Un
sol. El vestido que traía puesto el manto, en esa precisa mañana, era más que
particular; el tinte cosmético oscilaba entre lo absurdo y lo olvidado, pero
jamás dejaba de ser bellísimo. Mirar mucho tiempo aquel amanecer podría ser
causa de muerte, hay almas que embisten las paredes de su cuerpo para escapar y
viajar eternamente con el amanecer; Yehoshua se sentía un poco así. Venus
seguía durmiendo, las lianas seguían creciendo, la trenza cada vez más cerca
del suelo. Una mañana particular, tal como el color que poseía, y flujos de
ponzoña dulce recorrían las cienes del viajero. Algo ocurría, la sed de su boca
no se saciaba con aquellas vertientes tan puras en el interior del palacio; el
frío en la espalda no se cubría con la luz de siete soles; la flor no se abría
con la brisa de siete lunas…
Dos soles. Recorriendo entre la
flora al interior del palacio, notó Yehoshua que la escalera de fibras que
arduamente iba trenzando ya poseía una longitud considerable; decidido a hacer
una prueba de su utilidad, amarró un extremo a un grueso tórax arbóreo y lo
extendió hasta la terraza exterior y aún continuaba con una gran extensión.
Lanzó el otro extremo al vacío y la punta se logró perder entre las nubes
foliadas más superficiales del grandioso árbol que sostenía el palacio. Gruesos
nudos habían sido dispuestos a lo largo de las lianas, de tal manera que los
débiles pies del viajero no resbalasen con facilidad. Cubrió el envés de sus
manos con hojas frescas y bajó lentamente, siguiendo el camino de su curiosidad.
La corteza del árbol de nubes correspondía a una serie miscelánea de cristales
y minerales dispuestos en láminas gruesas y verticales. “Un río grotesco”,
pensó. En su trayectoria vertical sentía más sensible la brisa, aunque ruidosa,
y ésta se iba atenuando conforme se acercaba a las primeras nubosidades de la
rama más alta. Un calor exquisito, una humedad alterna, una visión muy difusa
y, de pronto, por entre la fluida tez del árbol, se hizo visible la boca de una
caverna, justo al lado izquierdo de su trayectoria y tan solo a unos cuantos
nudos del extremo final de las lianas. En vez de volver a la seguridad de la
terreza, Yehoshua se balanceó hasta conseguir poner un pie en el suelo de la
caverna y con grave error, soltó su única conexión con el palacio. Meditó un
poco, se entristeció y luego se acuclilló para llorar un rato, con la barriga
llena, con la voluntad fofa, con la esperanza babosa. Un desfiladero de
insultos recorrían las quebradas de su cráneo, luego el Tentuu se paseaba muy
animado por las laderas, con sus llamativas plumas (que cambiaban su color
según el antojo de la luz) y más atrás caminaba Venus, con las escamas de sus
piernas reluciendo un verdor pantanoso. Las lágrimas secaron luego, su vientre
te tragó todo el berrinche y, de mala gana, se puso de pie para recorrer la
cueva.
Tres soles. La luz del tercer sol
iluminó en primera instancia el camino que Yehoshua debía recorrer. El punto
del horizonte por el cual emergía aseguraba un par de horas de luz, pero nada
de seguridad. Muchísimas crestas estaban dispuestas de lado a lado, pero ni
arriba ni abajo había púas que hicieran hostil aquel paseo, algo realmente
reconfortante. Brotaba del piso, no obstante, un magnífico césped de rojísimas
algas. El camino era bastante bello, el paseo se hacía cada vez más absorbente
y a ratos Yehoshua olvidaba estar perdido para siempre; creía, en su lugar, que
quizá en aquella cueva podría alimentarse y crecer, incluso llegó a creer en la
posibilidad de que la cueva diese lugar a los pies de árbol y entonces se
encontraría con la piel de Omilen antü. Divagaba inocentemente, y su paso se
vio interrumpido por la oscuridad incipiente, ya había pasado el tiempo en que
el tercer sol pasaba por los puntos benéficos, y la luz del camino se
difuminaba por entre sus córneas. Comenzó a correr y a llorar nuevamente, los
recuerdos estallaron en rubia lluvia en su cabeza. Se tropezó y uno de sus
dedos chilló dolorosamente; Yehoshua, volviendo un poco en sí, le pidió perdón
y en medio de la oscuridad su perdón germinó: más allá se hallaba un resplandor
magenta, que hacía de las algas y las espinas pétreas un vago preludio para lo
que estaba por venir. Con la vida coja, llegó torpemente ante el susurro de la
luz: una cúpula por dentro, un santuario de mármol, una gruta de meditación. Un arbusto entre rojo y verde poseía turgente
sus hojas, todas miraban al viajero con siete venas en la palma; sólo una
sensación de amor y respeto brotó del vientre del bípedo, quien lentamente se
acercó a la falda del arbusto y en ella notó que lo que parecía arena cubriendo
el suelo, en realidad era una macedonia de cristales y semillas.
