Al pasar los años, todas las especies fueron repartidas y un suceso inédito dio lugar al final del viaje de la medusa: un eclipse total. Catorce sembradores vinieron de las esquinas más lejanas del universo, trayendo cada uno una semilla en su respectivo sepulcro; el viaje de estos seres duró lo que dura un pestañear de la Lepisma, y en cuanto sus ojos volvieron a estar abiertos, arribaron el aura de Omilen antü. Cada uno se puso en órbita, alcanzando los catorce cuerpos, los que hacían el día y los que hacían la noche, de tal manera que tenían de frente la cara más obvia del planeta y en el occípulo la figura de un sol o una luna, según correspondía. Las culebras del día y de la noche se detuvieron y en una sola espiral se acurrucaron para dormir. Allí mismo, donde todos los cráneos reptiles coincidían, se desplomó la medusa. Cayó sobre una península arenosa, muy lejos de las montañas verdes o de las sabias mesetas, pero muy cerca del infinito mar. Al ser depositado su cuerpo sobre la tierra, las partículas de esperanza y libertad eclosionaron, reaccionaron con las arterias del planeta y brotó ahí mismo la sangre magmática, se irguió una forma poco descriptible y al enfriarse -o al enriquecerse de aire- nació la piel oxal. Arribaron las esporas del conocimiento, utilizando como vector a varios insectos hemófagos, quienes venían desde el desierto a rendir homenaje al nuevo nacimiento, pues esto indicaba que el planeta en realidad estaba sano y se cumplía el principio del Tentuu. Sobre las esporas se posicionó una corona de sangre, luego un espectáculo evolutivo que abarcaba cnidiarios, crinoídeos, nudibranquios, opiliones, efímeros, oniscídeos y oniroarios. Cuando las distintas especies pseudo-imaginarias rodearon aquel trozo de piedra para dar lugar a una reverencia, las catorce semillas traídas por los sembradores impactaron con los catorce puntos más trascendentales; moldearon, de esta forma, el palacio de Marte, cuyas puertas fueron abiertas en cuanto las raíces de las catorce especies colapsaron intensamente entre ellas, dando lugar a catorce corazones en el palacio, firmando acuerdos instintivos de simbiosis y moralidad.
Al interior del palacio había una habitación circular sin techo, con una pileta en su centro y también una escalera en espiral que subía por las laderas hasta muy por encima de la vista, concluía en un jardín de soles que despegaba a la razón de la equivalencia racional-espacial. Aquel jardín de soles era una extensa pradera de especies bioluminiscentes que brillaban con el arte del alma y el flujo consciente de la vida y la muerte. Sobre el cielo de esta maravillosa tierra roja, viajaban quinientos colosales ojos que observaban cada floración y la extensa y colorida fauna que habitaba aquella región, un trozo de otra dimensión.
