Meditar sobre aquella infusión de hierbas es como retornar a la pluma blanca y al papel en tinta, es ser acéfalo navegante en un mar de cráneos, es contabilizar cuarenta y ocho veces las pestañas de una mosca. Meditar sobre una uña recién extirpada es acusar a la ironía de la autoflagelación, legalizada en la mente, sobornada por los medios y premiada por los sociales. Meditar sobre una disonancia es bacilar entre la disconformidad de una red de neuronas, ante un enemigo potente e inexistente, y la sumisión hacia un nuevo mundo ancestral plagado de frecuencias infinitas, interminables, inalterables (por más alteradas y mutadas que estén).
Pero, ahora, meditar sobre meditaciones es simplemente volver a escribir con escusas más que obivas, allí plasmadas en las paredes de la piel.
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