostenían este espacio, similar a una geoda. El príncipe implume se le acercó y
le acarició la mejilla mientras dormía, pero éste replicó: “La luna te ha insinuado mi existir, los cangrejos te han revelado mi
verdad. Mi nombre es Introito, pero jamás alguien, además de mí, lo ha
pronunciado. Sé que has venido a este intersticio por ayuda para invalidar la
intoxicación de las alcachofas en tu tierra, pero fui yo quien provocó todo
eso. No fue para asesinar simplemente, sino para crear; los dos pilares que
ves, que sostienen todo este óvalo tridimensional, siguen sosteniéndolo porque
les regalo combinaciones de palabras hermosas y las escribo en sus superficies.
Cada vez que algún ser pronuncia alguna de estas combinaciones, las columnas se
estremecen de envidia y me amenazan con destruir todo el planeta, pero yo sólo
acudo a regalarles las hermosas formas de vida que existieron alguna vez en el
exterior, me las robo y con toda esta tinta roja de granada, las dibujo en sus
bases. Es mi juramento divino. No me odies por vivir en esta utopía impropia,
porque lo único que hago es crear con ímpetu toda la belleza de las culturas y
sus combinaciones, mas tu no deberías saber de mí, mas tu no me podrías llevar
de este paraíso eterno, mas tu no deberías existir porque no eres obra mía.”
El príncipe le besó un párpado y le tejió con sus palabras en el cuello,
mientras le mostraba las semillas molidas de su propio cultivo de Ipomaceas: “Soy tan creador como tú, cuéntame de dónde has venido y por qué te has
quedado aquí. Pero viajemos juntos. Impartiré este polvo alucinógeno entre tu
pálido cuerpo y mi pálido ser, para que alguna vez prefieras escribir en tí las
combinaciones preciosas, para que puedas por fin diferenciar un paraíso de un
infierno de placer, porque conmigo conocerás sensaciones idílicas.”
Juntaron sus narices y se abrazaron en conjunto con las páginas del
diccionario, el calor que surgía entre los dos era imponderable y generaba en
las raíces de sus cuerpos una imantación. El ácido lisérgico de las semillas
les provocó una distorsión de palabras más imponente que todas las escritas por
Introito y más imaginables que las que tenía Implume en su mente. Las columnas
envidiaron el estado de los dos amantes y decidieron partir el planeta en dos,
provocaron una implosión para separar los negros labios de los príncipes, pero
ellos ya eran irreprimibles por lo exterior, ya eran dos semillas fecundadas
una en la otra, para generar dos crecimientos distintos con distribuciones de
frutos distintos: los siconos y los ciatos. Las columnas en su intento
fallido de destrucción, se desarmaron y los cangrejos lloraron por su muerte
ingrata, después de haber cuidado con cautela cada uno de los príncipes que
prometían salvar al óvalo tridimensional, tal como la luna les había relatado. La
luna sonreía y el planta de quebraba, se dividía en dos y allí, en ese espacio
que iba creciendo a cada momento, se encontraban los príncipes germinando con
una velocidad intemperie, tal que las hojas y cepas de cada humanoide vegetal
abrazaron los hemisferios y los unieron, la eclosión en este caso fue cerrarse
al exterior, se unieron de tal forma que su propio amor por las sensaciones
juntó más que montañas y mares. Desde entonces vivieron inmortales en la médula
de aquel planeta ovalado tridimensional. Todos los días los cangrejos les
vestían en la mañana y la luna les desnudaba por las noches. Todos los días se
escribían el uno al otro. Todos los días se regalaban una semilla nueva y las
coleccionaban en aquel palacio de cabello y uña. La reina luna no hacía más que sonreír, pues inventó otra realidad
infinita para relatar sin tener que dejar su trono sideral. Su falsa
premonición ahora es una leyenda besándose con un mito.
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