miércoles, 13 de febrero de 2013

El origen del sacrificio



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Las milésimas de segundo antes de ser despojada de su órgano vital, ella creyó que su alma se dirigía hacia el sol. Apenas pudo sentir dolor, pues el deleite de regalarle un amanecer más a su pueblo, la sumergía en un mar de sensaciones placenteras. Sin embargo, en un abrir y cerrad de ojos, el paisaje cambió rabiosamente: ya no veía a los personajes que le ofrendaban al sol, mirándole una  a la cara y el otro a pecho, sino que se precipitaba a la vista un rudo desierto. Allá, muy lejos, se encontraba y diferenciaba de todo el paisaje una pared de pura arena grumosa. Justo al frente de donde la muchacha se encontraba, se posicionaba una estructura de metal oxidado, como una puerta, casi enterrada en la ladera del murallón de tierra. Vaciló un poco su decisión de avanzar, mas se volteó para buscar alguna respuesta o explicación a su paradero tan inesperado. Sólo había un resplandor blanco ensordecedor, un abismo de luz que terminaba justo donde comenzaban sus pies, donde empezaba esa arenilla amarillenta y sutil. Por alguna razón, sus cuestionamientos se calmaron y sus miembros se dirigían hacia la lejana cordillera. No se cansaba al caminar, tampoco le quemaba su morena piel el hecho de que todos los soles posibles se encontraban viajando por el cielo que le cubría, como la humilde e inofensiva cipsela. Los harapos que vestía se desplazaban en ese espacio, como si caminara tranquilamente en el fondo de un lago. Su pelo se despedía del resplandor que le empujaba a un futuro fuera de tiempo.

Lentamente se venía acercando el infinito murallón, de igual manera se acercaba esa estructura paralelepípeda oxidada entre el gris, el negro, el terracota y el cromo. La muchacha respiraba, sus pistachos miraban cómo cuarenta y ocho pequeñas figuras custodiaban la falda de la geometría. Cuando estuvo muy cerca, cuando tenía que elevar el mentor para poder divisar los bordes del metal, logró definir bien lo que eran esas cuarenta y ocho entidades, pequeños hombrecitos hechos de sombra, le llegaban apenas más arriba de la rodilla. Sólo eran siluetas humanas muy básicas, parecían sacadas de jeroglíficos africanos, como si una espátula de tierra las hubiera despegado de la roca. La miraron sin ojos, la escucharon sin oídos, aunque ella ni siquiera separó sus labios. A ellos no es causaba extrañeza que al joven se encontrara ahí, sus cabezas le apuntaban. Se sentó en frente de ellos y les observaba, de vez en cuando miraba ese agradable cielo de soles en la náutica para cruzar el murallón. Se preguntó qué había del otro lado. Se despedían uno a uno los cuerpos resplandecientes, una luz residual se acomodaba en lo más alto de la pared y luego, sin estrella alguna, apareció la noche muy impía, devorándose todo bocadillo luminoso, pero se olvidó de la sensación de luz que hacía apenas visible el lugar terrestre. Ahora sí, ahora los hombrecitos se veían inquietos, se voltearon los unos a los otros y entre cuatro, dos por cado lado, llevaron a la muchacha en dirección a la cima de la muralla. Giró su cabeza hacia atrás, cuando ellos la llevaban subiendo casi perpendicular al suelo, y se dio cuenta cómo de la arena se desplegaban millones de otros hombrecillos, mujercillas y muchachillos, todos se paraban, se sacudían y subían la pared. Parecían ser hojas de papel recortándose del piso, para ser sombras una vez más. Después de cierto tiempo, la mujer logró llegar a la cúspide, del otro lada no había resplandor, sino que seguía extendíendose el desierto; por otro lado, la cordillera se extendía infinitamente en los dos únicos sentidos que tenía. La gente de sombra se agrupaba de a cinco o seis, formaban un círculo y cavaban en el centro, juntaban sus manos y a los pocos segundos la sombra de algún cactus, árbol, arbusto o hierba surgía de la tierra, creciendo intensamente. Los cuatro hombrecillos la invitaron a cavar el agüero, pues jalaron sus manos hasta que tocó la arena. Ella lo hizo, puso sus manos como cubriendo un huevo del frío, sus compañeros pusieron las suyas sobre las de ella. De allí surgió un árbol, no muy alto, un poco frondoso. Debido a que no tenían coloraciones más que la tonalidad del negro, no pudo identificar qué árbol era. Unos instantes después, se fijó que los demás vegetales florecía: de las sombras de cactus nacían flores blancas muy brillantes, llegaban a su mejor etapa y se separaban de su origen para flotar en la inmensidad del desierto; de los árboles, las flores y los frutos reventaban como burbujas y dejaban nadando en todo lo oscuro un montón de semillas, adornándolo todo mientras existían flotando. Cuando el árbol que ella generó comenzó a dar frutos, se dio cuenta que era el árbol de la sangre, el granado. Reventaba sus frutos con una esencia rojiza y luego crecían más del mismo lugar. Tomó conciencia de la verdadera inacabable extensión de la cordillera, pues de los dos lados nacían rastros luminosos más allá de donde su vista alcanzaba a digerir. La gente comenzó a cantar de rara forma, los pequeños y los grandes pronunciaban repetidamente “uolololo kl, uolololo phu, pokololo uo, sesiongh”. La joven se estremeció completamente ante tan hermoso ritual. Cuando cesaron las frutas y las flores, las vegetaciones se deshicieron y masivamente las sombras volvieron a la superficie interior para tomar sus respectivos lugares. Hasta entonces no había notado que el piso arenoso y plano estaba conformado ordenadamente por toda esa gente, de manera que la única que verdadera extensión de tierra era la peculiar cordillera y el desierto escondido detrás de ella. Sólo podían dejar su lugar cuando el negro les hubiera devuelto la tonalidad. Bajaron nuevamente los cuatro hombrecillos de la mano de la joven. Se posicionaron los cuarenta y ocho en sus lugares y el resplandor venía desde con la muchacha provenía, los soles viajaban una vez más para cruzar la muralla.

