Después de
ofrendar novecientos noventa y nueve humanos perdidos en los sueños, el octavo
de los ocho cadáveres comenzó a
cuestionar su labor; al menos él tuvo el tiempo suficientemente aprovechado
como para desarrollar pensamientos superiores a los que su primitiva raza le
permitía llegar y, por novedad, sacó conclusiones que le significaron un cambio
de rumbo en su eterna labor de sacrificios. Sólo esperó a encontrarse con un
errante humano más en la faz de la tierra para encontrar las escusas que le
faltaban y desistir con la hecatombe silenciosa y somnolienta. Se acercaba el
milenio de su empresa y finalmente encontró al hombre milenario, ese personaje
que sería la ofrenda numero mil de todas sus ofrendas y la definitiva, la
última. El humano era la más fiel representación de este cadáver en sus tiempos
mozos; era aquel joven de bellas y tostadas facciones emocionado de vivir,
deslumbrado por lo que su gente llama “sueños” y enamorado de la muerte. El
cadáver vio en el joven durmiente su propia salvación, su suicidio. Se superó,
cambió lo abstracto que era el material que componía sus células y se volvió
tangible por unos minutos, se paró encima del hombre milenario, le tomó la
cabeza con las dos manos y le besó la frente, el humano despertó y le miró a
las vacías cavidades oculares. El cadáver le recitó:
“Parece siniestra la labor de los cadáveres, a pesar de que quisieran
unificar a las dos personalidades oníricas más abundantes del planeta. Mil años
han pasado desde mi sacrificio, y quién sabe cuántos otros miles deberán
pasar.”
El joven se quedó muerto entre las frías manos del cadáver y calló en su
lecho cuando el material que conformaba al homicida volvió a ser intangible.
El octavo cadáver escapó del lugar, sentía una nebulosa sobrecogedora en
el interior de sus pieles muertas y se escondió de sus otros siete compañeros y
compañeras de labor. El poderoso sentimiento que se desarrollaba en su vientre
simulaba un aleteo continuo y el estremecimiento de polvos raros. Otro destello
de pensamiento se originó su vacío cráneo y se apresuró en concretar las
imágenes que allí se originaban: la octava piedra, en la que fue sacrificado,
debía ser entibiada por el sol y en ella debería volver a morir. Cumplió con
todo excepto con un detalle, la polilla, el
verdadero poseedor de la muerte. Esperó allí, desesperanzado, alguna solución,
algún otro destello de pensamiento, algo erróneamente inesperado. Lo único que
surgió de aquel montaje fue el poderoso sentimiento en su vientre, el aleteo
polvoriento. El cadáver recordó que la polilla estaba la izquierda de todos los
hombres en el momento que fueron despojados definitivamente de la vida,
entonces se levantó y se dirigió hacia su izquierda. Como en aquel momento daba
la espalda al mar, el personaje eligió tal camino, a pesar de las dificultades que
comprendía el viajar sobre o por debajo del mar. Su cuerpo de consistencia
pobre se quedó sobre la piedra y el mar, el camino hacia la izquierda, se abrió
ante él. Olvidó sus temores y preocupaciones, olvidó las ofrendas y olvidó los
sueños. Sentía la frescura de la arena entre la carne de sus pies y la húmeda
brisa del agua en sus fuertes hombros. Veía con claridad del curioso pasillo
que se formó entre las dos paredes de agua, veía a las bestias del mar
acercándose, cruzando el tramo inexistente y llegando al otro lado. La
frontera, el sendero, era únicamente para él, la polilla lo había creado. De esta manera el octavo de los ocho cadáveres desapareció y sólo
quedaron siete en la eterna empresa del ofrendar. Curiosamente el octavo
cadáver ofrendó al último de los humanos que tenían esencia de la tribu en sus
cuerpos.
Caminó sin cansarse, notó cómo crecían las paredes del mar debido a la
profundidad que iba alcanzando en su viaje, caminó hasta que la luz del sol ya
no llegaba directamente, sino que era un haz de luz distorsionado por el vaivén
de las mareas el que llegaba a tocar la piel en la cara del revivido ser. Se
detuvo, tocó su cuerpo y comenzó a llorar de alegría, de pena, sintió todo el
dolor acumulado en estos mil años de agonizante tarea. Pensó en volver, después
de recuperar su cuerpo y su vida, pero sería inútil dejar de lado esta nueva
empresa que se le había impuesto. Ya no eran los perros oscuros quienes le motivaban a seguir, pues su tarea de
ofrendado había terminado, sino que era la
polilla quien lo llamaba de su eterna izquierda, quien lo llamaba desde el
final de ese camino submarino. Comenzó a correr cuando sintió que desaparecía
ese sentimiento en su vientre, creyó que cuando el aleteo estuviese tan tenue
como el silencio ese camino entre mares se cerraría y se ahogaría ahí mismo. El
aleteo polvoriento de su interior salía de su cuerpo como un río, fluyendo,
creando su propio sendero hídrico. De la arena comenzaron a surgir plantas
marinas, raras, primitivas, las originales, plantas que hablaban incesantemente
al hombre. Luego la tierra cambió, la humedad y todas las condiciones variaban
a medida que aparecía una planta terrestre en ese fondo marino privado de mar.
