viernes, 5 de septiembre de 2014

Acacia trébol


(...) Las escamas de agua fuéronse imbricando delicadamente, las crestas pétreas que se levantaban más allá de lo que el mar alcanzaba a abrigar se mantuvieron erectas, para poder observar con mucha esperanza en la piel el regreso de la vida a Omilen antü. Los peces vela no paraban de dispararse ante la superficie terrestre y los demás árboles de nubes, que crecían a distancias considerables, germinaban y se armaban con una rapidez vivaz.  Pronto, muy ponto, la tez más sincera del planeta se tiñó de verde esmeralda y el reflejo de los cuatro soles restantes, precedente a la llegada de las siete lunas, se expandía como acuarelas de sudor.
Yehoshua se encontraba impactado, estaba presenciando el parto de la vida a una magnitud jamás comparable, un mecanismo biológico y espiritual estaba dando rienda suelta a sus engranajes de luz, nubes y tierra; sin embargo, el viento se quizo hacer presente en la frondosa consciencia del viajero y grandiosas ráfagas entregó a las alturas arbóreas de donde se encontraba. Los mares armaron mareas y la marea se adornó de oleaje: el silencio se escapaba aún más y La Nada volvió a tomar su forma respectiva, un tamaño no tan extenso. La Vida y La Muerte, con sus dos instrumentos de creación, estaban repartiendo el plumaje del Tentuu por donde su recíproco se lo permitiese. El globo estaba siendo puesto en marcha y con esto varios otros hijos directos de la Lepisma comenzaron a abordar la atmósfera del lugar. En el prefacio, Venus y el Mar ausente; tiempo después, Yehoshua y el Tentuu; luego de la ofrenda de los dos instrumentos, La Vida y La Muerte. A pesar de esto, y de que todos los personajes nombrados se le hacían familiar a Yehoshua (incluso su propio ser), aquella vida detenida en el tiempo, la flora y la fauna oriunda de Omilen antü, eran expresiones fuertes de oscilaciones silvestres de la región ventral del auditor y, más aún, venidas de regiones totalmente dispersas y desconocidas de toda la experiencia que, al menos en esta vida, Yehoshua pudo acatar.
Las tres vitalidades vibraban en frecuencias distintas y en ritmos confusos, pero la trenza no se desnaturalizaba y se hacía compleja. 
En el cielo comenzó a hacerse notorio un rubor grisáceo, una colmena de entidades triangulares se acercaba a gran velocidad. Cuando el viajero pudo discernir mejor cada una de las figuras que, como todo en Omilen antü, poseían dimensiones exageradas; las geometrías que surcaban los cielos eran planas, muy negras y en la punta llevaban un círculo blanco con extrañas figuras en su interior: Los sembradores. Viajaban ágilmente, mucho más arriba de las cúspides arbóreas, se movían sincronizadamente hasta que comenzaron a dividirse en en grupos exactos, dos, cuatro, ocho. Seis grupos se marcharon más allá de lo que los oculares de Yehoshua alcanzaban a digerir, pero los dos restantes se posicionaron encima de las dos colinas más gruesas que no fueron cubiertas por el manto marino. La disposición de vuelo permutó a una señalización directa hacia el suelo, giraron perfectamente y de cara al auditor que desde lejos apenas podía comprender el curioso comportamiento. Aún desde mucha altura, comenzó la lluvia de siembra; las dos colinas madres fueron fertilizadas caóticamente por los triángulos. Uno a uno, los círculos rayados fueron puestos en la piel pétrea y aceptados, posteriormente, por la colina. Un recivimiento, claramente quien creó aquellas semillas utilizó como vector la perfecta entidad de los triángulos, y quien creó aquellas colinas decidió perfectamente hacerlas el mejor vientre de gestación para aquello que se aproximaba desde abajo. Las plumas del Tentuu comenzarían a ser expresadas, en parte, por estas semillas circulares.
Desde el nuboso follaje de los árboles de nubes, bajaban onsicídeos hijos del bermellón. Cada uno, del tamaño de una duna, llevaba en su coronilla una estatua femenina. Cuando el camino del tronco rocoso culminaba en la superficie marina, estos caminaban sobre ella con sus numerosas patas sin inmutarse, sin hundirse. La densidad de sus almas era tal, que podían competir con el mar. Pululaban por entre las mareas, las olas, las colinas, los árboles de nubes, y por sobre todo, por entre la presencia de Yehoshua y su frondosa consciencia. El árbol de nubes en el que se encontraba el viajero no soltó ni siquiera un oniscídeo bermellón, dio lugar a uno colosal que estaba teñido del mismo color del mar y en sus numerosas crestas llevaba numerosos acacias. Cada acacia tenía espinas de cristal, flores de estrella y sus hojas trifoliadas saludaban al mar y al cielo. Al mar y al cielo.
