domingo, 14 de abril de 2013

Miscelánea


Yanartaş no es más que una humilde muestra, ocultada en el Olimpo, del alucinante origen de las quimeras. Las scheffleras que es posible encontrar en la vívida piel de América son la leve ilustración de las que habitan en el nido de las quimeras. El río Tinto y el río Aqueronte imitan, cada uno por su parte, lo que hidrata y meteoriza ese llamativo y burbujeante mundo de las quimeras.
En el comienzo, un astro con calidad de infante fue asustado por una corrosiva lluvia de rocas. El polvo cósmico provocó la titubeante atmósfera en la flameante existencia, dejando en su superficie una gruesa capa de tierra habitable. Pronto, el potente centro gravitacional del planetoide fue interviniendo con el futuro de la vida, de manera que cada forma de vida que residía y evolucionaba en este lugar era finamente seleccionada. El astro curaba sus miedos haciendo de su superficie un espectáculo de diseño y textura: sólo había un continente, primitivamente estratificado por las primeras vidas que trabajaban en el mar y sobre la tierra del lugar; el estromatolito de tamaño continental estaba rodeado por un océano dicromático, intervalos de agua sumamente mineralizada para el versátil terracota y agua mundanamente espiritualizada para el gris verdoso (de allí que el río Tinto y el río Aqueronte sacaron ideas para su existir, este último no explicó a los hombres la función de llevar las almas de los muertos a un posible espeluznante inframundo); sobre la capa estromatolítica del continente se encontraba una variedad abrumadora de las scheffleras, que partían abrazando la porosidad del suelo y luego levantaban sus raíces con carácter helicoidal, finalmente y a gran altura sus elegantes troncos y hojas adornaban la atmósfera con pigmentos tornasolares; las raíces de los árboles daban al terreno una imagen sucedánea de manglar, pero luego son visibles aquellas rocas flameantes,  Yanartaş mil veces potenciado, terrenos intermedios que hacían de la oscuridad nocturna un silencioso foro de piedras locuaces, lumínicamente  hablando.
De todas las cadenas evolutivas posibles en toda la grandeza del universo, el astro eligió una que concluía con las quimeras. Estos estrafalarios animales, maravillosamente combinados en el azar cromosómico, se alimentaban de las otras formas de vida, voluntariamente entregadas como ofrenda a tanta belleza; incluso las scheffelas se alteraron al punto de dar bayas, con la única misión de dar un sabroso ofrecimiento al espectáculo visual y tetrápodo. Ellas, por su parte, se reproducían y dejaban sus huevos en las piedras flameantes mientras organizaban una millonada de espectáculos para el momento en que los recién nacidos derrumban el cascarón. Entre todas ellas organizaban un código del bienestar, cantaban a todos las demás expresiones de vida cada molécula vibrante de conocimiento. Siempre que la variable órbita (que hacía del astro un cuerpo celeste enamorado del arte náutico) se acercaba a una colonia de asteroides, el canto de las quimeras armaba al planetoide de una envergadura irreal, una atmósfera hostil defendía al planeta de cualquier colisión, todo en el astro se inspiraba para proteger al hogar.
De allí que las quimeras tienen formas físicas tan extravagantes, para acompañar estilísticamente el experimental canto moral, armadura oscilante y esférica de la estrella frustrada.

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