Yanartaş no es más que una humilde muestra, ocultada en el
Olimpo, del alucinante origen de las quimeras. Las scheffleras que es posible encontrar en la vívida piel de América
son la leve ilustración de las que habitan en el nido de las quimeras. El río Tinto y el río Aqueronte imitan, cada uno por su parte, lo que hidrata y
meteoriza ese llamativo y burbujeante mundo de las quimeras.
En el comienzo, un astro con calidad de infante fue
asustado por una corrosiva lluvia de rocas. El polvo cósmico provocó la
titubeante atmósfera en la flameante existencia, dejando en su superficie una
gruesa capa de tierra habitable. Pronto, el potente centro gravitacional del
planetoide fue interviniendo con el futuro de la vida, de manera que cada forma
de vida que residía y evolucionaba en este lugar era finamente seleccionada. El
astro curaba sus miedos haciendo de su superficie un espectáculo de diseño y
textura: sólo había un continente, primitivamente estratificado por las
primeras vidas que trabajaban en el mar y sobre la tierra del lugar; el estromatolito de tamaño continental
estaba rodeado por un océano dicromático, intervalos de agua sumamente
mineralizada para el versátil terracota y agua mundanamente espiritualizada
para el gris verdoso (de allí que el río Tinto y el río Aqueronte sacaron ideas
para su existir, este último no explicó a los hombres la función de llevar las
almas de los muertos a un posible espeluznante inframundo); sobre la capa
estromatolítica del continente se encontraba una variedad abrumadora de las
scheffleras, que partían abrazando la porosidad del suelo y luego levantaban
sus raíces con carácter helicoidal, finalmente y a gran altura sus elegantes
troncos y hojas adornaban la atmósfera con pigmentos tornasolares; las raíces
de los árboles daban al terreno una imagen sucedánea de manglar, pero luego son visibles aquellas rocas flameantes, Yanartaş
mil veces potenciado, terrenos intermedios que hacían de la oscuridad nocturna
un silencioso foro de piedras locuaces, lumínicamente hablando.
De todas las cadenas evolutivas posibles en toda la
grandeza del universo, el astro eligió una que concluía con las quimeras. Estos
estrafalarios animales, maravillosamente combinados en el azar cromosómico, se
alimentaban de las otras formas de vida, voluntariamente entregadas como
ofrenda a tanta belleza; incluso las scheffelas se alteraron al punto de dar
bayas, con la única misión de dar un sabroso ofrecimiento al espectáculo visual
y tetrápodo. Ellas, por su parte, se reproducían y dejaban sus huevos en las
piedras flameantes mientras organizaban una millonada de espectáculos para el
momento en que los recién nacidos derrumban el cascarón. Entre todas ellas
organizaban un código del bienestar, cantaban a todos las demás expresiones de
vida cada molécula vibrante de conocimiento. Siempre que la variable órbita
(que hacía del astro un cuerpo celeste enamorado del arte náutico) se acercaba
a una colonia de asteroides, el canto de las quimeras armaba al planetoide de
una envergadura irreal, una atmósfera hostil defendía al planeta de cualquier
colisión, todo en el astro se inspiraba para proteger al hogar.
De allí que las quimeras tienen formas físicas tan
extravagantes, para acompañar estilísticamente el experimental canto moral, armadura oscilante y
esférica de la estrella frustrada.
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