La muchacha se sentó en frente de los guardianes que protegían el rectángulo metálico. Pronto se ordenaron del lado derecho de la estructura, en fila. Ella miró hacia atrás, venía un sombrero de trapo; del mismo tamaño que su cuerpo; con tres plumas negras y una blanca, del lado derecho de la visera; del lado izquierdo, una bolsa de tela amarrada con algo; la corona formaba una mano negra; a la altura de la frente de joven, se encontraba la abertura que dejaba a la vista los amarillos ojos de quien venía dentro, pero no eran más que dos brillantes esferas. Se detuvo frente a ella un momento, se apartó y se dirigió al metal. Sin esfuerzo alguno, la mano del sombrero le reveló que aquello era un gran portón en el momento que era abierto, del otro lado se encontraba un pasillo del que se notaban destellos azul utramarinos. El ahora portero, entró. Se volteó para mirarla, hasta que lo siguió. Caminaron por largo rato, las paredes se hacían cada vez más altas, el techo era el universo explícito, razón del exquisito resplandor. Los pistachos lograron divisar un límite, una pared que detenía su caminata. Bajo ésta, un roquerío de piedras redondezcas, con diversos tamaños y siempre ovaladas. El portero se detuvo cerca de una piedra, tomó la bolsa de tela y la abrió, todo con la extensión de mano. Dejó el objeto en el piso y de él salió un ajolote. El anfibio tenía seis patas que se escapaban de los seis agujeros oculares del cráneo que residía, tenía una inscripción cromosómica en la parte correspondiente a la frente. Caminó y luego se subió a la piedra cercana. En consecuencia, las demás rocas vibraron y reptaron, formando dos grandes estructuras: la primera, en la pared que marcaba el fin del camino, la cabeza de una serpiente con ojos de ámbar; la segunda, una inmensa mano de cinco dedos y cinco uñas, justo en el lado izquierdo de la cabeza. Sin siquiera mover los labios rocosos-reptilosos, la colosal figura extendió la mano y dirigió la boca hacia la chica para decirle “Fuiste descorazonada como ofrenda al sol. Deposita tu cuerpo en mi mano y posiciona tu alma en mi boca”. La joven se percató que cargaba con su propio cadáver, se quedó pasmada, aferrada al presente. “Responderé todas las preguntas que quieres formular. Estás aquí porque eres un sacrificio, tu muerte es diferente a las demás. Tu separación de la realidad tiene dirección. Tu cuerpo lo depositaré en la tierra que te envió. Tu alma y conciencia me pertenecen, con una de ellas puedo procrear estrellas. Todo esto es un juego bien armado; inventé el mito de los sacrificios para ponerlo en la mente de quienes promulgarían tal cosa con la fe de sus dioses, mitos también. Soy quien hace rotar la energía y la materia en el universo, mas los sacrificios son mi combustible. En este preciso instante te encuentras en mi tumba, descubierta por el universo. Una vez que te entregues a la eternidad, tu consciencia será diluida en todo, por ello es que cada uno de los seres pensantes cargan recuerdos que no les pertenecen”. La indígena sentía que su vida y creencias no habían sido más que mentiras. Dejó su cadáver en la palma rocosa y luego se puso en la boca de piedras. Dejó de existir. El ajolote entró en la bolsa, la estructura colosal se desmoronó y el portero retornó el camino, llevándose el anfibio. Cuando salió de aquel lugar sin lugar, se fijó si entre los soles que se decidían a cruzar la pared se encontraba aquel naciente. El piso se desintegró, pues toda la gente de sombra se paró, siendo aún amarillentos, para cantar y bailar el nacimiento del nuevo sol, la nueva flor. Satisfecho, el portero volvió de la luminosidad con otra hazaña en los ojos, él si tiene claro el origen de los sacrificios.

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