viernes, 14 de junio de 2013

Epitafio de Dios

“Rav Yehuda dice, hay doce horas en un día. En las primeras tres horas Dios se sienta y aprende el Torá, las segundas tres horas él se sienta y juzga el mundo. Las terceras tres horas Dios alimenta al mundo entero... el cuarto periodo de tres horas Dios juega con el Leviatán.”
Talmud, Avodah Zarah.

Cuando la creadora total del universo, la lepisma saccharina, decidió por crear un planeta donde alguna de sus especies tuviera el síndrome de la morbosidad explicativa, también creó a un personaje que les calmara tal necesidad con fuertes dosis de fe. El insecto se liberó de desarrollar aún más las incipientes formas de vida que sembró en tal planeta, entonces dejó a esta recién nacida ánima a cargo de todo y le confirió todo el crédito, además de una porción del poderoso sentimiento de creación, esa deliciosa, sublime y liviana bocanada de éter para concretar lo que ni abstracto puede ser llamado. El chiquillo, por su parte, se deleitaba y desvelaba con tanta belleza bacteriana y vegetal sumergida en una inmensa charca a la intemperie de toda la galaxia. Pronto proliferaron en número y calidad tales especies y comenzaron a seguir el árbol evolutivo que el pequeño había construido en la tierra, que hizo surgir al manosear las placas tectónicas del mundo. Algunos pocos millones de años más tarde, la cantidad de especies en el mar fue tal que la masa verdosa tornó a reflejar el color del espacio, pero pronto los gases excretados por los seres vivos generaron una impecable atmósfera que cambiaría para siempre el anaeróbico destino del planeta. Desde las superficies levantada por las imponentes cordilleras se posaba el niñito para admirar su diminuta obra y agradecía eternamente al creador por haberle otorgado tal maravillosa vida, tanto que decidió por escribirle un cuento hinchado de alegorías y alimentado con metáforas de complejidad divina, codificado al punto máximo. Unos pocos millones de miles de cientos de años más tarde, aquellos seres con síndromes de morbosidad le llamarían Biblia, Talmud, Torah, Enûma Erish, Tenchikaibyaku, entre otras tantas paráfrasis del libro que, además de ser distorsionadas y mal interpretadas, fueron atribuidas a un impostor forastero que se hizo llamar “Dios”.
Cuando el hombrecito decidió crear un continente único, después de haber desarrollado distintas especies tan variadas y coloridas en cualidades asentadas en los islotes de cordilleras y volcanes solitarios, procuró que las formas de vida compartieran entre si y se formara un increíble espectáculo de interacción y variabilidad, incluso mayor que en las profundidades azules. Un día, conversando con la lepisma saccharina  en una de sus necesarias visitas sobre consejos, el insecto despertó en el muchachito una necesidad de creación algo narcisista y colosal; el niño había sido un delicado creador y había olvidado que en el universo entero hay también cosas grotescas y espectaculares, como las estrellas que mueren, las distorsiones espaciales, el bostezo de una galaxia, las criaturas magníficas inventadas por sus hermanos ánimas en otros planetas y, por sobre todo lo demás, el fastuoso planeta de las quimeras. El jovencito se fue a dormir al núcleo de su planeta con un deseo hambriento en el vientre, pero no dejó que la curiosidad de su propia imaginación le desvelase como antes lo hacía y se acurrucó con el magma, se aferró a los metales líquidos y se durmió con el magnetismo. Cuando hubo despertado, una reluciente idea trino le estremeció todo, le hizo vibrar hasta la partícula más reciente y obvia. Hizo una pequeña trampa temporal y sacó de evoluciones futuras a tres animales para metaforizarlos en algo magnífico y colosal: el Ziz, para que le acompañase en esos paseos con carácter de revelación que realizaba a los inesperados paraderos de la lepisma saccharina; el Behemoth, para que jugaran y defendieran al continente de los polvos cósmicos y otras ánimas embriagadas de libertinaje; por último, al favorito, el Leviatán. Si no hubiese sido por este animal, este pez, todas las formas de vida que no fuesen vegetales que todavía se desarrollaban vagamente en las profundidades seguirían como tal. La figura tan inteligente, tan llena de minerales en sus imbricadas escamas, tan viva y feliz, despertaba en cada una de las primitivas formas de vida la necesidad de evolucionar y jugar por las aguas tal como lo hacían el muchachín y el Leviatán. El magno ser se desplazaba tan elegantemente entre todas las amebas de descomunal tamaño, entre las numerosas medusas, entre los glaciales y géiseres submarinos, entre las islas nuevas y las viejas, entre los pólipos, anémonas, corales, colonias de plancton, gusanos de mar, insectos marinos, estrellas de mar, lampreas y proto-péces; así oscilaba entre todas las expresiones de vida y las motivaba tanto a conocer las aguas, como salir de ella. El joven se sentía tan orgulloso de su creación, tan asombrado estaba de lo que podía crear en el planeta sin los poderes que la lepisma le había otorgado que olvidó que allí arriba en la superficie también se desarrollaban embrionarios seres de naturaleza morbosa y explicativa.
