lunes, 15 de septiembre de 2014

Bajo el humo

Un sol. El vestido que traía puesto el manto, en esa precisa mañana, era más que particular; el tinte cosmético oscilaba entre lo absurdo y lo olvidado, pero jamás dejaba de ser bellísimo. Mirar mucho tiempo aquel amanecer podría ser causa de muerte, hay almas que embisten las paredes de su cuerpo para escapar y viajar eternamente con el amanecer; Yehoshua se sentía un poco así. Venus seguía durmiendo, las lianas seguían creciendo, la trenza cada vez más cerca del suelo. Una mañana particular, tal como el color que poseía, y flujos de ponzoña dulce recorrían las cienes del viajero. Algo ocurría, la sed de su boca no se saciaba con aquellas vertientes tan puras en el interior del palacio; el frío en la espalda no se cubría con la luz de siete soles; la flor no se abría con la brisa de siete lunas…
            Dos soles. Recorriendo entre la flora al interior del palacio, notó Yehoshua que la escalera de fibras que arduamente iba trenzando ya poseía una longitud considerable; decidido a hacer una prueba de su utilidad, amarró un extremo a un grueso tórax arbóreo y lo extendió hasta la terraza exterior y aún continuaba con una gran extensión. Lanzó el otro extremo al vacío y la punta se logró perder entre las nubes foliadas más superficiales del grandioso árbol que sostenía el palacio. Gruesos nudos habían sido dispuestos a lo largo de las lianas, de tal manera que los débiles pies del viajero no resbalasen con facilidad. Cubrió el envés de sus manos con hojas frescas y bajó lentamente, siguiendo el camino de su curiosidad. La corteza del árbol de nubes correspondía a una serie miscelánea de cristales y minerales dispuestos en láminas gruesas y verticales. “Un río grotesco”, pensó. En su trayectoria vertical sentía más sensible la brisa, aunque ruidosa, y ésta se iba atenuando conforme se acercaba a las primeras nubosidades de la rama más alta. Un calor exquisito, una humedad alterna, una visión muy difusa y, de pronto, por entre la fluida tez del árbol, se hizo visible la boca de una caverna, justo al lado izquierdo de su trayectoria y tan solo a unos cuantos nudos del extremo final de las lianas. En vez de volver a la seguridad de la terreza, Yehoshua se balanceó hasta conseguir poner un pie en el suelo de la caverna y con grave error, soltó su única conexión con el palacio. Meditó un poco, se entristeció y luego se acuclilló para llorar un rato, con la barriga llena, con la voluntad fofa, con la esperanza babosa. Un desfiladero de insultos recorrían las quebradas de su cráneo, luego el Tentuu se paseaba muy animado por las laderas, con sus llamativas plumas (que cambiaban su color según el antojo de la luz) y más atrás caminaba Venus, con las escamas de sus piernas reluciendo un verdor pantanoso. Las lágrimas secaron luego, su vientre te tragó todo el berrinche y, de mala gana, se puso de pie para recorrer la cueva.
            Tres soles. La luz del tercer sol iluminó en primera instancia el camino que Yehoshua debía recorrer. El punto del horizonte por el cual emergía aseguraba un par de horas de luz, pero nada de seguridad. Muchísimas crestas estaban dispuestas de lado a lado, pero ni arriba ni abajo había púas que hicieran hostil aquel paseo, algo realmente reconfortante. Brotaba del piso, no obstante, un magnífico césped de rojísimas algas. El camino era bastante bello, el paseo se hacía cada vez más absorbente y a ratos Yehoshua olvidaba estar perdido para siempre; creía, en su lugar, que quizá en aquella cueva podría alimentarse y crecer, incluso llegó a creer en la posibilidad de que la cueva diese lugar a los pies de árbol y entonces se encontraría con la piel de Omilen antü. Divagaba inocentemente, y su paso se vio interrumpido por la oscuridad incipiente, ya había pasado el tiempo en que el tercer sol pasaba por los puntos benéficos, y la luz del camino se difuminaba por entre sus córneas. Comenzó a correr y a llorar nuevamente, los recuerdos estallaron en rubia lluvia en su cabeza. Se tropezó y uno de sus dedos chilló dolorosamente; Yehoshua, volviendo un poco en sí, le pidió perdón y en medio de la oscuridad su perdón germinó: más allá se hallaba un resplandor magenta, que hacía de las algas y las espinas pétreas un vago preludio para lo que estaba por venir. Con la vida coja, llegó torpemente ante el susurro de la luz: una cúpula por dentro, un santuario de mármol, una gruta de meditación. Un arbusto entre rojo y verde poseía turgente sus hojas, todas miraban al viajero con siete venas en la palma; sólo una sensación de amor y respeto brotó del vientre del bípedo, quien lentamente se acercó a la falda del arbusto y en ella notó que lo que parecía arena cubriendo el suelo, en realidad era una macedonia de cristales y semillas.
“Come siete, hijo mío. Intenta no rechazar tus entrañas y entonces conocerás… Sólo entonces conocerás…”
  Una transición desagradable brotó de cada poro en el lomo de Yehoshua, una cueva estaba siendo recorrida en la mente del viajero. Parecía como si una metáfora antropomórfica de aquella planta hubiese surgido desde el interior desde el origen de la luz y le hubiese abrazado, antes de entrar por la cavidad presente en el entrecejo; y mientras aquel hombre-planta caminaba por los senderos de la experiencia, en las extremidades de Yehoshua se iban dibujando siluetas lineales, se iban encogiendo y pronto resultó que su tamaño se había disminuido a un tercio.
“Ya está, ahora eres un ave. Un ave de viento. Anda, cántale a tu materia.”
  El hombre herbáceo tomó cuidadosamente a Yehoshua, hecho pájaro, entre sus cariñosos brazos, lo llevó por donde vino. El trayecto, a pesar de ser el mismo, lo percibía diferente, las algas no eran pequeñas, sino magníficas, y las púas no eran púas, sino escrituras de inmensa sabiduría plasmadas en los huesos de la caverna. La luz del día se acercaba y Yehoshua comenzó a desesperarse, algo de improviso se venía con mucha rapidez. El hombre dejó a nuestro pájaro sólo entre sus herbáceas manos y sin inmutarse lo lanzó más allá del follaje nuboso. Yehoshua primero vio las hojas de vahos, luego la piel pétrea del árbol, luego un ojo en cada uno de los tres soles, luego la lejana imagen de otros tantos árboles de nubes, luego la superficie marina. Comenzaba a caer, en espiral hacia el extremo suelo. La desesperación soltó carcajadas y sus alas dibujadas se extendieron humildemente, nada más que eso hizo y la grandeza del vuelo abordó los ojos del viajero: recorría Omilen antü desde arriba y podía ver cómo una de sus sombras se iba proyectando, remota e irregular, entre el oleaje ínfero. Las instrucciones del vuelo eran cariñosas palabras del viento, las corrientes de aire hacían que virara en uno y otro sentido, pero jamás aleteaba. Era un descenso dulce y paulatino, marcado por el ritmo del frecuento reflejo de la luz solar impactando el agua. “Excelso”, únicamente aquello se le venía a la difusa mente, “excelso…”.
           
