jueves, 11 de septiembre de 2014

Un nimbar


(…) Si bien el Palacio del Líquen y todo su paradisiaco vientre era inmenso, Yehoshua no tardaría mucho tiempo en recorrerlo por completo, la incipiente necesidad de recorrer la piel de Omilen antü ya estaba sembrada en los plantes del bípedo. Sin embargo, bajar del árbol de nubes era una hazaña casi imposible de realizar, sin perder la consciencia en el intento; la altura a la cual se encontraba desde la base del árbol era cien veces la altura del palacio. Venus no se encontraba en esta cúspide, sino que se encontraba por allí, o por allá, recorriendo esos senderos cardiacos y cruzando las cuevas alucinatorias, todo lo repartido por el manto de tierra intermitentemente fértil.
            Yehoshua iba sembrando ideas en su cráneo, para que alguna de ellas diera frutos en algún momento, un fruto que sostendría el proceso de llevar a cabo la práctica de aquella táctica escapatoria. Recolectando varias bayas de colores exóticos, recogiendo nueces amargas y ácidas, adornándose con bellas hojas, alegrándose con perfumes silvestres, todo para mantenerse ocupado y nutrido hasta que abordase la noche y los pastizales ominosos le permitieran extender su soñar por las tierras bajas. Lianas y fibras irían armando una escalera de esfuerzo que le permitiría bajar cien veces la altura del palacio y poder, finalmente, entregar su cuerpo a las amorosas aguas que reventaban contra las bases de los árboles de nubes y que también daban lugar a exquisitas playas en las mejillas de las dos colinas sembradas. Cuatro, cinco, seis y siete, los soles fueron derritiéndose en el horizonte. Brotaron las estrellas primas y a lo lejos se veía la retirada de un pequeño grupo de sembradores. La vista era hermosa, un atardecer potenciado por la rivalidad sensual de siete lunas y siete soles. Yehoshua, muy exhausto, salió del paraíso piramidal y de cara al atardecer elevó sus brazos, la palma de sus manos acariciaban aquella peculiar luz que no pertenecía ni al día ni a la noche, sino a otro lugar del universo que aprovechaba las transiciones diarias para hacer promoción de su propia existencia, un guiño de realidad y expansión etérea.
Arribó la noche, una, dos lunas y Yehoshua ya estaba tendido en la terraza natural del palacio; crecía entonces el frondoso matorral de sombra, las praderas oscuras y los árboles ominosos germinaron por primera vez, una noche prometedora. Con las palmas hacia el cielo, con el pecho hacia el infinito, con los pies hacia el origen, con la frente hacia la Lepisma y con los ojos hacia sí mismo. El preludio correspondía a la cascada racional en el valle del silencio. La transición fue la erupción volcánica por encima del embalse de pensamientos, el miedo solía brotar por encima de la lava… El intermezzo es siempre fugaz, pero trascendental; la golondrina vuela cerca de la cara, pero no se debe atrapar. La ligereza era diferente, el equilibrio ahora estaba sostenido por cuatro patas y abrigado por un curioso pelaje canino. Yehoshua se encontraba inmerso en su soñar y acompañado de otros dos perros de luz. Ágiles, veloces, atentos, contentos, corrían por entre las hierbas, por encima de la tenue marea, saltaban por encima de los ápices pétreos de aquellas colinas que despertaban paulatinamente de sus aposentos marinos. El onironauta no comprendía hacia dónde se dirigían, de seguro Venus no se encontraba entre ellos, Venus seguía durmiendo dentro de la geoda. Dieciséis palmadas, dieciséis pasos percutiendo contra el agua, todos en la misma dirección, en el mismo sentido y con la misma intención: llegar.
            La frondosa selva de oscuridad se difuminó, se abrió un claro inmenso y encima de él se encontraba la noche estrellada. Las siete lunas estaban ordenadas y la imperiosa luz cargaba los manchones en el pelaje de los tres canes, Yehoshua en ese momento sintió como una energía potente y abrigada recorría las venas azules del animal en el que se manifestaba.  Todo era ahora más claro, un flujo manganeso y fluorescente a ratos se repartía por las líneas de la pradera; un rocío de igual color, pero esparcido en el aire, se entregaba a las corrientes de viento que cortaban las aguas. Oscilaban las mareas, oscilaban los pastizales, pero los perros se mantenían estables en su lugar, enfrentando el oleaje esporádico con destellos de luz, destellos de amor. De pronto, los dos perros desconocidos se detuvieron de golpe; Yehoshua se esforzó por hacer lo mismo. Bajaron sus cabezas, rectaron sus orejas y el olfato dirigido hacia el llegar. Un amanecer de extrañísimas aves estruendosas reventó en el lugar. Las vibraciones provocaron un aumento considerable en ese flujo luminoso en los pastizales y aquella dolorosa luz se levantó enfrente de ellos, descubriendo un pequeño pueblo. Grotescas imágenes se presentaron ahí mismo, unas edificaciones aparentemente fúngicas, tan solo el contraste de éstas ante los ojos de los tres perros y por detrás de ellos las ondas mezclándose con el cielo, al igual que los pájaros entregados a su vuelo, escapando de aquello. El vientre de Yehoshua se retorcía, un sudor frío y la agudeza de los oídos; entidades hablando en idiomas extraños, bailando alrededor de fuegos verdes, ojos, bocas, pelo y serpientes. Qué sensación más amarga, qué ganas de volver en sí, qué ganas de abrazar a Venus y olvidar lo que presenciaba, olvidar que en Omilen antü se estaba desarrollando una patógena civilización, pero oriunda del lugar. Un desafío más anotado en la lista de la voluntad.
            Los perros fueron descubiertos por los oculares de uno de los pueblerinos, luego una fémina sollozaba con sus cabellos y una bruja apareció en la esquina de la pradera. Fuego, miedo, silencio, ruido, cantos, bailes, saltos, praderas, sombras, barrancos, senderos, dunas, médanos, terrazas marinas, árboles de nubes, algunas acacias, un oniscídeo y reventó la paciencia de los tres perros que escapaban del lugar sin querer intervenir; sus vientres se alzaron y con la oración más pura de compasión comenzaron a disparar amor a sus casi-captores. Algunos quedaron embotados por las balas de consciencia, pero otros siguieron persiguiendo a los intrusos más allá de los límites del claro. Una vez en aquella frondosa selva de sombras, el miedo sembrado en la cervical del manifiesto de Yehoshua se tranquilizó y varias semillas se mezclaron con la agitada marea que sostenía la persecución, muchísimos cardos tóxicos germinaban y crecían tras el paso de los perros, una barrera que los persecutores no pudieron superar, aterrados de la realidad.
            Despertó empapado en miedo, con el corazón bailando y el segundo sol mirándole de frente. Había acabado. Un pequeño pueblo había por ahí, por lo que había de tener cuidado ¿Qué sería de Venus andando por la faz del planeta? ¿Sabría acaso él de la existencia de estos violentos seres? Aunque Venus pudiese escuchar las súplicas de Yehoshua a lo lejos, éste seguiría durmiendo.
“Resiste, aún estoy muy cansado.”

Por entre las auroras del horizonte, embestía la melodía de varias cuerdas…

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