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Las milésimas de segundo antes de
ser despojada de su órgano vital, ella creyó que su alma se dirigía hacia el
sol. Apenas pudo sentir dolor, pues el deleite de regalarle un amanecer más a
su pueblo, la sumergía en un mar de sensaciones placenteras. Sin embargo, en un
abrir y cerrad de ojos, el paisaje cambió rabiosamente: ya no veía a los
personajes que le ofrendaban al sol, mirándole una a la cara y el otro a pecho, sino que se
precipitaba a la vista un rudo desierto. Allá, muy lejos, se encontraba y
diferenciaba de todo el paisaje una pared de pura arena grumosa. Justo al
frente de donde la muchacha se encontraba, se posicionaba una estructura de
metal oxidado, como una puerta, casi enterrada en la ladera del murallón de tierra.
Vaciló un poco su decisión de avanzar, mas se volteó para buscar alguna
respuesta o explicación a su paradero tan inesperado. Sólo había un resplandor
blanco ensordecedor, un abismo de luz que terminaba justo donde comenzaban sus
pies, donde empezaba esa arenilla amarillenta y sutil. Por alguna razón, sus
cuestionamientos se calmaron y sus miembros se dirigían hacia la lejana
cordillera. No se cansaba al caminar, tampoco le quemaba su morena piel el
hecho de que todos los soles posibles se encontraban viajando por el cielo que
le cubría, como la humilde e inofensiva cipsela. Los harapos que vestía se
desplazaban en ese espacio, como si caminara tranquilamente en el fondo de un
lago. Su pelo se despedía del resplandor que le empujaba a un futuro fuera de
tiempo.
Lentamente se venía acercando el
infinito murallón, de igual manera se acercaba esa estructura paralelepípeda
oxidada entre el gris, el negro, el terracota y el cromo. La muchacha
respiraba, sus pistachos miraban cómo cuarenta y ocho pequeñas figuras
custodiaban la falda de la geometría. Cuando estuvo muy cerca, cuando tenía que
elevar el mentor para poder divisar los bordes del metal, logró definir bien lo
que eran esas cuarenta y ocho entidades, pequeños hombrecitos hechos de sombra,
le llegaban apenas más arriba de la rodilla. Sólo eran siluetas humanas muy
básicas, parecían sacadas de jeroglíficos africanos, como si una espátula de
tierra las hubiera despegado de la roca. La miraron sin ojos, la escucharon sin
oídos, aunque ella ni siquiera separó sus labios. A ellos no es causaba
extrañeza que al joven se encontrara ahí, sus cabezas le apuntaban. Se sentó en
frente de ellos y les observaba, de vez en cuando miraba ese agradable cielo de
soles en la náutica para cruzar el murallón. Se preguntó qué había del otro
lado. Se despedían uno a uno los cuerpos resplandecientes, una luz residual se
acomodaba en lo más alto de la pared y luego, sin estrella alguna, apareció la
noche muy impía, devorándose todo bocadillo luminoso, pero se olvidó de la
sensación de luz que hacía apenas visible el lugar terrestre. Ahora sí, ahora
los hombrecitos se veían inquietos, se voltearon los unos a los otros y entre
cuatro, dos por cado lado, llevaron a la muchacha en dirección a la cima de la
muralla. Giró su cabeza hacia atrás, cuando ellos la llevaban subiendo casi
perpendicular al suelo, y se dio cuenta cómo de la arena se desplegaban
millones de otros hombrecillos, mujercillas y muchachillos, todos se paraban,
se sacudían y subían la pared. Parecían ser hojas de papel recortándose del
piso, para ser sombras una vez más. Después de cierto tiempo, la mujer logró
llegar a la cúspide, del otro lada no había resplandor, sino que seguía
extendíendose el desierto; por otro lado, la cordillera se extendía
infinitamente en los dos únicos sentidos que tenía. La gente de sombra se
agrupaba de a cinco o seis, formaban un círculo y cavaban en el centro, juntaban
sus manos y a los pocos segundos la sombra de algún cactus, árbol, arbusto o
hierba surgía de la tierra, creciendo intensamente. Los cuatro hombrecillos la
invitaron a cavar el agüero, pues jalaron sus manos hasta que tocó la arena.