Creyendo que sería un eterno estado de equilibrio, su voluntad tomó riendas del vuelo y sus alas aletearon en honor al infinito, aunque pocas veces; en tan solo un instante Yehoshua se encontró pisando la arena con sus pies de ave. Estaba en una isla pequeña, a lo lejos pudo divisar el grandísimo árbol de nubes en el cual estaba varado el Palacio del Liquen, también logró divisar el árbol en el cual vio a Venus, durmiendo dentro de una geoda. En esta pequeña isla no había mucho que recorrer, había unas raras inscripciones en la arena, que marcaban la diferencia con las otras coloraciones por notarse un poco más oscura y fina que sus hermanas meteorizadas. La pequeña isla comenzó a vibrar, poco a poco los deliciosos poemas que recitaba la marea fueron disminuyendo su volumen y para cuando Yehoshua logró llegar al borde de la isla tomó consciencia de que se elevaba; concluyó, naturalmente, que aquello que creyó era una isla era en realidad una de esas medusas fertilizadas por los sembradores. Siguió recorriendo la isla, con un torpe paso. Su instinto le decía que había algo más que tan solo la medusa y él. Germinaron tres plantas en la cúspide de la isla, luego Yehoshua se decidió ir allí, esperando por una mejor vista y un mejor entendimiento de la situación, y se encontró con otro pájaro, un pájaro de fuego. Éste estaba comiendo de algunas semillas negruzcas muy cercanas a las plántulas, Yehoshua pensó que sería algún habitante de ese malicioso pueblo, pero en cuanto en la consciencia del ave de fuego brotó la presencia del viajero, sus ojos se encontraron, una vertiente de familiaridad llenó en pecho de las dos aves y un reencuentro espiritual dio fin a la escena. El viajero despertó muy helado en la terraza del palacio, ya era el atardecer.
            Queriendo buscar explicación a aquello que se retorcía en su vientre, quiso sentarse a meditar y evocar la situación. Las lianas estaban allí a su lado, aun colgando, pero su coraje estaba anulado. Trajo hasta su existencia el bellísimo ojo del ave de fuego y creyó ver a Venus, a un Venus, pero Venus es único y además no tiene fuego… ¿Entonces qué sería? Cómo saberlo, las dudas eran tan grandes que iban rompiendo la vida en su vientre. Optó por no maltratarse y echarse a dormir ahí mismo. Se quedó mirando el horizonte, viendo cómo nacía la primera luna y en su contraste se hizo presente la imagen de la mismísima medusa en la que estuvo aquella mañana.
“Éste no es Venus, éste es Mercurio. Te he extrañado, Mercurio.”

Mercurio a lo lejos, quizá dónde, no pudo evitar mostrarse sincero ante la propuesta de Yehoshua. Calló un momento y ocultó su sonrisa absurda haciéndole cariño a su cabellera, tratando de ordenar sus creencias. Volteó y caminó hacia el pequeño pueblo, allí se perdió.

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