viernes, 8 de marzo de 2013

Crisantemo




No sé cómo empezar. Tal vez las nubes que me llevaron al paradero de esta fémina tan hermafrodita podrían ser un buen punto de partida. Mejor es partir por los trozos de verde y ponzoñoso que se apoderó de mis pulmones, enfrascados por mi crujiente exoesqueleto. Incluso es mejor partir por el momento en que uno de mis tentáculos se separó tanto del otro que dejaron de percibir la misma realidad, como espasmo del envenenado aire. A veces, creo que es mejor comenzar diciendo que uno de mis ojos terminó visualizando al cielo, esa degradante cadena de clores sometida a los bochornos de la atmósfera y la humedad que irrita. No, prefiero empezar el relato contando que el otro ojo atravesó la barrera de lo ordinario y terminó visualizando todo como un geométrico mapa de explicaciones. Lindo sería darle inicio a todo esto describiendo las nubes que desfilaron en la hora que separa los dos mundos, en la hora que los cálidos colores del sol, despidiéndose, son regalados como pétalos de fortuna fogosa y luego son enfriados por la inmensidad del terreno de los diableros, creando una maléfica inestabilidad en esas esponjosas masas de agua, creando una catarsis dicromática que pasa por un adorado infierno de terracota hacia los desiertos invernales del blanco somnoliento, los dos lados de la nube sobrepuestos en el panel azuloso o celeste que se funde con lo que queda de cielo. Definitivamente es una buena opción comenzar por la parte en que mi otro ojo, el hostil, me entregaba información errónea, alucinatoria, falsa, poco concreta, de un camino eternamente cernido de crisantemo desmenuzado; primero los blancos, luego los amarillos, luego los naranjas y por último los fucsias, un sendero inundado de flores descompuestas que le hacían avanzar en la ceguera y desembocar en una esquina del ovalado planeta que residimos, desembocar en la estrafalaria figura de una mujer sentada por allí mismo con un cigarro de quizá que cosa en la mano, el humo que fragantemente escapaba de sus ominosos labios, horizontalmente, se concentraba en enamorar las verticales miradas de hollín que soltaba el cigarro: es espectáculo de la fumada concluía en ocasionales nubes de esponjosa realidad, que marchaban una tras otra por el desfiladero de los mundos para disfrutar sus conciencias recién nacidas, de la boca de aquella obscura fémina. Quizá me decida por empezar relatando la cautelosa sensación que resonó en todo el mucus de mi cuerpo, una experiencia que unió su feminidad promiscua con la verdadera hermafrosidad de mi existir, fue casi escuchar armonizar el lamentoso llanto de un violín mecánico, la risa de un cello de carne y la seriedad matemática de la viola, escuchar un color azufre entre los tres estados que se adentraban en mi metabolismo, en el mis pulmones y en toda la sangre que recorría las viscosidades de mi ser. 
Prometo iniciar todo esto, de la mejor manera, en el momento en que las tres imágenes se sobrepusieron una sobre la otra, la mujer escondida en una realidad tan aparta, fumándose lo irónico del mundo, mirándome como si tuviera respuesta a cada una de sus bocanadas esparcidas por la imagen de su pelo negruzco y sus pestañas; el atardecer de una ciudad ahogada por el atardecer de las nubes despidiéndose del sol y de toda la infamia humana; la visión propia con los tentáculos y los ojos desorbitados, fuera de contexto, separándome eficientemente de cada uno de los metales pesados que llenaron mi vida y mi concha del placer mineral. Un gasterópodo coexistiendo en el poli cromático lomo de una amanita muscaria, que a su vez está perdida en incierto paraíso del chrysanthemum, perteneciente a la extravagante damisela, en algún lugar de Ju-Xian. Ya sé por dónde empezar, aproximadamente mil quinientos años antes de ese adorado Cristo…Pensaba que hasta los pétalos le pertenecían al Emperador Amarillo.

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