No sé cómo empezar. Tal vez las nubes que me llevaron
al paradero de esta fémina tan hermafrodita podrían ser un buen punto de
partida. Mejor es partir por los trozos de verde y ponzoñoso que se apoderó de
mis pulmones, enfrascados por mi crujiente exoesqueleto. Incluso es mejor
partir por el momento en que uno de mis tentáculos se separó tanto del otro que
dejaron de percibir la misma realidad, como espasmo del envenenado aire. A
veces, creo que es mejor comenzar diciendo que uno de mis ojos terminó
visualizando al cielo, esa degradante cadena de clores sometida a los bochornos
de la atmósfera y la humedad que irrita. No, prefiero empezar el relato contando
que el otro ojo atravesó la barrera de lo ordinario y terminó visualizando todo
como un geométrico mapa de explicaciones. Lindo sería darle inicio a todo esto
describiendo las nubes que desfilaron en la hora que separa los dos mundos, en
la hora que los cálidos colores del sol, despidiéndose, son regalados como
pétalos de fortuna fogosa y luego son enfriados por la inmensidad del terreno
de los diableros, creando una
maléfica inestabilidad en esas esponjosas masas de agua, creando una catarsis dicromática
que pasa por un adorado infierno de terracota hacia los desiertos invernales
del blanco somnoliento, los dos lados de la nube sobrepuestos en el panel
azuloso o celeste que se funde con lo que queda de cielo. Definitivamente es
una buena opción comenzar por la parte en que mi otro ojo, el hostil, me
entregaba información errónea, alucinatoria, falsa, poco concreta, de un camino
eternamente cernido de crisantemo desmenuzado; primero los blancos, luego los
amarillos, luego los naranjas y por último los fucsias, un sendero inundado de
flores descompuestas que le hacían avanzar en la ceguera y desembocar en una
esquina del ovalado planeta que residimos, desembocar en la estrafalaria figura
de una mujer sentada por allí mismo con un cigarro de quizá que cosa en la
mano, el humo que fragantemente escapaba de sus ominosos labios, horizontalmente,
se concentraba en enamorar las verticales miradas de hollín que soltaba el
cigarro: es espectáculo de la fumada concluía en ocasionales nubes de esponjosa
realidad, que marchaban una tras otra por el desfiladero de los mundos para disfrutar
sus conciencias recién nacidas, de la boca de aquella obscura fémina. Quizá me
decida por empezar relatando la cautelosa sensación que resonó en todo el mucus de mi cuerpo, una experiencia que
unió su feminidad promiscua con la verdadera hermafrosidad de mi existir, fue
casi escuchar armonizar el lamentoso llanto de un violín mecánico, la risa de
un cello de carne y la seriedad matemática de la viola, escuchar un color
azufre entre los tres estados que se adentraban en mi metabolismo, en el mis
pulmones y en toda la sangre que recorría las viscosidades de mi ser.

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