El hombre miraba algunas plantas y recordaba haberlas visto en su vida pasada. La polilla comenzó a hablarle finalmente
en conjunto con todas las plantas que oscilaban en torno al viajero en el
sendero, le enseñaban sobre todo el poder que había en la tierra, sobre las
distintas formas de acercarse a la realidad y la necesidad de un “contraste”
para aprender y el “capullo” para madurar. El joven fue aprendiendo, su mente
estaba increíblemente abierta y buscaría una manera de explicárselo todo a sí
mismo, sin sobrepasar esos límites de explicación que llevaron a la morbosidad
del hombre a extremos horribles de investigación, extremos en que alejan las
respuestas y se inventan o creen ver la solución. Las plantas de distintos
lugares del planeta le dijeron que tenía que enseñar a todos los hombres
correspondientes una cualidad distinta a la de las “personalidades oníricas”, pues esta podría ser adquirida y sólo
dependía de la voluntad de quien desea aprender sobre la realidad. Si bien la personalidad onírica se basaba en la
genética, la personalidad psicotrópica se
otorgaba de distintas maneras, nada en ella aseguraba que los poseedores de
ésta fueran capaces de poder utilizarla y ejercer verdaderos viajes o recoger
verdaderos conocimientos con ella. La nueva tarea sería entrenar a los hombres,
enseñarles sobre cómo ser un guerrero, un psiconauta,
la vía peligrosa para llegar a la realidad.
El hombre caminó un período de tiempo inmedible, pero todo su viaje se
desplomó en un instante; cuando la lluvia de información se terminó de alojar
en el cráneo del conocedor, este se encontró en la entrada de la aldea más
grande de su antigua tribu. Le atendieron, no le reconocieron, habían olvidado
el suceso de los sueños. Sin problemas acogió la lengua modificada de sus pares
y comunicó a ellos la importancia de las plantas en la vida del hombre, comenzó
toda su tribu a volverse eruditos de la flora, todos seguían los sabios
conocimientos del primer chamán
llegado de la nada, empapado y con los pies arenosos. Aprovecharon para conocer
lo hermoso que era la selva, las cosas inmensas que contenía y que no podían
mirarse con los ojos, que debían acogerse con más de un sentido y otras tantas
que ni siquiera podían comunicarse entre ellos. El mismo chamán se sentía
orgulloso de lo hábil que se había vuelto su tribu, pero olvidaba la labor
puesta sobre él. Un día en que todos los habitantes de la tribu disfrutaban de
un amargo brebaje para conectarse y conversar con las piedras, la polilla hizo aparición. En medio de todo el gentío
ella se posó en la frente del chamán, despojándolo de la vida. Como todos los
demás humanos en aquella tribu comprendían a la perfección este tema, no
lloraron la muerte de grandioso maestro. El insecto hizo la advertencia a todos
los presentes y se marchó. El cuerpo del difunto se deshizo en la tierra, se
dividió por colores y un mapa del mundo quedó ahí, plasmado en el suelo. Los
aldeanos se arreglaron entre sí, se despidieron para nunca más volver a
encontrarse y partieron en direcciones distintas, en busca de las otras tribus
ignorantes, faltas de conocimiento y cercanía con el planeta que les criaba. La
empresa de toda la comunidad se dificultaba a cada época, pues el mundo se
repartía a cada momento y en determinado momento llegaron personajes ajenos al
planeta para insertar a un nuevo tipo de hombre, uno que pudiesen explotar.
Todas las culturas que pudieron tener contacto con los chamanes que otorgaron
fieles conocimientos se esforzaron por retratar todos los sucesos ocurridos,
además de graficar lo aprendido sobre el universo y los astros. Los chamanes
que surgieron de aquella tribu fueron los únicos que pudieron recordar al
primer chamán; los hombres y mujeres saturados de conocimiento volvían al lugar
de la tierra en donde encontraron a este ser y allí mismo se depositaban para
morir. Algunas culturas mezclaron los conocimientos de los chamanes con los que
aprendían en los sueños, entonces se fueron creando doctrinas y otras tantas
cosas muy distintas a las que fueron entregadas al “nuevo hombre”, ese
personaje insertado en un lugar de la tierra para extraer los minerales de
ella. Algunas culturas han llegado a encontrar la planta interior, la más
poderosa de todas, esa planta que incluso está dentro de otras.
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