“Come siete, hijo mío. Intenta
no rechazar tus entrañas y entonces conocerás… Sólo entonces conocerás…”
Una
transición desagradable brotó de cada poro en el lomo de Yehoshua, una cueva
estaba siendo recorrida en la mente del viajero. Parecía como si una metáfora
antropomórfica de aquella planta hubiese surgido desde el interior desde el
origen de la luz y le hubiese abrazado, antes de entrar por la cavidad presente
en el entrecejo; y mientras aquel hombre-planta caminaba por los senderos de la
experiencia, en las extremidades de Yehoshua se iban dibujando siluetas
lineales, se iban encogiendo y pronto resultó que su tamaño se había disminuido
a un tercio.
“Ya está, ahora eres un ave. Un
ave de viento. Anda, cántale a tu materia.”
El
hombre herbáceo tomó cuidadosamente a Yehoshua, hecho pájaro, entre sus
cariñosos brazos, lo llevó por donde vino. El trayecto, a pesar de ser el
mismo, lo percibía diferente, las algas no eran pequeñas, sino magníficas, y
las púas no eran púas, sino escrituras de inmensa sabiduría plasmadas en los
huesos de la caverna. La luz del día se acercaba y Yehoshua comenzó a
desesperarse, algo de improviso se venía con mucha rapidez. El hombre dejó a
nuestro pájaro sólo entre sus herbáceas manos y sin inmutarse lo lanzó más allá
del follaje nuboso. Yehoshua primero vio las hojas de vahos, luego la piel
pétrea del árbol, luego un ojo en cada uno de los tres soles, luego la lejana
imagen de otros tantos árboles de nubes, luego la superficie marina. Comenzaba
a caer, en espiral hacia el extremo suelo. La desesperación soltó carcajadas y
sus alas dibujadas se extendieron humildemente, nada más que eso hizo y la
grandeza del vuelo abordó los ojos del viajero: recorría Omilen antü desde
arriba y podía ver cómo una de sus sombras se iba proyectando, remota e
irregular, entre el oleaje ínfero. Las instrucciones del vuelo eran cariñosas
palabras del viento, las corrientes de aire hacían que virara en uno y otro
sentido, pero jamás aleteaba. Era un descenso dulce y paulatino, marcado por el
ritmo del frecuento reflejo de la luz solar impactando el agua. “Excelso”,
únicamente aquello se le venía a la difusa mente, “excelso…”.
Queriendo buscar explicación a
aquello que se retorcía en su vientre, quiso sentarse a meditar y evocar la
situación. Las lianas estaban allí a su lado, aun colgando, pero su coraje
estaba anulado. Trajo hasta su existencia el bellísimo ojo del ave de fuego y
creyó ver a Venus, a un Venus, pero Venus es único y además no tiene fuego…
¿Entonces qué sería? Cómo saberlo, las dudas eran tan grandes que iban
rompiendo la vida en su vientre. Optó por no maltratarse y echarse a dormir ahí
mismo. Se quedó mirando el horizonte, viendo cómo nacía la primera luna y en su
contraste se hizo presente la imagen de la mismísima medusa en la que estuvo
aquella mañana.
“Éste no es Venus, éste es
Mercurio. Te he extrañado, Mercurio.”
Mercurio
a lo lejos, quizá dónde, no pudo evitar mostrarse sincero ante la propuesta de
Yehoshua. Calló un momento y ocultó su sonrisa absurda haciéndole cariño a su
cabellera, tratando de ordenar sus creencias. Volteó y caminó hacia el pequeño pueblo, allí se perdió.
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