(…) Si bien el Palacio del Líquen y
todo su paradisiaco vientre era inmenso, Yehoshua no tardaría mucho tiempo en
recorrerlo por completo, la incipiente necesidad de recorrer la piel de Omilen
antü ya estaba sembrada en los plantes del bípedo. Sin embargo, bajar del árbol
de nubes era una hazaña casi imposible de realizar, sin perder la consciencia
en el intento; la altura a la cual se encontraba desde la base del árbol era
cien veces la altura del palacio. Venus no se encontraba en esta cúspide, sino
que se encontraba por allí, o por allá, recorriendo esos senderos cardiacos y
cruzando las cuevas alucinatorias, todo lo repartido por el manto de tierra
intermitentemente fértil.
Yehoshua iba sembrando ideas en su
cráneo, para que alguna de ellas diera frutos en algún momento, un fruto que
sostendría el proceso de llevar a cabo la práctica de aquella táctica
escapatoria. Recolectando varias bayas de colores exóticos, recogiendo nueces
amargas y ácidas, adornándose con bellas hojas, alegrándose con perfumes
silvestres, todo para mantenerse ocupado y nutrido hasta que abordase la noche
y los pastizales ominosos le permitieran extender su soñar por las tierras bajas. Lianas y fibras irían armando una
escalera de esfuerzo que le permitiría bajar cien veces la altura del palacio y
poder, finalmente, entregar su cuerpo a las amorosas aguas que reventaban
contra las bases de los árboles de nubes y que también daban lugar a exquisitas
playas en las mejillas de las dos colinas sembradas. Cuatro, cinco, seis y
siete, los soles fueron derritiéndose en el horizonte. Brotaron las estrellas
primas y a lo lejos se veía la retirada de un pequeño grupo de sembradores. La vista era hermosa, un
atardecer potenciado por la rivalidad sensual de siete lunas y siete soles.
Yehoshua, muy exhausto, salió del paraíso piramidal y de cara al atardecer
elevó sus brazos, la palma de sus manos acariciaban aquella peculiar luz que no
pertenecía ni al día ni a la noche, sino a otro lugar del universo que aprovechaba
las transiciones diarias para hacer promoción de su propia existencia, un guiño
de realidad y expansión etérea.
Arribó
la noche, una, dos lunas y Yehoshua ya estaba tendido en la terraza natural del
palacio; crecía entonces el frondoso matorral de sombra, las praderas oscuras y
los árboles ominosos germinaron por primera vez, una noche prometedora. Con las
palmas hacia el cielo, con el pecho hacia el infinito, con los pies hacia el
origen, con la frente hacia la Lepisma y con los ojos hacia sí mismo. El preludio correspondía a la cascada
racional en el valle del silencio. La
transición fue la erupción volcánica por encima del embalse de
pensamientos, el miedo solía brotar por encima de la lava… El intermezzo es siempre fugaz, pero trascendental; la golondrina
vuela cerca de la cara, pero no se debe atrapar. La ligereza era diferente, el
equilibrio ahora estaba sostenido por cuatro patas y abrigado por un curioso
pelaje canino. Yehoshua se encontraba inmerso en su soñar y acompañado de otros dos perros
de luz. Ágiles, veloces, atentos, contentos, corrían por entre las hierbas,
por encima de la tenue marea, saltaban por encima de los ápices pétreos de
aquellas colinas que despertaban paulatinamente de sus aposentos marinos. El
onironauta no comprendía hacia dónde se dirigían, de seguro Venus no se
encontraba entre ellos, Venus seguía durmiendo dentro de la geoda. Dieciséis
palmadas, dieciséis pasos percutiendo contra el agua, todos en la misma
dirección, en el mismo sentido y con la misma intención: llegar.
La frondosa selva de oscuridad se
difuminó, se abrió un claro inmenso y encima de él se encontraba la noche
estrellada. Las siete lunas estaban ordenadas y la imperiosa luz cargaba los
manchones en el pelaje de los tres canes, Yehoshua en ese momento sintió como
una energía potente y abrigada recorría las venas azules del animal en el que
se manifestaba. Todo era ahora más
claro, un flujo manganeso y fluorescente a ratos se repartía por las líneas de
la pradera; un rocío de igual color, pero esparcido en el aire, se entregaba a
las corrientes de viento que cortaban las aguas. Oscilaban las mareas,
oscilaban los pastizales, pero los perros se mantenían estables en su lugar,
enfrentando el oleaje esporádico con destellos de luz, destellos de amor. De pronto,
los dos perros desconocidos se detuvieron de golpe; Yehoshua se esforzó por
hacer lo mismo. Bajaron sus cabezas, rectaron sus orejas y el olfato dirigido
hacia el llegar. Un amanecer de
extrañísimas aves estruendosas reventó en el lugar. Las vibraciones provocaron
un aumento considerable en ese flujo luminoso en los pastizales y aquella
dolorosa luz se levantó enfrente de ellos, descubriendo un pequeño pueblo.
Grotescas imágenes se presentaron ahí mismo, unas edificaciones aparentemente
fúngicas, tan solo el contraste de éstas ante los ojos de los tres perros y por
detrás de ellos las ondas mezclándose con el cielo, al igual que los pájaros
entregados a su vuelo, escapando de aquello. El vientre de Yehoshua se
retorcía, un sudor frío y la agudeza de los oídos; entidades hablando en
idiomas extraños, bailando alrededor de fuegos verdes, ojos, bocas, pelo y
serpientes. Qué sensación más amarga, qué ganas de volver en sí, qué ganas de
abrazar a Venus y olvidar lo que presenciaba, olvidar que en Omilen antü se
estaba desarrollando una patógena civilización, pero oriunda del lugar. Un
desafío más anotado en la lista de la voluntad.
Los perros fueron descubiertos por
los oculares de uno de los pueblerinos, luego una fémina sollozaba con sus
cabellos y una bruja apareció en la esquina de la pradera. Fuego, miedo,
silencio, ruido, cantos, bailes, saltos, praderas, sombras, barrancos,
senderos, dunas, médanos, terrazas marinas, árboles de nubes, algunas acacias,
un oniscídeo y reventó la paciencia de los tres perros que escapaban del lugar
sin querer intervenir; sus vientres se alzaron y con la oración más pura de
compasión comenzaron a disparar amor a sus casi-captores. Algunos quedaron
embotados por las balas de consciencia, pero otros siguieron persiguiendo a los
intrusos más allá de los límites del claro. Una vez en aquella frondosa selva
de sombras, el miedo sembrado en la cervical del manifiesto de Yehoshua se
tranquilizó y varias semillas se mezclaron con la agitada marea que sostenía la
persecución, muchísimos cardos tóxicos germinaban y crecían tras el paso de los
perros, una barrera que los persecutores no pudieron superar, aterrados de la
realidad.
Despertó empapado en miedo, con el
corazón bailando y el segundo sol mirándole de frente. Había acabado. Un
pequeño pueblo había por ahí, por lo que había de tener cuidado ¿Qué sería de
Venus andando por la faz del planeta? ¿Sabría acaso él de la existencia de
estos violentos seres? Aunque Venus pudiese escuchar las súplicas de Yehoshua a
lo lejos, éste seguiría durmiendo.
“Resiste, aún estoy muy
cansado.”
Por
entre las auroras del horizonte, embestía la melodía de varias cuerdas…
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