Ella lo hizo, puso sus manos como cubriendo un huevo del frío, sus compañeros
pusieron las suyas sobre las de ella. De allí surgió un árbol, no muy alto, un
poco frondoso. Debido a que no tenían coloraciones más que la tonalidad del
negro, no pudo identificar qué árbol era. Unos instantes después, se fijó que
los demás vegetales florecía: de las sombras de cactus nacían flores blancas
muy brillantes, llegaban a su mejor etapa y se separaban de su origen para
flotar en la inmensidad del desierto; de los árboles, las flores y los frutos
reventaban como burbujas y dejaban nadando en todo lo oscuro un montón de
semillas, adornándolo todo mientras existían flotando. Cuando el árbol que ella
generó comenzó a dar frutos, se dio cuenta que era el árbol de la sangre, el granado. Reventaba sus frutos con una
esencia rojiza y luego crecían más del mismo lugar. Tomó conciencia de la
verdadera inacabable extensión de la cordillera, pues de los dos lados nacían
rastros luminosos más allá de donde su vista alcanzaba a digerir. La gente
comenzó a cantar de rara forma, los pequeños y los grandes pronunciaban
repetidamente “uolololo kl, uolololo phu, pokololo uo, sesiongh”. La joven se
estremeció completamente ante tan hermoso ritual. Cuando cesaron las frutas y
las flores, las vegetaciones se deshicieron y masivamente las sombras volvieron
a la superficie interior para tomar sus respectivos lugares. Hasta entonces no
había notado que el piso arenoso y plano estaba conformado ordenadamente por
toda esa gente, de manera que la única que verdadera extensión de tierra era la
peculiar cordillera y el desierto escondido detrás de ella. Sólo podían dejar
su lugar cuando el negro les hubiera devuelto la tonalidad. Bajaron nuevamente
los cuatro hombrecillos de la mano de la joven. Se posicionaron los cuarenta y
ocho en sus lugares y el resplandor venía desde con la muchacha provenía, los
soles viajaban una vez más para cruzar la muralla.
La muchacha se sentó en frente de
los guardianes que protegían el rectángulo metálico. Pronto se ordenaron del
lado derecho de la estructura, en fila. Ella miró hacia atrás, venía un
sombrero de trapo; del mismo tamaño que su cuerpo; con tres plumas negras y una
blanca, del lado derecho de la visera; del lado izquierdo, una bolsa de tela
amarrada con algo; la corona formaba una mano negra; a la altura de la frente
de joven, se encontraba la abertura que dejaba a la vista los amarillos ojos de
quien venía dentro, pero no eran más que dos brillantes esferas. Se detuvo
frente a ella un momento, se apartó y se dirigió al metal. Sin esfuerzo alguno,
la mano del sombrero le reveló que aquello era un gran portón en el momento que
era abierto, del otro lado se encontraba un pasillo del que se notaban
destellos azul utramarinos. El ahora portero, entró. Se volteó para mirarla,
hasta que lo siguió. Caminaron por largo rato, las paredes se hacían cada vez más
altas, el techo era el universo explícito, razón del exquisito resplandor. Los
pistachos lograron divisar un límite, una pared que detenía su caminata. Bajo
ésta, un roquerío de piedras redondezcas, con diversos tamaños y siempre
ovaladas. El portero se detuvo cerca de una piedra, tomó la bolsa de tela y la
abrió, todo con la extensión de mano. Dejó el objeto en el piso y de él salió
un ajolote. El anfibio tenía seis patas que se escapaban de los seis agujeros
oculares del cráneo que residía, tenía una inscripción cromosómica en la parte
correspondiente a la frente. Caminó y luego se subió a la piedra cercana. En
consecuencia, las demás rocas vibraron y reptaron, formando dos grandes estructuras:
la primera, en la pared que marcaba el fin del camino, la cabeza de una
serpiente con ojos de ámbar; la segunda, una inmensa mano de cinco dedos y
cinco uñas, justo en el lado izquierdo de la cabeza. Sin siquiera mover los
labios rocosos-reptilosos, la colosal figura extendió la mano y dirigió la boca
hacia la chica para decirle “Fuiste
descorazonada como ofrenda al sol. Deposita tu cuerpo en mi mano y posiciona tu
alma en mi boca”. La joven se percató que cargaba con su propio cadáver, se
quedó pasmada, aferrada al presente. “Responderé
todas las preguntas que quieres formular. Estás aquí porque eres un sacrificio,
tu muerte es diferente a las demás. Tu separación de la realidad tiene
dirección. Tu cuerpo lo depositaré en la tierra que te envió. Tu alma y
conciencia me pertenecen, con una de ellas puedo procrear estrellas. Todo esto
es un juego bien armado; inventé el mito de los sacrificios para ponerlo en la
mente de quienes promulgarían tal cosa con la fe de sus dioses, mitos también.
Soy quien hace rotar la energía y la materia en el universo, mas los
sacrificios son mi combustible. En este preciso instante te encuentras en mi
tumba, descubierta por el universo. Una vez que te entregues a la eternidad, tu
consciencia será diluida en todo, por ello es que cada uno de los seres
pensantes cargan recuerdos que no les pertenecen”. La indígena sentía que
su vida y creencias no habían sido más que mentiras. Dejó su cadáver en la
palma rocosa y luego se puso en la boca de piedras. Dejó de existir. El ajolote
entró en la bolsa, la estructura colosal se desmoronó y el portero retornó el
camino, llevándose el anfibio. Cuando salió de aquel lugar sin lugar, se fijó
si entre los soles que se decidían a cruzar la pared se encontraba aquel
naciente. El piso se desintegró, pues toda la gente de sombra se paró, siendo
aún amarillentos, para cantar y bailar el nacimiento del nuevo sol, la nueva
flor. Satisfecho, el portero volvió de la luminosidad con otra hazaña en los
ojos, él si tiene claro el origen de los sacrificios.
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