La fertilidad despertaba en Omilen antü, en cuanto este último onscídeo de belleza excepcional se hizo presente encima del agua. Las estatuas de mujeres comenzaron eclosionar y de cada una surgió una de carne y hueso. Yehoshua cerró los ojos y comenzó a sentir, así como pudo comprender a las herbáceas del interior del Palacio del Líquen, comprendió el alma de cada una de estas mujeres:
"Hay varias mujeres, tantas como cualidades de la vida...Una mujer maternal, Kalypthos, bajo la luz del parto; una mujer observadora, Hybisqha, en la brisa del sol; una mujer pasional, Pethunna, en el umbrío día; una mujer devocional, Feerraqta; en el suspiro de una flor; una mujer interpretativa, Simbolia, en la terracota piel; una mujer que danza, Hwarkia, en la blanca arena; una mujer que canta, Rubossa, en la frase del conocimiento; una mujer que esculpe, Khayel, en la parda piel; una mujer que se expone, Annattus, en la luz de más allá; una mujer que siente, Güanduur, en el agua del arrollo; una mujer que predice, Plumbeia, bajo la luz del futuro púrpura; una mujer que otorga esperanza, Biyanqah, en el cielo de un viaje."
En cuanto cada mujer nació de sí misma, Biyanqah se acercó a la base del árbol de nubes en el que se encontraba Yehoshua y allí dejó un recipiente. Se marcharon los oniscídeos, con sus respectivas féminas, anunciando la fertilidad a los otros sectores del planeta. El oniscídeo colosal, que no tenía mujer alguna en su lomo, se sumergió en el mar. Un silencio de impacto abordó el horizonte, pronto colonizaron las Siete Lunas el manto, las estrellas salieron al encuentro de las dificultades y un aire de cansancio brotó de las cienes del viajero. Parecía que se alcanzaba un equilibrio después de tanto magno cambio, pero aún faltaban eventos por ocurrir en la faz de la visión; aquel oniscídeo se hundió en las aguas profundas para encontrar una cerradura en la ominosa altura inversa de la consciencia de Yehoshua, bastó de un pulso de amor para que se diera lugar a la germinación. En cada colina que se alzaba por entre las sábanas de agua, aquellas dos del principio, el rocío de la metáfora se hizo concreto y un pólipo aéreo se hizo de la piedra dormida, la cuna de tantas semillas puestas por los sembradores. Una medusa brotó primero, y luego una radícula que se extendía desde la semilla hasta el corazón. Uno, dos, tres, cuatro cotiledones abrían sus orígenes hacia la no tan lejana Lepisma, para luego entregarse a la oscilación de la noche. Las medusas se iban despegando intermitentemente de la tierra, dejando un orificio en su lugar, lanzándose a la calma de la sombra y la luz de las Siete Lunas. Tantas especies vegetales curiosas que se iban esparciendo por el aire. En un espectáculo de belleza como este, Yehoshua se quedó dormido. El follaje ominoso sobrevivió y se las arregló para hallar el aire cubierto de mar, praderas de negrura en todo el lugar, matorrales de negro y aves cnidarios.
Su soñar se desplegó un momento eterno; ya no era un hombre, sino un extraño perro. Estaba entonces a los pies del primer árbol de nubes y en lo lejano, en los pies de otro árbol, se hallaba el soñar de Venus. Cuatro patas se movían intensamente por encima del agua y por las hierbas de sombra, rebotando, percutiendo, expandiendo un ritmo de amor por alcanzar al hijo del Nilo. El mar, las colinas, las medusas y sus plántulas, las praderas negras, nada se le hacía novedoso en su soñar; sin embargo, al llegar a los pies de este otro árbol, brotó una sorpresa de su vientre, Venus no era como le había visto en su profundo ojo derecho, sino que también era un extraño perro que dormía dentro de una geoda partida en dos. La sorpresa fue tal que despertó a Yehoshua, pero ya era de día. A pesar de que el paisaje era indescriptiblemente hermoso, una única imagen permanecía en toda la extensión de la frondosa consciencia: Venus hecho perro, dentro de la geoda, acariciado por verdes cristales, en esa isla nacida de un árbol y bajo el follaje verde de otro, una acacia trébol. Las medusas continuaban su tranquila expansión, así, así. Así lo hacían, de esta manera. Voltearon todas la vista hacia el cielo, también lo hizo Yehoshua con una deliciosa sensación de que su pregunta había sido respondida.

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