2
                Un bermellón día, el jovencito se dignó a salir a la superficie. Había olvidado cómo se veía el sol desde afuera del agua e hizo de su cuerpo una estructura concreta de células para poner la espalda de cara al astro. Behemoth no se aparecía por la playa, Ziz andaba quizá por lo lejos. Más allá de la orilla se encontraba una densa selva, y cerca de allí se situaban los manglares del lugar. EL chiquillo descansaba sentado en la arena, desnudo miraba cómo a lo lejos su Leviatán brincaba entre las olas y las hacía estallar en su propio cuerpo, tal era el poder de su criatura más bella. Por un momento, quiso sentir lo que era el dolor; tomó una piedra pequeña y con energía se golpeó la mano izquierda. El hematoma del golpe no le causó sensación alguna, quedó desconforme y fue apenas a las cortinas del frondoso concentrado vegetativo por una espina, se la clavó en el dedo meñique y sangró. El pequeño se sintió diferente, sintió que le abordaba algo, sintió que se agarraba de otra cosa y pronto comenzó a percibir el peso del aire sobre sus hombros. Caminar se le hacía tarea algo compleja, respirar lo era también. Por algo extraño ubicado en su vientre, se dirigió hacia el interior del bosque en busca de algo que ni siquiera se había definido como noción en su cuerpo; era real, era concreto, era doloroso tener que visualizar con ojos que no le pertenecían un sangriento banquete de su Behemoth en mandíbulas de grotescos hombres primitivos. El pequeño no pudo soportar la situación, esta masacre a su más perfecto guardián de la tierra no tenía sentido ni finalidad. La desesperación entumió todo su cuerpo y se desgarró todos los músculos para poder deshacerse de donde se encontraba, se desplazaba con dificultad entre las lianas de la selva en busca del resplandor de la playa, en busca de la salvación de su Leviatán. La extraña sensación de dolor, novedosa en esta ánima que decidió hacerse carne, se expandía y reproducía por su frágil figura: primero fue en el meñique; luego fue en las laderas de sus brazos, rasguñados por su miedo entre los confiados árboles; de pronto aparecían destellos dolorosos por toda su espalda hasta que uno de ellos logró atravesar su pecho y presentarse como una filuda piedra, una flecha. Cayó sobre la arena. Fue una odisea arrastrarse hasta las cercanías del agua y de alguna manera susurrar a su Leviatán el último capítulo de su libro, para la lepisma, y le llamarían Armagedón. Sería el final de su mundo, la muerte de un dios. Cuando los carnívoros seres se aproximaban a su más actual presa, la marea dejó de ser un suave cariño sobre el cuerpo inerte, sino que se agarraba con fuerzas y fluía de una manera inexplicable. Los aborígenes se atumultuaron con los ojos sorprendidos y la boca muy abierta, un magnífico y colosal pez oblongo levantaba la cabeza empapado de expresiones furiosas y volcánicas. El sabio Leviatán devoró a su creador despedazándolo y desfigurándolo lo mayor posible, con una importante finalidad. El muchacho, además de susurrarle el final de su cuento, le dijo lo crudo que se volvería el mundo si Behemoth permitía que la morbosidad y la explicación, sin embargo sería peor si el hombre osara a internarse en las dunas marinas. El Leviatán plantó una semilla de miedo crujiente en los corazones de los aborígenes, dejó una colonia de esporas en la memoria colectiva y de allí nacieron todos los miedos al mar. Las profundidades marinas se volvieron entonces un lugar de misterio y altas presiones; un lugar que aloja todos los huellas de la historia del planeta, sedimentándolos en quizá qué lugar y dando origen a una millonada de especies marinas alimentadas por los recuerdos y el historial de tales vestigios; una pared evolutiva que por obra de la casualidad dejó a los seres marinos una leve ventaja con respecto al ser de naturaleza morbosa.
Así fue como el Leviatán comenzó a desarrollar una potente guerra contra el hombre, luego de que los aborígenes fuesen desplazados por una nueva cultura traída desde las estrellas, se dio lugar a una especie antropomórfica aún peor: el humano destructor. Nada podía empeorar luego de que uno de los creadores de la nueva raza decidiera por titularse como Dios y dejar su imperio de cristiandad como una inversión a futuro lejano. Es entonces cuando las inmensas interpretaciones y limitaciones del libro escrito por su creador fueron distorsionadas para dejar al Leviatán como un monstruo digno del diablo. He aquí el origen de la mitología de tan espectacular animal.

Por otro lado, Ziz escapó a la guarida de la lepisma saccharina, se fundió con el oxímoron y comunicó al insecto la defunción de una de sus obras con más futuro. La lepisma, por su parte, decidió olvidarse de ese planeta por algún tiempo. El leviatán estaría recolectando durante toda su vida a los grandiosos seres repartidos por toda la superficie submarina, para que el hombre jamás tuviese contacto alguno con las formas de vida que algún día estuvieron en el vientre del planeta, en la cuna del pequeño. 

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